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viernes, 7 de septiembre de 2012

LA JOVEN WEIL Y EL VIEJO MARX


Sábado 1ro de septiembre de 2012 por CEPRID
Mailer Mattié
Instituto Simone Weil/CEPRID
Conmemoramos el 24 de agosto el sesenta y nueve aniversario de la muerte de Simone Weil a los 34 años de edad, en Ashford, Inglaterra. La actualidad de su pensamiento es incuestionable frente a los múltiples y decisivos acontecimientos globales contemporáneos. Hace más de medio siglo discutió sobre temas que apenas comienzan a tener relevancia en el análisis político y social: cuestiones de primer orden como los límites del crecimiento económico, la sacrosanta idea de progreso heredada del siglo XIX y la crítica al marxismo en relación con la construcción de la sociedad alternativa al capitalismo, entre otras. Su obra, pues, arriba con extraordinaria vigencia a nuestro propio tiempo.
La opresión: una constante histórica en la civilización moderna
Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social1–un meditado discurso sobre la civilización, la cultura y la dignidad humana- es tal vez el libro más complejo de Simone Weil, escrito en 1934 cuando apenas tenía 25 años y enriquecido probablemente por su experiencia como operaria en cadenas de montaje en varias fábricas de París, actividad que dejó honda huella en su corta vida. Su amplio y crítico conocimiento sobre economía política marxista la condujo a despejar allí el camino de dogmas, al revelar los profundos mecanismos sociales –y no sólo económicos- de la opresión en la sociedad moderna.
Constató que había sólo dos aspectos sólidos e indiscutibles en la obra de Marx. Uno es el método que permite el estudio científico de la sociedad y la definición de las relaciones de fuerza que actúan en ella; otro, el análisis de la sociedad capitalista tal como existía en el siglo XIX. El resto –afirmó-, es demasiado inconsistente y vacío para poder calificarlo incluso como erróneo. Así, argumentó que al ignorar los factores espirituales, por ejemplo, Marx no se había equivocado demasiado en la investigación de un mundo social que prescindía de ellos. En el fondo –escribió-, el materialismo de Marx expresaba en realidad la influencia de esta misma sociedad sobre él, convirtiéndose en el mejor ejemplo de sus tesis acerca de la subordinación del pensamiento a las condiciones económicas. Además, el filósofo alemán heredó del siglo XIX la arriesgada e insostenible idea de que el crecimiento industrial no tiene límites; la certidumbre de que la prosperidad de la humanidad depende del desarrollo ilimitado de la producción industrial. Es decir –sostuvo Weil-, mantuvo la tesis de los economistas, a quienes pretendió criticar, que justificó la explotación de generaciones de niños en Europa sin el menor remordimiento; la contradicción que permitió identificar progreso social, explotación de las personas y destrucción de la naturaleza en una misma, irrazonable e ilegítima ecuación. Marx –afirmó-, simplemente tomó esta idea y la trasladó al campo revolucionario.
Simone Weil argumentó además que, aunque había comprendido el fenómeno de la opresión en el mundo capitalista del siglo XIX como un instrumento al servicio del desarrollo de las fuerzas productivas –una función social-, Marx no demostró el modo de eliminarla en una futura organización alternativa de la sociedad. La razón es que el marxismo sólo toma en cuenta el aspecto económico de la opresión; es decir, la producción de plusvalía, la relación entre la explotación del trabajo y la propiedad privada. A su juicio, esto representaba una simplificación que ha llevado a creer que la eliminación de la propiedad capitalista conduciría automáticamente a la desaparición de la opresión de los trabajadores, dejando diversas e importantes cuestiones sin resolver. Para Weil, los marxistas no han resuelto ninguno de estos problemas, ni siquiera han creído que fuera su deber explicarlos. Como señaló Nikola Tesla, cuando el objetivo de la ciencia se aparta del bienestar humano, ésta se convierte en una perversión.
Al investigar el carácter de la opresión, en consecuencia, Simone Weil intentó comprender no sólo su origen, sino también las causas de su reproducción y la posibilidad real de eliminarla. Mientras el fin último de la sociedad sea el progreso –dadas las versiones conocidas de la sociedad industrial: la del extremo individualismo y la del extremo estatismo-, la opresión –sostuvo- será inherente a la vida de los trabajadores. Esto es así porque las razones de su explotación no se reducen a factores económicos, pues son además de naturaleza cultural y social, inherentes al régimen de producción de la gran industria y no sólo a las formas de propiedad. Su origen, pues, está en la cultura moderna que es principalmente una cultura de especialistas, asentada en la división entre trabajo manual y trabajo intelectual. Unos dirigen y otros ejecutan -tanto en el ámbito económico como en el político-, y quienes ejecutan permanecen subordinados a quienes coordinan. La opresión es, entonces, primordialmente una cuestión cultural que cumple una función social vinculada al progreso económico.
Subrayó entonces Simone Weil el hecho de que el mecanismo de la opresión capitalista se hubiera mantenido sorprendentemente intacto en el sistema de producción socialista, precisamente después de la revolución y el cambio del régimen de propiedad. Reflexión que la condujo además a incorporar a su análisis las implicaciones de la lucha por el poder -un problema que obvió Marx-, dado que la revolución no tiene lugar en todas partes y a un mismo tiempo. El surgimiento de la URSS, en su opinión, había revelado que la competencia por el poder en la civilización moderna estaba indisolublemente vinculado al crecimiento industrial y a la intensidad de la explotación del trabajo. Concluyó entonces que la opresión había permanecido como una constante histórica en la civilización contemporánea y, en consecuencia, las revoluciones habían fracasado en el objetivo de liberar a los trabajadores. La victoria de la revolución –afirmó- ha consistido sólo en transformar una forma de opresión en otra; los cambios jurídicos y políticos, por tanto, resultan del todo insuficientes para destruirla.
Mientras garantice el crecimiento de la economía, puesto siempre al servicio de la lucha por el poder, la opresión será invencible. Son las cosas –afirmó- y no los individuos las que otorgan límites al poder, dado que éste depende del desarrollo de la producción y requiere un considerable excedente de bienes. En la dinámica de una sociedad opresora todo poder, pues, mantiene y reproduce hasta el límite las relaciones sociales en las que se fundamenta; entre ellas, las relaciones económicas que se nutren de la opresión. Es imposible, entonces, construir una sociedad libre sin derribar el principio que fortalece la opresión: la relación entre la lucha por el poder y el desarrollo de las fuerzas productivas. La revolución subordinó así el fin de la emancipación de los seres humanos al objetivo del crecimiento de la producción, lo que se traduce en la subordinación del desarrollo de la democracia y de la libertad que permanece prisionera de la economía en el mundo contemporáneo.
La idea de que el crecimiento industrial no tiene límites constituía para Simone Weil precisamente la contradicción interna que todo régimen opresor lleva en sí como un “germen de muerte”. Contradicción que expresa la oposición entre el carácter limitado del crecimiento de la producción como base del poder y el carácter ilimitado de la lucha por el poder; circunstancia que se percibe siempre en cada proceso de transformación social. Juzgó, pues, como un rotundo fracaso la teoría del socialismo científico, sesenta y cinco años antes de la desaparición de la URSS. Marx, en efecto, nunca explicó por qué las fuerzas productivas tienden obligatoriamente a desarrollarse, como si poseyeran naturalmente esa virtud. Y es en esa “misteriosa” tendencia donde descansa precisamente la teoría marxista de la revolución. Una creencia que se trasladó al movimiento socialista –afirmó Weil-, poniendo a los seres humanos al servicio del progreso y no al revés. Advirtió, sin más, que esta posición coincidía por completo con la corriente general del pensamiento capitalista que hizo del desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas la “divinidad de la religión económica”. Concluyó, entonces, que dicha teoría era “ingenua” y “utópica” y calificó a Marx de “idólatra” de la sociedad futura, al estimar que esta surgiría de una transformación mecánica, de un sombrío dispositivo generador de justicia y de libertad permaneciendo intactas la técnica y la cultura de la organización del trabajo. La fe en el crecimiento económico, además, permitió a Marx concebir la ilusión de que en la nueva sociedad el trabajo podría llegar a ser superfluo; una utopía en cuyo nombre –afirmó Weil- “se ha derramado inútilmente la sangre de los revolucionarios y de los trabajadores”. La conclusión inevitable era, desde luego, preguntarse por los límites del progreso económico; la respuesta de Weil fue que el progreso se había transformado en regresión.
Qué hacer siguiendo el método de Marx
La sociedad libre significó para Simone Weil un ideal del cual sería posible alcanzar una aproximación real. Abolir la opresión, en efecto, transformando las condiciones materiales de la existencia humana: provocando un cambio en la concepción misma del trabajo que caracteriza a la civilización industrial. Construir un régimen social que se acercara a este ideal supondría, pues, modificaciones no sólo en el ámbito de la producción, sino también a nivel cultural, principalmente en lo que se refiere a la separación existente entre trabajo manual y trabajo intelectual. El movimiento revolucionario, de hecho, ignoró siempre la necesidad de este planteamiento, aun cuando –aseguró Weil- es justamente lo que habría que hacer si se siguiese el método de Marx.2 Es decir, investigar primero la cuestión del trabajo en relación con la reorganización del sistema de producción, como un medio para garantizar el bienestar de la población. Se daría, de esta forma, verdadero sentido al ideal revolucionario, vinculándolo a la abolición de la opresión social.
Habría que construir, pues, una primera representación: un ideal de la nueva civilización alejada de la religión de la economía y de la producción. Para Simone Weil sería aquella donde el trabajo manual fuese el núcleo de la actividad económica, considerado un “valor supremo”. En consecuencia, sería evaluado no por su productividad, sino como actividad vital del individuo; no sólo objeto de honores y de recompensas, sino estimado como una necesidad del ser humano que da sentido a su existencia. La futura civilización, en fin, revaloraría el trabajo manual, posicionándolo en el centro mismo de la cultura. Otorgar al trabajo tal jerarquía sería, sin duda, un verdadero logro revolucionario; un punto de partida para construir el mundo social alternativo. Revisar la condición del trabajo y su relación con la libertad, la justicia y la democracia significaba para Simone Weil, en suma, “la única conquista espiritual del pensamiento humano desde la civilización griega”.
Notas
1 Weil, Simone. Las causas de la libertad y de la opresión social. Paidós. Barcelona, 1995.
2 “Ningún marxista, incluyendo al propio Marx, se ha servido realmente de él. La única idea verdaderamente valiosa de su obra es también la única que ha sido completamente desatendida. Por eso no es extraño que los movimientos sociales surgidos de Marx hayan fracasado”. Op. cit., p. 54.
Mailer Mattié es economista y escritora. Este artículo es una colaboración para el Instituto Simone Weil de Valle de Bravo en México y el CEPRID de Madrid.

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