Ya tenía bien preparada la tierra, los surcos bien hechos, la tierra húmeda como mujer amante esperando ser fertilizada. Se sentó un rato bebió de su tecomate el agua cristalina que había recogido del nacimiento en camino hacia la parcela. Se sentía feliz, sus ojos brillaban de dicha alegría, bailaba el ritual de la esperanza y besaba la tierra con el mismo amor que el padre besa al hijo. Un hombre blanco que pasaba se puso a mirarlo y sonriendo dijo: ese Indio hijo de la chingada está loco.
Juan Tecomasucho siguió en su labor de amor y de esperanza y comenzó a monologar como si estuviera seguro de tener una buena cosecha: siembro esperanzas, siembro la revolución, siembro para todos, siembro para mis hijos y tus hijos, siembro para los que no siembran, siembro para los que no pueden sembrar, siembro para todos y echaba a bailar de nuevo sacando sonido de una vieja lata donde guardaba la semilla.
En ese momento pasaba otro aborigen y le dijo: que siembras Juan y Tecomasucho le respondió lo mismo: siembro esperanzas, siembro amor, siembro revolución, siembro para todos, siembro para mis hijos y tus hijos, siembro para los que no siembran, siembro para los que no pueden sembrar. Te ayudo a sembrar y los dos se pusieron a sembrar.
La escena se repitió todo el día hasta que en el atardecer el baile se había hecho comunal y la siembra se había generalizado, ya no decían siembro, sino sembramos. En ese momento apareció el hombre blanco con un montón de uniformados y sin mediar pregunta alguna comenzaron a disparar hasta que ninguno de los sembradores quedara vivo, sin embargo, el eco repetía: sembramos la revolución, sembramos amor, sembramos para tus hijos y nuestros hijos, sembramos por los que no siembran y por los que no pueden sembrar y la siembra se desarrolló fuerte y frondosa de tal manera que ni los huracanes pudieron detener la cosecha.
Paul
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