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miércoles, 21 de agosto de 2013

Adiós a un mártir de Chernóbil

http://spanish.ruvr.ru/2013_08_21/martir-de-Chernobil-accidente/
Чернобыль авария чернобыльская аэс чаэс

Grandes cantidades de uranio y de grafito comenzaron a arder en una fogata mortal mientras una nube radiactiva se esparcía por el cielo ucraniano la madrugada del 26 de abril de 1986. Había explotado el reactor nº 4 de la central nuclear de Chernóbil.

En un principio se pensó que había estallado el intercambiador del reactor, no el reactor en sí. Pero en cuanto se conocieron las dimensiones de la tragedia, en los despachos de Moscú quedó claro que la única salvación para la población civil era que unos cuántos profesionales y voluntarios se arrojasen a una muerte casi segura. 
Muchos de los llamados “liquidadores” (bomberos, pilotos, técnicos y soldados) murieron al poco tiempo de participar en la limpieza y sellado de la zona. Otros duraron años, aunque sufrieron secuelas. En este último grupo de leyendas vivas estaba Nikolái Mélnik, que murió en España el día 26 del mes pasado. Tenía leucemia, y los pulmones y los riñones le castigaron hasta el último día de su existencia por su arrojado gesto. 
Nacido en los alrededores de Kiev en 1953, siempre tuvo el sueño de pilotar. Logró ascender a piloto de pruebas para el fabricante de helicópteros Kamov con tan solo veinticuatro años. 
La explosión del reactor número cuatro de la central de Chernóbil, una de las peores catástrofes medioambientales de la historia, se vio empeorada por el pobre diagnóstico inicial. Al pensar que el reactor no estaba perdido todavía, se echaron millones de litros de agua y nitrógeno líquido. Eso fue contraproducente, pues al entrar en contacto con el núcleo, que se estaba fundiendo a dos mil grados, se generaron grandes nubes que dispersaron la radiación por toda la zona. 
Hacían falta bomberos que apagasen los fuegos: todos soportaron las radiaciones entre vómitos. Otros voluntarios desescombraron la zona y levantaron un sarcófago para sellar el reactor, trabajando en turnos de dos minutos que aun así eran demasiado largos. Las manos se bronceaban en segundos, la radiación creaba un sabor metálico en la boca y la mente quedaba confundida por los niveles registrados. Hubo que vaciar las piscinas que habían recogido el agua contaminada, girando manualmente varias llaves. Fueron en muchos casos tareas rudimentarias que resultaron letales. 
Pero además eran necesarios pilotos que arrojasen plomo y boro sobre el reactor. Esto hizo que el Gobierno ruso requiriese de los servicios de Mélnik y otros profesionales. Con treinta y dos años debía volar sobre el reactor número 4 de Chernóbil, que despedía una radiación diez veces mayor a la permitida. No llevaba protección especial: y pasó cincuenta y dos horas expuesto en esos meses de mayo a septiembre. Su más importante misión fue la llamada “Operación Iglá”, en la que tuvo que encajar una sonda de dieciocho metros de largo destinada a medir niveles de radiación. El ingenio metálico colgaba de un gancho bajo su helicóptero y debía soltarlo en un punto exacto sobre el reactor. Al tercer intento lo hizo justo en el punto preciso “pese a que soplaba mucho aire y la radiación era muy alta”, explica a La Voz de Rusia Leo Nóvikov, compañero piloto de aquellos años que se libró de ir a Chernóbil porque estaba en otro proyecto al norte de Rusia. Nóvikov todavía recuerda los nombres de los hombres que acompañaban a Mélnik en esos vuelos: Vladímir Káchenko a la navegación, Oleg Azárov como operador y Yuri Kúbikov como ingeniero. “Todos están muertos”, añade Névikov, que no se cansa de reivindicar la valentía de Mélnik. 
Apenas hubo testigos de su lucha. Un día después de la explosión mil autobuses del Ejército aparecieron en Prípiat, la localidad cercana a la central, y vaciaron en menos de un día la ciudad, de cerca de cincuenta mil habitantes. Hoy en día sigue desierta. 
“El secretismo soviético que durante días quiso tapar la realidad del drama fuera de sus fronteras también afectó a los liquidadores, pues muchos no sabían a lo que se estaban enfrentando”, relata el investigador y bloguero español Javier Ortega Figueiral. 
Mélnik quedó como memoria viva de esos meses de sacrificio en los que para colmo murió su madre. Recibió muchas condecoraciones, pero las compensaciones materiales no fueron “tan grandes como piensa la gente”, dice Nóvikov. Logró pases para balnearios, pastillas baratas y una ayuda para pagar su apartamento. Su heroísmo dio para poco más. 
Tras caer la URSS montó una empresa de mensajería. Y después, en 1995, se mudó a España para trabajar apagando incendios forestales desde un helicóptero. Sus compañeros en la empresa de Alicante le recuerdan como una persona sencilla y "capaz de darlo todo" en condiciones adversas. Leo Nóvikov, que lo había conocido en tiempos de la URSS, volvió a coincidir con él en España apagando fuegos: un trabajo “de niños”, solía repetir Mélnik. Todos en el trabajo sabían que su mala salud y la muerte prematura de sus compañeros salvaron la vida de muchos europeos. Por eso en el aire o en tierra, en todo momento Mélnik era “el héroe” del día. Incluso cuando simplemente se fumaba en silencio el tabaco que le habían prohibido los médicos: una osadía que, por todo lo vivido, sabía que podía permitirse. 
je/kg 
Nota: Las opiniones expresadas por el autor no necesariamente coinciden con los puntos de vista de la redacción de La Voz de Rusia.

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