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lunes, 7 de enero de 2013

EL HISTORIADOR


Un recreo de El Historiador para estas vacaciones
Este verano nuevamente, a tono con las vacaciones, El Historiador propone armar el  equipaje con mantillas, peinetones, polleras de miriñaque, galeras, levitas, etc., para viajar a nuestro pasado. Recorreremos la calle Florida, pero eludiremos hacerlo de Norte a Sur o  de Sur a Norte. Nos trasladaremos, en cambio, desde los tiempos coloniales, cuando era “la calle del Correo”, “del Empedrado” o “Unquera” hasta adquirir su nombre actual y convertirse en “la gracia y la sonrisa de Buenos Aires”, y avanzaremos hasta mediados del siglo XX, ya transformada en “calle seria, inquieta y tumultuosa” y anónima.
Para refrescarnos, nos zambulliremos en las piletas de los Baños públicos de las Barrancas de Belgrano -ya demolidos- y asistiremos a alguna velada en el viejo Teatro Colón, que dejó de usarse en 1888.  Estas son algunas de las propuestas que trae nuestra Gaceta Estival para acompañarlos en estas vacaciones. ¡Los invitamos a recorrerla!
Felipe Pigna
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» "Historias de nuestra historia"
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12 DE OCTUBRE
Esta entrega de Historias de nuestra historia, colección pensada escrita y dirigida porFelipe Pigna, te contamos los hechos que rodearon la llegada de los europeos a América y el inicio de la Conquista.
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El primer Teatro Colón, impresiones de una viajera
Las diversiones del Buenos Aires colonial no eran demasiadas. El pato, las riñas de gallo, las cinchadas y las carreras de caballo eran entretenimientos de los suburbios orilleros a los que de tanto en tanto concurrían los habitantes del centro. Allí podían escucharse los "cielitos", verdaderos alegatos cantados sobre la situación política y social de la época.
Las corridas de toros convocaban por igual a ricos y a pobres, pero las damas preferían el teatro, la ópera y las veladas, que eran reuniones literarias y musicales realizadas en las casas. Los espectáculos teatrales en Buenos Aires se iniciaron a fines del siglo XVIII. Una vez a la semana "la parte más sana del vecindario", es decir, los propietarios porteños, concurría al teatro para asistir a veladas de ópera.
Desde su inauguración en 1783, la Casa de Comedias, conocida como el Teatro de la Ranchería, se transformó en el centro de la actividad lírica y teatral de Buenos Aires hasta su incendio en 1792. Allí se estrenó, en 1789, la primera versión de Siripo de Manuel José de Lavardén. Tras el incendio, Buenos Aires permaneció sin teatro hasta 1804, cuando se realizó la construcción del Teatro Coliseo.
El 27 de abril de 1857 se inauguró el primer Teatro Colón, con una premiere de gala de la ópera La traviata, de Giuseppe Verdi. El edificio estaba ubicado en las actuales Rivadavia y Reconquista, frente a la Plaza de Mayo, en el lugar que actualmente ocupa el Banco Nación. Su capacidad estaba calculada para 2.500 personas, con 64 palcos, 441 plateas, 114 tertulias, 240 cazuelas, y 250 lunetas paraíso.
Para la construcción del edificio, cuyos planos fueron confeccionados por Carlos E. Pellegrini –padre del futuro presidente-, se utilizaron los más modernos avances en materia edilicia. Fue la primera sala en la que se utilizó iluminación a gas y contó con el escenario más grande que se construyera hasta esa fecha. Los adornos de bronce cincelados le daban un aire majestuoso que fascinó a los espectadores.
 
Sin embargo,  no todo fueron elogios para el viejo Colón. Una viajera exigente dejó una descripción lapidaria de aquel edificio en la crónica que a continuación reproducimos. Le criticó “la falta de decoración que exige el buen gusto”, describiéndolo como un atentado a “las más triviales y rudimentarias nociones de la estética”. No ahorró tampoco diatribas contra los empresarios detrás del emprendimiento, de quienes dirá que “buscaron en lo barato el medio de asegurar mayores utilidades”. Y comparó la imagen de los palcos, en cuyas paredes se colgaban sombreros, gabanes y abrigos, con una “tienda de ropa usada”.
Pero la ensañada viajera no se ciñó a la ornamentación. También se ocupó de los concurrentes: “he observado también que las matronas tienen predisposición enfermiza a la obesidad, tanto que ni el mismo Rubens, que amó con exceso la exuberancia en las formas, se hubiera atrevido a tomarlas como modelo para sus cuadros”.
Es probable que nuestra cronista se hubiera alegrado, cuando el 13 de septiembre de 1888, “este atentado al buen gusto” cerró sus puertas. Pero los amantes del teatro debieron esperar dos décadas para ver inaugurado el actual Teatro Colón, aquel 25 de mayo de 1908.
Fuente: Víctor Gálvez (seudónimo de Vicente Quesada), Memorias de un viejo. Escenas de costumbres de la República Argentina, Buenos Aires, Ediciones Argentinas Solar, 1942, Págs. 48- 57.
Impresiones de una viajera
Muy interesante sería para mí conocer y juzgar la sociedad argentina, como lo desearía Mr. Thorndike Rice; ya que esto no es posible, déjeme contarle ahora en poridad, las impresiones que me produjo el Teatro Colón, y cumplir con mi editor de Lafayette Place, en la manera que pueda.
He observado a las lindas damas que concurren al teatro Colón como si se visitase una galería de pinturas…
Si yo fuera artista, habría ejecutado sus retratos en miniatura, y esas lindas cabezas harían enloquecer a más de uno de nuestros antiguos conocidos de la calle de Courcelles, o de los graves discutidores  de la calle de Vivienne…
La sala de Colón no está terminada, amigo mío: es un edificio en embrión, al cual le falta la decoración que exige el buen gusto, la riqueza y el confort de una sociedad elegante. No es posible que un arquitecto competente, como sin duda lo fue el que levantó el plano y dirigió la construcción, hubiera proyectado como decoración permanente y definitiva, los pobrísimos balaustres de pino, pintados de blanco, que forman la barandilla actual de los palcos. (…)
En debido homenaje al buen gusto estético de todos, yo me imagino que la actual sala del Teatro Colón es sólo el esqueleto de lo que deberá ser, una vez que sea decorada como lo exige el destino para el cual fue construida y la sociedad elegante y rica a la que está destinada. Tal ha debido ser lo acontecido, según mi leal entender, y pienso que si no se han ejecutado todavía las obras definitivas de la decoración interior, debe explicarse por muchas causas complejas, y ahora por el pleito que sostiene el municipio y los empresarios, por estar vencido el plazo de la concesión.
Curiosa como extranjera e indagadora como mujer, he querido inducir la verdad, y paréceme bien comprobado que se tuvieron presentes los planos de los mejores teatros líricos de Italia, como el de la Scala de Milán y el de San Carlos de Nápoles, entre otros varios. Lo digo en justísima vindicación del arquitecto que levantó los planos, los cuales, según la tradición fueron despedazados por la comisión  de profanos que eran accionistas o empresarios para quienes lo bello era demasiado caro, y buscaron en lo barato el medio de asegurar  mayores utilidades. (…)
Mi opinión es, en definitiva, que, sean los empresarios o accionistas, sea la municipalidad, sea el que fuere, deben apresurarse a terminar la decoración de esta sala, cuyo aspecto desmantelado es frío y poco artístico.
Por otra parte, los palcos están empapelados de color rojo, lo que hace más notable el contraste con las pequeñas puertas blancas de cada uno, y ambos colores producen un efecto abigarrado y chabacano.  ¡Carencia absoluta de ornamentación artística! Más aun: sobre este fondo rojo, -en las noches de gala y siempre que hay función, -se ven colgados los sombreros y gabanes de los caballeros, los abrigos y tapados de las señoras, y esta confusión de objetos multicolores presenta el aspecto de una tienda de ropa usada, mientras brillan por la elegancia, el lujo y la belleza, las señoras que ocupan los asientos.  ¡Qué estupendo contraste!... [leer más]
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Un paseo por Florida
La calle Florida, ubicada en el corazón de Buenos Aires es -de acuerdo con el autor de la nota que reproducimos- “el orgullo de los porteños”, “la gracia y la sonrisa de Buenos Aires”, “una calle con alma y con tradición”. Fue una de las primeras calles favorecidas con los avances de la modernidad: el empedrado, el alumbrado a gas, el alumbrado eléctrico y los letreros luminosos llegaron a la calle Florida tan pronto como llegaron a Buenos Aires.
Pero Florida es, además, testigo mudo de emblemáticos episodios de nuestro pasado. En la esquina de Florida y Perón (llamada así desde 1984), tenía su residencia Mariquita Sánchez de Thompson, cuyas tertulias reunieron a lo más granado de la sociedad de principios del siglo XIX. Por sus calles, desfiló Urquiza con su Ejército Grande en febrero de 1852, tras vencer a Rosas en la batalla de Caseros.  Menos de dos décadas más tarde, en 1870, otro ejército recorrería la calle Florida. Se trataba esta vez de las tropas que regresaron de la guerra contra el Paraguay. En Florida y Córdoba se realizó más tarde aquel famoso mitin del Jardín de Florida, donde se gestó la oposición al gobierno de Miguel Juárez Célman. Reproducimos a continuación un texto que reconstruye algunas de las transformaciones sufridas por esta insoslayable arteria de Buenos Aires.
Fuente: Juan Manuel Pintos, Así fue Buenos Aires. Tipos y costumbres de una época. 1900-1950, Buenos Aires, Imprenta Coní, 1954, págs.  15-26.
Al anotar datos y avivar recuerdos de rasgos característicos del Buenos Aires de ayer, para reflejarlos en estas crónicas, pudimos advertir que nuestra finalidad no estaría colmada si dejábamos de apreciar los encantos de la calle Florida, como tampoco le sería posible a quien intentase juzgar de la belleza de una mujer, dejar de apreciar sus ojos, su gracia, su sonrisa. Florida es eso: la gracia y la sonrisa de Buenos Aires. La calle Florida, orgullo de los porteños, es una calle con alma y con tradición; fue cantada en magníficos versos por Rubén Darío y Fernández Moreno, y elogiada en bellas páginas por Gómez Carrillo, Loncán, Daireaux y otros brillantes escritores.
Haciendo un poco de historia, diremos que la calle Florida, cuya extensión no pasa de once cuadras y está situada en el corazón de la ciudad, fue llevada por consenso público a la categoría de calle principal desde la época de la colonia. Se la llamó primitivamente la calle del Correo, luego del Empedrado y, en 1808, cambiósele el nombre por el de Unquera, que alcanzó a llevar por un período de seis años. El nombre actual de Florida le fue impuesto por el gobierno del Directorio,  a fines del año 1814, en conmemoración del triunfo alcanzado por las tropas del general Arenales sobre los realistas, el 25 de mayo de ese año en el pueblo de La Florida, pueblo importante del Alto Perú. Con ese nombre aparece luego en un plano de la ciudad, confeccionado en 1822 por orden de Rivadavia. Rosas la hizo llamar Perú en 1840 y Urquiza le restituyó el nombre de Florida a la caída del tirano en el año 1852.
Como adelanto edilicio, cabe destacar el hecho de que Florida fue una de las primeras calles favorecidas con el empedrado. Y según afirma J. Lanuza, en un interesante estudio, gozó también Florida del privilegio de estrenar el alumbrado a gas, con otras pocas calles de Buenos Aires, en el año 1856.
Ese alumbrado fue modificado en el año 1895, con la llegada al país del gas incandescente y modernizado luego por el sistema de alumbrado eléctrico. Exactamente el día 24 de octubre de 1900 quedó inaugurado en ella el nuevo servicio, coincidiendo la fecha con la visita que nos hiciera el doctor Campos Salles, entonces presidente del Brasil. Luego, con motivo de la instalación de las modernas farolas en el año 1929, alguien llegó a afirmar que Florida era una de las calles mejor iluminadas del mundo.
Pero aún hay más: en el año 1949 la Municipalidad decide instalar en la calle Florida el modernísimo sistema de alumbrado fluorescente que hoy ostenta, siendo de destacar que es en la ciudad, la única calle que goza de esa iluminación, dando el hecho nueva prueba de su fama de ser una calle privilegiada. Refiriéndose al tema, dice don Rosendo Martínez en un interesante folleto: “A principios de este siglo los domingos a la caída de la tarde, tomaba la calle Florida un aspecto de gran movimiento con el regreso de los paseos y las carreras en los Hipódromos Argentino y de Belgrano. Por esos años todavía no había autos; los turfmen aristocráticos concurrían a las carreras a la moda inglesa: galera y levita gris, gemelos de larga vista, dirigiendo un mail-coach tirado por soberbias yuntas de caballos de raza. Iban en los mismos, bellas niñas y damas, luciendo elegantes vestidos primaverales”.
Durante muchos años, circuló por la calle Florida una línea de tranvías de caballos, que la Compañía Buenos Aires a Belgrano hacía correr entre ese barrio del norte con la Plaza de Mayo. Como la calle tiene ancho de siete metros, y el tranvía rozaba casi las veredas, su paso solía causar molestias y algunas veces accidentes. Ese fue el motivo que decidió la supresión de línea en esa calle, a fines del año 1889. Empero, el remedio fue sólo temporario. Pocos años después el tránsito de carruajes y paseantes se hacía cada vez más numeroso, y cuando en 1903, en alas del progreso llegaron los automóviles al país y se incorporaron al tránsito de vehículos de esa calle, surgió el problema con mayor intensidad. Las autoridades municipales debieron abocarse a la consideración del asunto, pero anduvieron remisas, esta vez, en hallarle la solución. Por fin en 1922 se dictó una ordenanza prohibiendo la circulación de vehículos por la calle Florida entre las once y las veinte horas, prohibición que rige aún, y fue dictada en beneficio y homenaje a la calle más elegante y mimada de la ciudad.
El llamativo ornato de sus comercios le otorgó a Florida alcurnia, prestancia y fama –no sólo en el país, sino también en el exterior- semejante a la de la Rue de la Paix en París, con sus lujosos escaparates exponiendo maniquíes con finos vestidos femeninos de la última moda europea, vidrieras magníficamente iluminadas conteniendo joyas valiosas, librerías y fotografías y salones de arte. Recibió Florida un nuevo empuje de modernismo y suntuosidad, allá por los años 1918 al 20, a la terminación de la primera guerra mundial. Por esa época, llegaron como novedad al país los letreros luminosos y las orquestas de jazz, apareciendo entonces de inmediato en la renombrada calle, muchos edificios de importancia, como la Galería Güemes, el Gran Cine Florida y otros.
Dados los antecedentes recordados, ¿llegaría el lector a sospechar que en esa calle privilegiada pudo haber conventillos alguna vez? Sí, señor, hubo uno y muy grande. Hurgando en viejas crónicas porteñas, pudimos saber que en la calle Florida al llegar a Cuyo –hoy Sarmiento- mano de los números impares, donde hoy funciona el Gran Cine Florida, existió durante muchos años un sucio y enorme conventillo, de ancha portada y con salida también por la calle San Martín, famoso por los escándalos que provocaban numerosas personas que allí habitaban, mulatos y chinas en su mayoría, quienes se embriagaban con frecuencia y terminaban peleando hasta con los vigilantes. Por razones de higiene, orden y seguridad, el inmueble fue clausurado un buen día del año 1900 por disposición municipal, extirpándose con tal medida algo que constituía una rémora para el progreso y la cultura de la gran ciudad... [leer más]
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Los viejos Baños públicos de las Barrancas de Belgrano
Las Barrancas de Belgrano ofrecían en otros tiempos gran diversión para los días de verano. Allí, en 1883, se inauguraron los Baños públicos, dos piletas con sus trampolines a cielo abierto –una para señoras y otra para caballeros-, rodeadas por una tapia de madera para proteger a los concurrentes de los curiosos. Poseían también una confitería muy concurrida, que constituía un agradable lugar de reunión para  las familias, “donde se tomaba el aperitivo y se charlaba amenamente después del baño”.
A continuación transcribimos un texto con los recuerdos de aquel rincón del Buenos Aires de antaño.
Fuente: Ricardo Tarnassi, Belgrano de antaño: recuerdos e impresiones, Buenos Aires, 1922, págs. 91-97.
Las Barrancas, los Baños, el ombú
Las barrancas de Belgrano han sido siempre un lugar pintoresco por excelencia como en la actualidad, y fueron siempre tres, pero algo más reducidas,  pues en una existían los baños públicos y en otro estaba ubicado en un extremo, una propiedad privada, que luego fue expropiada para ampliarla.
Los baños eran realmente hermosos. No es posible comprender cómo pudieron desaparecer, y cómo pudo llegar a la quiebra la sociedad fundadora.
Ellos no constituían solamente para Belgrano un establecimiento de higiene, sino un agradable lugar de reunión de las familias, pues en su rotonda, en las horas matinales, funcionaba una confitería, donde se tomaba el aperitivo y se charlaba amenamente después del baño.
El establecimiento contaba con dos amplias piletas de natación, una para señoras y otra para caballeros, y tenían si mal no recuerdo, unos cinco metros de ancho, por diez o doce de largo, con una profundidad apreciable, donde podían maniobrar y ejercitarse cómodamente los nadadores en el trampolín.
Los baños estaban circundados por una como tapia de madera, sus piletas al aire libre, y cubiertas con un gran toldo corredizo, que resguardaba a los bañistas de los rayos del sol, y todo el local, a su vez, estaba rodeado de frondosos y levados sauces llorones, que daban al paraje poesía, encanto y frescura.
Yo alcancé a gozar de los baños, siendo aun niño y tuve la inconsciente felicidad de haberme bañado en la pileta que envidiaba la muchachada, la de las señoras, quienes al ver que mi madre me metía en el agua, corrían cariñosas a estrujarme y  besarme  (dicen que era una ricura). ¡Y yo tonto no comprendía, no apreciaba todo lo que eso iba a valer más adelante!... Por eso me besaban, porque no comprendía, y las muy pícaras no corrían peligro alguno… ¡Ahijuna!... si yo pudiera como aquel doctor nación, volver a ser chabón!...
Muchos años los vi cerrados, hasta que un día recibí la noticia de su clausura definitiva y siempre que paso por allí, miro el sitio donde estuvieron, me detengo a contemplar los añosos sauces que fueron mudos testigos de lo que bajo su verde fronda vieron y operaron en su larga vida de silenciosos centinelas de esos parajes.
En lo alto de la Barranca y a espaldas de los Baños, se erguía majestuoso el rey de la pampa, el ombú… lo llamaban el primero, pues había dos más, uno frente a lo de Bilbao y el otro a lo de Agrelo, tan hermosos uno como otro, pero el primero en la época a que aludo ofrecía a nuestra generación, más encantos, más atractivos, y efectivamente, en las noches calurosas del estío, después de comer,  veíase salir a las familias de sus casas, que en el camino uníanse a otras y así, formando caravana, dirigíanse, ya cantando una vidalita, un triste o una canción en boga al pie del ombú, donde se sentaban las niñas con sus amigos en las toscas raíces que el gigante extendía por  el suelo, cual tentáculos de enorme pulpo, a guisa de rústico banco, brindando así, comodidad a quienes iban a distraerlo durante la noche, con sus cantos, sus charlas y sus alegrías juveniles, en su inmensa soledad, llevando así a su alma milenaria un poco de dicha que atempera su eterna melancolía.
El ombú protegía, contra los rayos del sol inclemente con su corpulencia, con la frescura de su verde y perenne fronda, y, en las noches de luna distraía su monotonía proyectando sobre el suelo extrañas, fantásticas y trágicas sombras, que iban cambiando de forma, obedeciendo inconscientes al lento andar del pálido astro... [leer más]
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Chanzas entre Rosas
En 1836 Juan Manuel de Rosas compró los terrenos donde pronto levantaría su casa de Palermo. Se encargó de nivelar la propiedad, rellenando algunas partes bajas y construyendo un canal de circunvalación. Plantó también árboles, que formarían frondosos bosques. El parque y sus dependencias estaban abiertos al público. Como cuenta Adolfo Saldías “los carruajes y cabalgaduras se daban cita allí, y desde entonces la sociedad elegante adoptó la costumbre de reunirse en Palermo”.
Palermo fue el escenario de decisiones que marcaron a fuego la historia argentina, pero también un lugar de distensión donde Rosas se permitía dar rienda suelta a su afición de bromista. En una ocasión condujo a más de 50 invitados a la mesa impartiendo órdenes militares y luego obligó a cada uno de ellos a cantar algo, dándoles cinco minutos para empezar.  A un amigo, que tenía miedo a las víboras, le puso una muerta enroscada en el tobillo y a otro lo atendió en mantas de camisa, zapatillas, calzoncillos y sombrero de paja con cinta punzó. Ni su propia familia se salvó de las chanzas, como lo demuestra el relato que a continuación transcribimos, que tiene como protagonistas a Juan Manuel de Rosas y su hermana Mercedes.
Fuente: Manuel Bilbao, Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires, Buenos Aires, Ferrari Hnos., 1934, pág. 189-194.
Dos anécdotas
Era Palermo de San Benito, cuando Rosas trasladaba allí su residencia veraniega, el centro de todo el movimiento político y social, secundado eficazmente por su hija Manuelita.
Las cálidas tardes de los veranos las aprovechaban las parientas y amigas íntimas para ir hasta allí a tomar el fresco, cosa muy natural y que no tenía nada de particular, dada la intimidad con que, en general, se trataban entre sí dichas personas. Algunas veces iban solas y otras se reunían para hacer el camino juntas. Si el tiempo lo permitía, se iban a orillas del río, y si entre los visitantes había algún aficionado a la música, éste amenizaba la reunión.
Doña Mercedes Rosas de Rivera y su hermano D. Juan Manuel fueron muy unidos, y lo fueron tanto que hasta sus bienes en las herencias de sus padres los tuvieron juntos. En lo físico y en el carácter fueron también los que más se parecieron. De ahí su intimidad y el afectuoso trato que se dispensaron siempre. Era la que se permitía llevarle la contraria y darle bromas.
Con estos antecedentes, vamos a referir dos anécdotas en las que fueron protagonistas los dos hermanos que, como hemos dicho, son completamente desconocidas.
Una tarde fue doña Mercedes con varias amigas a visitar a Manuelita, llevando puestas unas gorras muy elegantes, que cuidaban mucho, y con las que esperaban dar una sorpresa a la dueña de casa.
Don Juan Manuel las vio llegar desde su pieza, causándole gracia el ver lo que presumían y reían su hermana y sus compañeras con sus gorras, y como hacía poco que su hermana Mercedes le había hecho una broma, que no había olvidado, encontró la oportunidad de tomarse el desquite.
En efecto, una vez que las visitas entraron y estuvieron un rato conversando con Manuelita, se sacaron las gorras, encaminándose al interior de la casa y resolviendo ir a la orilla del río en cabeza a tomar el fresco.
Cuando don Juan Manuel las vio salir así, fue hasta la pieza donde estaban las gorras, las tomó en la mano, las miró y se río. Después de esto salió al jardín, encontrándose con uno de sus asistentes, a quien llamó preguntándole:
-¿Cuántas mulas hay en la maestranza?
-Debe haber pocas, excelentísimo señor, porque ayer se dispuso el envío de todas a Santos Lugares.
-Pero-dijo Rosas-, ¿habrán quedado cinco o seis?
-Sí, excelentísimo señor.
-Bueno, mande a buscarlas y que las entren por detrás de la capilla y cuando estén allí viene a buscar estos bonetes y con cuidado, pero con mucho cuidado de no ensuciarlos o de romperlos, se los pone en la cabeza a las mulas, con una buena frentera, bien sujetas para que no se vayan a caer y cuando estén listas y vea venir a Manuelita con sus visitas, les da un guascazo para que salgan disparando y ellas las vean. Tome todas las precauciones necesarias para agarrarlas en seguida, sacarles los bonetes, limpiarlos bien y ponerlo donde estaban. ¿Ha entendido bien?
-Sí, excelentísimo señor.
Don Juan Manuel se retiró a sus habitaciones para esperar y ver el resultado de su broma.
Las cosas se hicieron en la forma dispuesta y cuando regresaban del río Manuelita y sus acompañantes, una de ellas al ver a las mulas con sus gorras, exclamó llena de sorpresa:
-¿Qué es aquello?
-¡Qué va a ser! –dijo Doña Mercedes-, una broma de Juan Manuel ¡Ya verán cómo me las va a pagar!
Don Juan Manuel al oír las risas se asomó, riéndose a su vez desternillarse, como se decía entonces, y presentándose a las del grupo les preguntó qué les pasaba, a lo que doña Mercedes le respondió, riendo también... [leer más]
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