El golpe de
Estado en Egipto, entre otros efectos, ha levantado una polvareda en la
que es difícil distinguir las posiciones de unos y otros, hasta tal
punto se cruzan de manera promiscua y a veces delirante. Conviene, pues,
aclarar de qué y desde dónde estamos hablando. Hay un sector de la
izquierda que llamo “estalibán” que, siguiendo aquí a Bachar Al-Assad,
está a favor del golpe de Estado porque derriba una “dictadura
islamista” cómplice de Israel y los EEUU.
Hay otro sector, un
poco más consecuente, pero en la misma lógica complotista, que desconfió
desde el principio de las revoluciones árabes -a las que siempre negó
su condición de tales- y que condena ahora el golpe de Estado por la
misma razón: porque, según ellos, tanto esas revoluciones como este
golpe de Estado son maniobras de Israel y los EEUU para remodelar la
zona acomodándola -como se acomoda uno en un sillón- a sus intereses.
Con estas dos posiciones he discutido tanto que cualquier cosa que
añadiera ahora resultaría redundante. Tan sólo recordar que la
proliferación de “agendas” más o menos autónomas en la región (como
efecto de la resistencia criminal de Bachar Al-Assad y el conflicto
armado generado en Siria) invita a pensar, por ejemplo, que son los
saudíes, más que los estadounidenses, los que han derribado a Mursi de
su condición de primer presidente civil electo en la historia de Egipto.
Pero hay una tercera posición que está a favor del golpe de Estado
porque niega que se trate de un golpe de Estado. Es con ésta con la que
me interesa discutir ahora y ello por un motivo fundamental: porque es
la que defienden no sólo Arabia Saudí, EEUU, Marruecos, Jordania, la UE,
el Frente Nacional de Salvación egipcio, los salafistas, etc, sino
también todos aquellos grupos y personas con las que he compartido
trincheras (en relación con Siria, por ejemplo), en las que me he
apoyado, a las que respeto y que, además de valientes y comprometidas,
nutren las únicas fuerzas de izquierda en Egipto (los Socialistas
Revolucionarios o el movimiento 6 de abril) que quieren realmente una
revolución.
¿Cuáles son mis objeciones? Empecemos por enumerar, al contrario, los tres principios fundamentales que compartimos:
1.- En el mundo árabe ha habido -y hay- revoluciones cuyo efecto
fundamental hasta ahora es la toma de conciencia -y de cuerpo- de un
pueblo movilizado (eso que dice el título del último libro de Gilbert
Achcar: “achaab iurid”, “el pueblo
quiere ).
2.- Esa revolución es un proceso histórico de larga duración; hay que darle tiempo (en torno, pongamos, a 15 años).
3.- Todos los procesos revolucionarios están llenos de contradicciones.
El problema no está en cada una de estas tres frases por separado sino
en el modo en que estos sectores de la izquierda articulan las tres en
el caso egipcio a partir de un fenómeno puramente numérico: la
acumulación en Tahrir de cuerpos que no habían movilizado ellos. Porque,
a partir de esos muchos millones concentrados y justificadamente
indignados, ese sector de la izquierda subordina de la manera siguiente
los principios arriba enunciados: “Porque el pueblo
quiere, dentro de quince años y a través de muchas contradicciones... vamos a ganar”.
Podríamos decir que esta es una versión “homeopática” de Hegel; o una
versión “en rodajas” de Hegel. Simplificando mucho, Hegel concebía la
historia como un impulso que, tras un largo proceso de
“contradicciones”, se encontraba a sí mismo, colmado y completo, en el
último disgusto. En ese proceso nada sobraba -ni guerras ni heridas ni
dolores- porque todo contribuía a los fuegos de artificio que coronaban
la fiesta. Aún más, se podría afirmar que, con arreglo a la doctrina
hegeliana “las guerras, las heridas y los dolores” anuncian la victoria
final.
Esa es la visión implícita en el entusiasmo de esos
revolucionarios de Tahrir que no se engañan ni sobre el ejército ni
sobre El- Baredei ni sobre los
fulul de la dictadura, pero que
consideran un “paso” revolucionario el derrocamiento de Mursi por parte
de las fuerzas armadas. Sencillamente creen que el
querer del
pueblo es irresistible e invencible, mientras haya gente en la plaza, y
ello a pesar de que la historia demuestra exactamente lo contrario.
Creen además que basta con
darle tiempo, como si fuese el tiempo
mismo -y no la organización, la estrategia y la relación de fuerzas- el
que asegura su victoria. Y creen asimismo que cualquier cosa adversa que
ocurra, mientras haya gente en la plaza, es en realidad una “cosa
buena”, una “contradicción” que, como en Hegel, sirve secretamente a su
causa y confirma el triunfo -dentro de quince años- de la revolución.
El problema es que los pueblos no siempre vencen; de hecho, casi
siempre pierden. El problema es que el tiempo no piensa ni trabaja,
sencillamente
pasa; el problema, sobre todo, es que una
intervención del ejército no es una “contradicción” del proceso
revolucionario: ¡es una contrarrevolución! Si hace falta tiempo, como yo
creo, no es porque haya que esperar “el juicio de la Historia” o porque
no tengamos suficientes “contradicciones” sino porque todavía no
tenemos suficiente organización ni suficiente programa ni suficiente
apoyo. El problema del tiempo, en efecto, es que está lleno de otras
organizaciones, otras estrategias y otros programas que no se limitan a
“contradecir” los nuestros sino que, desgraciadamente, pueden vencerlos.
Mientras nos damos tiempo, habrá que medir las fuerzas, tomar
decisiones y calcular los efectos -¡y los muertos!- que esas decisiones
introducen en el tiempo “lleno” de la historia cotidiana.
Se
puede decir que siempre hay un factor imprevisible, pero apostar por ese
factor imprevisible cuando los previsibles son tantos y tan
contundentes parece -así lo he escrito- un suicidio. Hay cosas
previsibles: si se deja caer un vaso de cristal al suelo, se rompe. No
podemos pretender que basta con que el vaso sea lanzado al suelo por 22
millones de personas (incluso en la hipótesis de la autoridad última de
las cifras y olvidando los millones movilizados por los HHMM) para que
el vaso no sólo no se rompa sino que además se llene de agua. El vaso se
está rompiendo. Las matanzas de partidarios de Mursi, la imposibilidad
del ejército para poner de acuerdo a sus propios partidarios, el
surgimiento de nuevos grupos yihadistas, el enfrentamiento civil, las
detenciones, la censura, todo obliga a pensar que no hemos ganado nada
-sino al contrario- con el derrocamiento de los HHMM. En abstracto era
deseable; en concreto es una derrota de la que será difícil recuperarse.
Claro que no está todo dicho, que es imposible saber qué
pasará en los próximos quince años, que las sorpresas -cuando hay un
pueblo movilizado- son siempre posibles. Pero mientras
nos damos tiempo
y aguardamos la eclosión primaveral de todas esas semillas
imprevisibles, yo quisiera preguntar a los compañeros de Socialistas
Revolucionarios y del Movimiento 6 de abril (y a los que se entusiasman
con ellos desde otros países): ¿cuál es el plan para
esta tarde ?
¿Quedarse en casa viendo las imágenes de la gloriosa revolución del 30
de junio? ¿Salir a la calle a cazar islamistas al lado del ejército y la
Guardia Nacional Republicana? ¿Manifestarse en otro lado contra el
ejército y contra Mursi al mismo tiempo? ¿Apoyar el así llamado
“gobierno de transición” decidido por los militares, el Frente Nacional y
los salafistas? ¿Pedir la liberación de los detenidos, condenar las
matanzas, solidarizarse con las víctimas? ¿Cuál es el programa
para hoy ?
Una primera respuesta a estas preguntas la da en un reciente artículo
Sameh Naguib, miembro de los Socialistas Revolucionarios de Egipto. Tras
reconocer que “el dilema de la revolución egipcia hoy reside en la
debilidad política de las fuerzas revolucionarias que defienden la
exigencia de continuar la revolución y su núcleo de demandas sociales”
añade que “corresponde a las fuerzas revolucionarias de hoy el unificar
sus filas y presentarse como una alternativa revolucionaria convincente
para las masas. Una alternativa a las fuerzas liberales, que están en
ascenso hoy sobre los hombros de los militares, y a las fuerzas del
Islam político, que han dominado durante décadas sobre amplias franjas
de la población. Debemos crear un púlpito para unir a la lucha económica
y social a los trabajadores y trabajadoras, a las personas pobres, a
todos los sectores oprimidos de la sociedad”. Naguib reconoce, pues, que
sus fuerzas son pequeñas y que la mayor parte del pueblo no está
"convencido" y que el programa consiste, por tanto, en unir, ampliar y
convencer. La pregunta es si ese “programa” -muy parecido al de la
Europa dominada, incluso popularmente, por la derecha- es más realizable
ahora, tras haber derrocado mediante el ejército a un gobierno electo
que representaba en buena parte a esos “sectores oprimidos de la
sociedad”. No parece que un golpe de Estado anti-islamista, fuente más
que probable de una guerra civil o de una dictadura represiva (que
legitimará aún más la “resistencia islámica”) sea la mejor manera, ni
establezca las condiciones más propicias, para granjearse la voluntad de
la mayoría popular que, fuera de los barrios de clase media de El Cairo
o Alejandría, se identifica con alguna de las versiones -HHMM o
salafistas- del islam político.Y que sale también a la calle por
millones, ahora con más que justificada indignación.
Porque
creo que la cuestión que sigue sin resolver la izquierda es ésta: el
anti-islamismo. Hay dos posibilidades: o se insiste en que el
totalitarismo está inscrito en el código genético del islamismo y
entonces se apuesta por una interminable guerra de exterminio (al lado
de cualquier aliado coyuntural, ejércitos fascistas o fuerzas armadas
colonialistas, como sostiene Samir Amin) o se pone a prueba la hipótesis
de que también el islamismo contiene “puntos de ruptura epistemológica”
(como diría Al-Jabiri siguiendo a Bachelard y Althusser) y se intenta
desplazar hacia la izquierda ese “macizo cultural” (islamista e islámico
en general) sin el cual no puede hacerse ninguna revolución. No creo
que haya más alternativas por el momento, la verdad. Las dos tienen
riesgos, pero me parece evidente que los de la primera son mucho
mayores. Nos guste o no, piense lo que piense el grupo reducido de los
Socialistas Revolucionarios, el derrocamiento militar de Mursi, y el
descarrilamiento de la frágil “transición democrática” apuesta
claramente por “la guerra interminable de exterminio”. No hay ahí nada
“novedoso” ni “revolucionario”: es la solución clásica que tan nefastos
resultados ha dado. La Historia ya emitió su juicio sobre esa tentativa
(y los pueblos, con los islamistas que forman parte de él, se rebelaron
en 2011 contra ella).
Por eso me preocupa mucho que el “modelo
egipcio” se extienda además a otros países y vuelva ahora a los lugares
donde nacieron, hace dos años y medio, las intifadas árabes. Un efecto
de ida y vuelta en el que viajaron las revoluciones y vuelven las
contrarrevoluciones. Hay algo no sólo temerario sino oportunista y ciego
en la tentativa del Frente Popular tunecino (nuestros referentes en
este país donde vivo) de apostar por el atajo egipcio... hacia el
abismo. El comunicado de la izquierda tunecina en apoyo del golpe de
Estado, en todo semejante al de la derecha, no cita ni una sola vez al
ejército y habla de un “novedosísimo procedimiento de democracia
directa” que habría que aplicar también en Túnez para disolver la
Asamblea Constituyente que ellos mismos reivindicaron en la Qasba,
formar un gobierno de transición que excluya a Nahda y nombrar un
“consejo de sabios” encargado de redactar una nueva constitución (bajo
el supuesto más bien teológico de que un “consejo de sabios” es siempre
más democrático que una asamblea elegida en elecciones libres y
transparentes). Pero hay que decir la verdad sin tapujos. Ese
“procedimiento novedosísimo de democracia directa” (automática, diría
yo) es de los más antiguos del mundo y se llama “¡a mí la Legión!”. Es
ése precisamente el modelo que aplicaron en esta zona del planeta las
dictaduras contra las que se levantaron los pueblos hace dos años.
Agradezco, en todo caso, a Brais Fernández (
http://rebelion.org/noticia.php?id=170837), David Karvala (
http://rebelion.org/noticia.php?id=170772) y a Gilbert Achcar, del que tanto he aprendido, (
http://npa2009.org/node/38061)
sus reflexiones, que no pueden ser descartadas a la ligera. Sólo una
aclaración. Cada vez que los “estalibanes” me llaman “trotskysta” me
siento honrado y casi condecorado, pero no me identifico con Trotsky, al
que confieso -con vergüenza- haber leído muy poco y algunas de cuyas
tesis me inspiran muchas reservas. Si soy trotskista, lo soy, pues, sin
saberlo y, desde luego, de manera también “heterodoxa”.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.