Bucarest tiene fama de ciudad fea. No seré yo quien dedique mi vida a combatir esa opinión, pero sí que me gustaría hacer algunas matizaciones. Desde luego Bucarest no tiene el encanto de Budapest, de Praga o de las grandes capitales del mundo; pero sí que tiene edificios muy bonitos -desperdigados y, en muchos casos, descuidados, eso sí-, y una historia lo suficientemente interesante como para que merezca la pena conocerla.
En sus comienzos, Bucarest era una ciudad de paso, en las rutas de oeste a este y de norte a sur. Una encrucijada en la que proliferaban las tabernas y las iglesias, fundamentalmente. Con la proclamación de Bucarest como capital de Valaquia en el siglo XVIII, comenzó uno de sus periodos de esplendor, que se tradujo en una creciente actividad comercial, sobre todo alrededor de la calle Lipscani (el nombre viene de los comerciantes de Leipzig que se instalaron en ella). De esta parte antigua, al norte del río Dambovita, queda bastante poco: terremotos, incendios y remodelaciones urbanas -sobre todo durante la época comunista y de Ceaucescu- han provocado que muchos de sus palacetes y edificios estén abandonados, en ruinas o a punto de caerse. De las antiguas posadas solo se conserva una (Hanul lui Manuc); el palacio del voivoda o príncipe de Valaquia está en proceso de restauración; lo que sí se conservan son varias iglesias ortodoxas pequeñas, preciosas, pintadas completamente por dentro, y en ocasiones también por fuera.
El siguiente periodo de esplendor y expansión de Bucarest comenzó con la independencia de Rumanía (1877), cuando la ciudad fue declarada capital del nuevo reino independiente. Tomando como modelo a París, la ciudad se desarrolló rápidamente hacia el norte, con grandes avenidas, zonas arboladas e incluso su propio “arco de triunfo” (mucho más pequeño que el de París, claro). Esta es la época en la que a Bucarest se la conocía como “el París del este” o “el pequeño París”, y en que la cultura y la arquitectura de la ciudad se situaron, modestamente, a la altura de otras capitales centroeuropeas.
Esta prosperidad y pujanza occidentalizante se rompió con la Segunda Guerra Mundial -los bombardeos en Rumanía fueron intensos-, y con la implantación del comunismo. Muchos de los edificios más elegantes de la burguesía rumana fueron abandonados, la población de la ciudad creció a marchas forzadas a causa de la creación de industria pesada, y se crearon los enormes y monótonos barrios al sur del río, llenos de bloques de pisos de cemento, todos iguales, todos grises. Durante el periodo de Ceaucescu, incendios y terremotos (el más importante, el de 1977), además de la política urbanística del régimen, destruyeron una buena parte de los edificios históricos del centro. En cambio, Ceaucescu ordenó la construcción de un edificio a la altura de su ego: el impresionante Palacio del Parlamento, el segundo edificio civil más grande del mundo, sólo superado por el Pentágono.
Después de la Revolución de 1989, Bucarest ha tenido sus luces y sus sombras: por una parte, se ha acometido un proceso de recuperación del casco histórico, que se espera que culmine en los próximos años; se han construido nuevos y modernos edificios -principalmente, bancos y hoteles- y se ha lavado la cara a algunos otros. Pero le sigue faltando, para que se convierta en una capital turística y comercial, un adecuado plan urbanístico que le dé cierta personalidad; recuperar algunos edificios magníficos hoy desaprovechados; y sobre todo hacer algo con el tráfico, que es un auténtico infierno, más por la agresividad de los conductores que por la propia cantidad de vehículos.
Valquiria
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