Fotо: RIA Novosti
En
un principio se pensó que había estallado el intercambiador del
reactor, no el reactor en sí. Pero en cuanto se conocieron las
dimensiones de la tragedia, en los despachos de Moscú quedó claro que la
única salvación para la población civil era que unos cuántos
profesionales y voluntarios se arrojasen a una muerte casi segura.
Muchos
de los llamados “liquidadores” (bomberos, pilotos, técnicos y soldados)
murieron al poco tiempo de participar en la limpieza y sellado de la
zona. Otros duraron años, aunque sufrieron secuelas. En este último
grupo de leyendas vivas estaba Nikolái Mélnik, que murió en España el
día 26 del mes pasado. Tenía leucemia, y los pulmones y los riñones le
castigaron hasta el último día de su existencia por su arrojado gesto.
Nacido
en los alrededores de Kiev en 1953, siempre tuvo el sueño de pilotar.
Logró ascender a piloto de pruebas para el fabricante de helicópteros
Kamov con tan solo veinticuatro años.
La
explosión del reactor número cuatro de la central de Chernóbil, una de
las peores catástrofes medioambientales de la historia, se vio empeorada
por el pobre diagnóstico inicial. Al pensar que el reactor no estaba
perdido todavía, se echaron millones de litros de agua y nitrógeno
líquido. Eso fue contraproducente, pues al entrar en contacto con el
núcleo, que se estaba fundiendo a dos mil grados, se generaron grandes
nubes que dispersaron la radiación por toda la zona.
Hacían
falta bomberos que apagasen los fuegos: todos soportaron las
radiaciones entre vómitos. Otros voluntarios desescombraron la zona y
levantaron un sarcófago para sellar el reactor, trabajando en turnos de
dos minutos que aun así eran demasiado largos. Las manos se bronceaban
en segundos, la radiación creaba un sabor metálico en la boca y la mente
quedaba confundida por los niveles registrados. Hubo que vaciar las
piscinas que habían recogido el agua contaminada, girando manualmente
varias llaves. Fueron en muchos casos tareas rudimentarias que
resultaron letales.
Pero
además eran necesarios pilotos que arrojasen plomo y boro sobre el
reactor. Esto hizo que el Gobierno ruso requiriese de los servicios de
Mélnik y otros profesionales. Con treinta y dos años debía volar sobre
el reactor número 4 de Chernóbil, que despedía una radiación diez veces
mayor a la permitida. No llevaba protección especial: y pasó cincuenta y
dos horas expuesto en esos meses de mayo a septiembre. Su más
importante misión fue la llamada “Operación Iglá”, en la que tuvo que
encajar una sonda de dieciocho metros de largo destinada a medir niveles
de radiación. El ingenio metálico colgaba de un gancho bajo su
helicóptero y debía soltarlo en un punto exacto sobre el reactor. Al
tercer intento lo hizo justo en el punto preciso “pese a que soplaba
mucho aire y la radiación era muy alta”, explica a La Voz de Rusia
Leo Nóvikov, compañero piloto de aquellos años que se libró de ir a
Chernóbil porque estaba en otro proyecto al norte de Rusia. Nóvikov
todavía recuerda los nombres de los hombres que acompañaban a Mélnik en
esos vuelos: Vladímir Káchenko a la navegación, Oleg Azárov como
operador y Yuri Kúbikov como ingeniero. “Todos están muertos”, añade
Névikov, que no se cansa de reivindicar la valentía de Mélnik.
Apenas
hubo testigos de su lucha. Un día después de la explosión mil autobuses
del Ejército aparecieron en Prípiat, la localidad cercana a la central,
y vaciaron en menos de un día la ciudad, de cerca de cincuenta mil
habitantes. Hoy en día sigue desierta.
“El
secretismo soviético que durante días quiso tapar la realidad del drama
fuera de sus fronteras también afectó a los liquidadores, pues muchos
no sabían a lo que se estaban enfrentando”, relata el investigador y
bloguero español Javier Ortega Figueiral.
Mélnik
quedó como memoria viva de esos meses de sacrificio en los que para
colmo murió su madre. Recibió muchas condecoraciones, pero las
compensaciones materiales no fueron “tan grandes como piensa la gente”,
dice Nóvikov. Logró pases para balnearios, pastillas baratas y una ayuda
para pagar su apartamento. Su heroísmo dio para poco más.
Tras
caer la URSS montó una empresa de mensajería. Y después, en 1995, se
mudó a España para trabajar apagando incendios forestales desde un
helicóptero. Sus compañeros en la empresa de Alicante le recuerdan como
una persona sencilla y "capaz de darlo todo" en condiciones adversas.
Leo Nóvikov, que lo había conocido en tiempos de la URSS, volvió a
coincidir con él en España apagando fuegos: un trabajo “de niños”, solía
repetir Mélnik. Todos en el trabajo sabían que su mala salud y la
muerte prematura de sus compañeros salvaron la vida de muchos europeos.
Por eso en el aire o en tierra, en todo momento Mélnik era “el héroe”
del día. Incluso cuando simplemente se fumaba en silencio el tabaco que
le habían prohibido los médicos: una osadía que, por todo lo vivido,
sabía que podía permitirse.
je/kg
Nota: Las opiniones expresadas por el autor no necesariamente coinciden con los puntos de vista de la redacción de La Voz de Rusia.
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