(Un artículo de ANTIMPERIALISTA) Desde un primer momento, fuimos muchos los que, ante el alborozo general, decidimos denunciar las revueltas de Túnez y Egipto, acaecidas en los primeros meses del año 2011, y que consiguieron desalojar del poder a Ben Ali y Hosni Mubarak respectivamente, como parte de un proceso de injerencia imperialista en la región norteafricana.
Multitud de pruebas nos hicieron llegar a esta conclusión: las convocatorias de las protestas a través de Facebook y Twitter (ideados y creados por la CIA); el uso de eslóganes y logotipos utilizados anteriormente en otros procesos injerencistas; el apoyo incondicional de los medios de comunicación occidentales a las protestas; la participación de líderes opositores vinculados con la National Endowment for Democracy y la Freedom House (históricas pantallas de la CIA para desestabilizar gobiernos); por no hablar de las denuncias iniciales de Gadafi, quien dijo, desde el principio, que las revueltas en Túnez y Egipto estaban siendo agitadas y manipuladas por agentes del Mossad y otros servicios secretos occidentales.
Debido a nuestra denuncia, rápidamente, supuestos militantes e intelectuales antiimperialistas (especialmente de ideología anarquista y troskista) se nos echaron encima, descalificando nuestros argumentos mediante un discurso dogmático y simplista, más propio de la inquisición que de personas que presumen de usar la dialéctica marxista para analizar la realidad política contemporánea.
Desgraciadamente y muy a nuestro pesar (ya nos hubiera gustado que las revueltas de Túnez y Egipto hubieran llevado al poder a líderes verdaderamente populares y revolucionarios), la caída de Ben Ali y Mubarak ha sido de gran ayuda para el desarrollo de uno de los principales planes del Imperio en la región, es decir, la desestabilización del noveno mayor productor de petróleo del mundo, Libia.
Es innegable que el gobierno de Ben Ali, en Túnez, y el de Mubarak, en Egipto, estaban fuertemente supeditados a los intereses de occidente; pero lo que tampoco se puede negar es, que tanto uno como otro, mantenían unas estrechas y amistosas relaciones diplomáticas con la vecina Libia, lo cual hubiera dificultado los planes imperialistas contra este país, mientras dichos gobernantes continuaran ostentando el poder.
Depuestos éstos, el imperialismo no sólo contaría, a partir de entonces, con dos gobiernos aún más supeditados a sus intereses, sino que además conseguía hacerse con dos posiciones geoestratégicas claves (Túnez al oeste y Egipto al este), desde donde lanzar operaciones militares encubiertas contra Libia, y abastecer a la oposición armada, como así ha sido.
Aún son muchos los que quieren seguir creyendo que las revueltas de Túnez y Egipto tuvieron un carácter original e independiente, pero en política no existen coincidencias, y en geopolítica mucho menos, y lo sucedido en el norte de África, en los primeros meses del 2011, no es más que una jugada más de aquéllos que conciben el mundo como un simple tablero de ajedrez, y a los seres humanos como peones, condenados a ser sacrificados en primer lugar.
Seguir creyendo que el Imperio no tuvo nada que ver en el surgimiento y desarrollo de las protestas tunecina y egipcia sólo servirá para que la próxima vez, muchos antiimperialistas vuelvan a cometer el mismo error, y encubran, con su apoyo masivo, lo que son proyectos puramente imperialistas (Proyecto Democracia y Proyecto para un Gran Oriente Medio, destinados a renovar los títeres del Imperio en el Norte de África y Oriente Medio).
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