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miércoles, 18 de julio de 2012

EL VIEJO Y EL PARQUE


EL VIEJO Y EL PARQUE





 
 
  La mañana de primavera cuando lo conocí fue la primera después del más duro invierno de mi vida en el  nuevo país.  Por supuesto era el primer y para alguien que viene del trópico, 40 bajo cero es mucho en que pensar y mucho que sufrir.  Leía el “ Outsider” de Camus cuando llegó a pedirme algún vuelto. Sentí profundo dolor   por aquel anciano y le di dos dólares aun cuando el solicitaba nada más veinticinco centavos. Con dos dólares -pensé-, bien se puede echar el trago mañanero para mientras consigue para otro. Los ojos del viejo se llenaron de alegría y hasta pegó un saltito de emoción. Unos minutos más tarde, mi nuevo amigo aparecía con una botella de vino rojo y tres emparedados de pavo de los cuales compartió conmigo mientras bebía con boca de paisaje el elipsir de la vida. Es primavera -dijo-. Cada año comenzando por la primavera vivo en los parques. Los parques tienen vida, guardan de cierta manera la alegría de los niños, el descanso de los viejos como yo y rejuvenecen el alma de todo visitante.
 
He hecho lo mismo desde que era un adolescente, ahora a mis setenta y tres no me queda más que rejuvenecer cada año y llenarme de tanta sonrisa y si algún día muero deseo que sea en un parque a la orilla de un inmenso y apacible rió como éste -continuaba-.
 
No quise indagar sobre su vida (jamás me ha interesado la vida ajena, si no es para ayudar); pero en sus ojos azules reflejaba el tipo de persona que era. Al menos, pensé, ha sido un hombre pacifico porque para haber vivido tanto año en los parques como el dice, debe ser de las personas que beben para divertirse, para vivir la vida, la vie en rose, como el decía y no ha de haber buscado gresca alguna, de lo contrario estaría muerto o tendría las marcas que deja el alcohol cuando se  es violento. “Cuando yo era joven -continuó-, éstos eran inmensos bosques coníferos y lo único que estaba aquí es esa enorme fábrica de papel”. Le pregunté  a qué se había dedicado en su vida. Sonriendo me contestó que se había dedicado y se sigue dedicando al arte. Que tipo de arte, inquirí-, al arte de divertirse en la vida -contestó serio; pero con una amplia sonrisa-. En término de dos horas la botella se había terminado. Pensé en darle otro par de dólares; pero el se adelantó y me preguntó que si yo iba estar alrededor para continuar la conversación a lo cual conteste afirmativamente. No había pasado media hora cuando apareció con dos botellas más y otros dos emparedados los cuales comió antes de tomarse otro trago. Sacando una de las botellas me dijo que aquella marca era una de las mas antiguas e importantes de Francia y que tenía la cualidad de no producir ninguna agrura dado al tiempo de cocimiento de las uvas. Cuando se tomo el primero los ojos se le pusieron más azules, es de felicidad -me dijo-, y luego echó a caminar a lo largo del inmenso parque. Yo continuaba leyendo a Camus. Camus ha sido uno de los escritores de mi preferencia por la facilidad en el uso de la lengua, la claridad y precisión de expresión y los contenidos de las misma. Recordaba en aquel momento los parques de mi patria, la gente de mi patria y concluía que aun cuando diferentes en tamaño y formación los parques del mundo son todos iguales, tienen alma y son tan acogedores por guardar la sonrisa del tiempo y el silbo del viento. Los ladrones que tan a menudo aparecen en los rotativos de aquel país fueron inexistentes para mi ya que aun cuando era visitante cotidiano jamás fui molestado por nadie mucho menos asaltado y al contrario encontré amores espontáneos y a fugaces y amigos que guardo en mi memoria.
 


 Cansado un poco de estar sentado decidí ir por una caminata a la orilla de aquel inmenso río del cual una vez mi amada madre dijo que “ese no es río hijo, es el mar”, acostumbrada la pobre a ver las quebradas agonizantes de nuestra patria. Mi madre contemplaba esa vez miles de maderos coníferos que solitarios navegaban a lo largo de la  corriente Mira que bonito –expresó-, como esta gente aprovecha todo, por eso es que son ricos –me dijo-. Cuando iba llegando al Jardín de los ancianos pude ver que mi amigo dormía debajo de un pequeño árbol de lilas. Metido en su bolsa de dormir y con su trago escondido,  el anciano dormía con una sonrisa de plena felicidad.
 
Nadie lo veía, nadie lo molestaba. Se había encontrado aquel lugar que era algo como su hogar campestre durante el tiempo de clima humano. Continué mi marcha y comencé a admirar el puñado de gente haciendo ejercicios, corriendo y los barquitos turísticos llevando y trayendo gente a lo largo de las aguas azules del río. La tarde llegó con una brisa fresca, más helada que fresca y ya pensando en marcharme hacia mi pequeño apartamento,  decidí echarle una mirada al anciano . Dormía profundamente. Debajo del árbol ya era de noche. La estrella polar iluminaba el cielo ártico. Marché hacia mi casa y de noche soñé con el anciano.
 
  El día siguiente no teniendo que hacer decidí ir al parque de nuevo y lo primero que hice fue ir a visitar a mi amigo. No estaba en el lecho, sólo su bolsa de dormir yacía debajo del árbol. Caminé hacia la banca y lo vi venir de nuevo con su botella de vino rosa y con sus tres emparedados mañaneros. Me saludό con una sonrisa de satisfacción y comenzamos una conversación que jamás olvidaré: anoche -expresó-,  no dormí solitario,  los conejos y los perros de pradera cuidaron de mi y amanecí por obra de Dios rodeado de pájaros cantando su himno matinal.
 


  Cientos de gaviotas chillaban a lo largo del parque. Centenares de patos picoteaban las profusas aguas de aquel inmenso río que muchos siglos antes había sido la ruta permanente de viajeros indios y que años después seria recorrido por navegantes europeos en búsqueda de una ruta para su mercadeo de pieles. El viejo me dijo que se llamaba Frank; pero que podía llamarle como yo deseara ya que el mismo se auto nombraba mar, pradera, montaña, oso polar, capitán o el nombre que llegara a su cabeza. Así que decidí llamarle  “Mountain Eagle” y “ Frank Park”.  Los dos nombres no sólo le parecieron adecuados, sino que le gustaron. Le pregunté que si tenía familia. Mi familia -dijo sonriendo- son los ríos, los árboles, los animales, el mar y el cielo, los hombres y mujeres de buena voluntad. En ese momento un perro sin dueño pasaba frente a nosotros, Frank lo llamó y el animal como si fuesen viejos amigos se fue a posar a su lado, lo mismo sucedía con los pichones, los comenzaba a llamar y al poco rato se convertía en un árbol de pájaros. Los animales -decía-, tienen buen entendimiento y saben distinguir entre los buenos y los malos. Yo nunca he hecho mal a nadie,  al contrario; cuido de los animales y la plantas, de las aguas y las rocas ya que en este mundo todo tiene una razón de ser, ninguna presencia es fortuita y se fue alejando con dirección al pueblo.
 
En aquel momento saque mi cuaderno y fui apuntando todas las impresiones que aquel anciano me causaba. Me relató un sin número de experiencias de las grandes montañas del norte,  me habló de como los castores le habían enseñado a sobrevivir los fríos y solitarios inviernos, me habló de los aborígenes y su sabio sistema de vida, del balance de la naturaleza y sus primeros habitantes, de osos blancos y osos grises, de las inmensas manadas de búfalos y ríos repletos de salmones, de zorras doradas y tigres blancos y de millares de focas y leones marinos durmiendo felices en las inmensas playas. De todo me habló el anciano y más que todo,  como alcanzar la felicidad en la vida con lo poco que se tiene, me dijo que durante su juventud y parte de su vejez se había dedicado a tallar en madera y roca y que muchos de sus trabajos se encontraban en museos de la nación, me dijo que el tenia derecho a su pensión de vejez y  estatal por su tiempo de trabajo; pero que nunca había aceptado  ayuda alguna y que durante el invierno aun tallaba para una casa que le tomaba todo su producto y cazaba para guardar alimento para toda la temporada.
 
 Un momento después volvía sonriente con sus dos botellas de vino rosa y sus dos emparedados que a diario y a toda hora le proporcionaban las monjitas descalzas del convento vecino del parque. Me hablaba de ellas y me decía que eran unas santas que ayudaban a todo quien lo necesitara y que una vez muchos años atrás había tallado para ellas un nacimiento y la estatua de San Juan Bautista que está a la entrada del convento; pero que no era por ello que lo alimentaban,  sino porque ellas eran bendecidas al alimentar a los ancianos y ancianas que visitaban el parque.
 De nuevo llegó la tarde y nos dijimos adiós con la promesa de vernos el siguiente día o cuando fuera posible.
 
   Cuando llegué a casa tenía la imagen del anciano grabada en mi mente y escribí un poco sobre la existencia. Vives para ti y lo que otros digan o piensen al respecto jamás deberá entorpecer tu forma de vivir, no juzgar por lo que ves, jamás hacer daño a nadie, me dictaba mi conciencia.
 
 Pasó el otoño y llego el invierno. El veinticuatro de diciembre leyendo el diario local un artículo y una fotografía llamaron mi atención. El artículo relataba sobre un anciano encontrado muerto en el parque nevado y bueno los detalles indicaban que era el lugar donde por última vez había visto y platicado con Frank Eagle. Agarré el bus y me fui inmediatamente y cierto, era mi amigo  del alma quien yacía con sus ojitos azules aun abiertos mirando la llegada del invierno.
 
Mi amigo no era en parte lo que me había  dicho que era. En realidad era un botanista retirado con el mal de amnesia que según el periódico se había echado a la perdición del alcohol. Al leer dicha información no me quedó más que desmentir para mi mismo dicha información.
 
I AM THE NEW FRANK EAGLE,  SAID TO MYSELF.

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