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jueves, 18 de julio de 2013

Muerte Continuada

        
 
Cuando la encontraron tenía las manos sangradas, sus uñas partidas,  casi arrancadas, llenas de arenas y de piedrecillas. Los dos esqueletitos de sus niños aun estaban calentitos en el refajo de manta. La mirada de la india daba cuenta de la agonía que precedió a la muerte. 

Había llegado al medio día bajo un sol quemante, achicharrador. Los dos cuerpecitos de sus hijos metidos en el zarape, en el viejo y único refajo de manta con que se cubría del frío en los amaneceres tempestuosos de aquel lugar inhóspito al que la conquista  la había tirado. El talpetate tenía las marcas que eran como las de un roedor hambriento tratando de abrir camino en medio de la roca. No buscaba comida, buscaba un poquito de tierra donde sepultar a sus deudos. Sus ojos idos y difuntos de alegría aun marcaban la desesperación de los últimos momentos de su anti vida. 

Quinientos dieciocho  años antes había sido la dueña de palacios arquitectónicos desafiantes y de una cultura de paz y comunidad como nunca la historia había conocido; pero había perdido una guerra que ella jamás había iniciado ni causado y dicha pérdida la había empujado a la soledad del pedregal donde medio vivió y murió por tanto tiempo. 


El hosco talpetate de lengüeperro  tenía las huellas sanguíneas de alguien que desesperadamente buscaba tierra, de alguien que quería regresar con los suyos, de alguien que había perdido la voluntad de seguir luchando por lo imposible y la muerte era el único camino hacia la liberación. Dos días antes había llorado como leona herida  al ver que sus mamas no podían dar ni una gota de leche a sus cachorros. Había perdido la habilidad de caminar y la facultad de defenderse de la intemperie y para llegar al lugar donde trató de enterrar a sus niños  había hecho un esfuerzo sobrehumano. Antes de tomar la decisión de lanzarse al vacío,  besó a sus hijos y los bendijo en nombre del maíz, le pidió a la Pachamama que los recibiera con los brazos abiertos y en un rito eterno maldijo a los invasores, después como águila desplumada  abrazo a sus esqueletitos y no volvió a ver atrás.

Cuando la encontraron alguien dijo: “Se murió de hambre y por eso mató a sus hijos también”. Unas gotas de sangre incolora, pálida como lágrimas de un pueblo adornaban el lienzo polvoso que aun envolvía a los niños.

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