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Campo de refugiados de Aida. Belén, Cisjordania ocupada. Soy una activista de derechos humanos. He trabajado en este campo desde la dictadura de mi país, Uruguay, hasta Chiapas después del alzamiento zapatista. Desde hace dos años estoy dedicada a la causa palestina, haciendo observación y acompañamiento internacional durante algunos períodos al año. He vivido en la aldea más pequeña del norte de Cisjordania (Yanun, cerca de Nablus), en la Ciudad Vieja de Hebrón (la ciudad cisjordana más grande, en el Sur), y ahora estoy en el pueblo de Belén (a 10 kilómetros de Jerusalén, pero totalmente desconectado de ella por el Muro de apartheid).
Algunas personas me han preguntado por qué a estas alturas de mi vida he decidido volcarme totalmente a la causa palestina. Si yo hiciera la pregunta, la formularía al revés: ¿por qué tan tarde? Pero ya que Desinformémonos me ha invitado a colaborar regularmente con la revista, puede ser una buena oportunidad para intentar responder la pregunta, a modo de introducción a esta colaboración.
El drama del pueblo palestino (un pueblo indígena, originario o nativo de esta tierra) despojado de su territorio y sus derechos elementales por el proyecto sionista de colonización y limpieza étnica sintetiza, para mí, las luchas a las que dediqué mi vida durante 30 años: la libertad de los presos políticos y el fin de la impunidad de las violaciones a los derechos humanos; la resistencia a la militarización y el imperialismo; el apoyo a los pueblos indígenas o campesinos en su defensa de la tierra, el territorio, el agua y los bienes naturales contra el modelo depredador capitalista y neocolonialista; las mujeres como cuidadoras de la vida contra todas las formas de violencia patriarcal, económica y militar.
En estos dos años he intentado –a través de mi blog, artículos, entrevistas radiales e infinidad de charlas y presentaciones públicas- dar a conocer y sobre todo hacer entender la realidad palestina en mi continente, América Latina; donde –estoy convencida- todavía no se la entiende.
La teoría de los dos demonios en Medio Oriente
Como latinoamericana del Cono Sur, encuentro otra similitud entre la tragedia palestina y lo que vivimos en nuestra región. Durante más de 30 años lxs defensorxs de Derechos Humanos nos pasamos refutando la teoría de “los dos demonios”, e intentando explicarle al mundo y a nuestra propia sociedad que los crímenes masivos cometidos por los militares no eran producto de una guerra donde se habían enfrentado dos bandos armados, sino de un sistema de aniquilación de la sociedad civil, planeado y ejecutado desde la institucionalidad del aparato estatal, al que llamamos “terrorismo de Estado”.
La analogía no podría ser más adecuada para explicar la verdadera naturaleza del “conflicto” palestino-israelí. Los medios de comunicación occidentales lo han presentado siempre como una guerra entre dos bandos igualmente responsables por la violencia y la incapacidad de alcanzar una solución negociada (y eso en el mejor de los casos, cuando no se carga todo el peso sobre la “intransigencia” de los palestinos). Esta falsa simetría suele ir reforzada por la imagen estereotipada de los palestinos como terroristas con la cara cubierta y el torso envuelto en explosivos, o con un arma automática en la mano. No pocos intentan incluso presentarlo como un conflicto civilizatorio entre Oriente y Occidente, o hasta religioso entre Islam y el mundo Judeo-cristiano.[1]
Sin embargo, no hay nada más asimétrico que las dos partes enfrentadas en este largo conflicto, ya que nunca se puede equiparar al oprimido con el opresor (al ocupado con el ocupante, en este caso), ni atribuirles la misma responsabilidad. De un lado tenemos a un país del Primer Mundo, con todos los recursos bélicos imaginables, y del otro a un pueblo en su inmensa mayoría desarmado, perseguido y acorralado, que se aferra con uñas y dientes a la tierra de la cual quieren expulsarlo, y la defiende lanzando piedras a los tanques. No en vano las víctimas palestinas son cuatro veces más que las israelíes.
Mientras Israel tiene como aliado incondicional a la potencia más poderosa del mundo (de la cual recibe anualmente dos mil millones de dólares en ayuda militar) y es él mismo la cuarta potencia nuclear del mundo, tiene un sitio en la ONU y una economía que es tres veces la de todos los países vecinos juntos (incluido Egipto), y domina la narrativa en la opinión pública mundial presentándose como la víctima, los palestinos no tienen un sitio pleno en la ONU, no tuvieron nunca un ejército (ni mucho menos armas sofisticadas), tienen una economía totalmente subordinada y 50 veces inferior a la de Israel, y hoy disponen de apenas un 12 por ciento de lo que era su territorio original, la Palestina histórica (mientras Israel mantiene el control absoluto sobre sus fronteras terrestres, su espacio aéreo y marítimo y sus ondas de telecomunicaciones).[2]
Pero por encima de toda la información y los análisis que he intentado elaborar, traducir y compartir, desde que pisé esta “Tierra Santa” (una expresión convencional que me gusta usar en el mismo sentido que los tsotsiles de Acteal hablan de “tierra sagrada de los mártires”) mi principal obsesión ha sido romper los estereotipos fabricados por la maquinaria de propaganda mentirosa israelí (hasbara) y sus cómplices occidentales, y dar a conocer a un pueblo profundamente cálido, comunicativo, amigable, increíblemente paciente y pacífico. Tanto, que al ser testigo directo del infierno en que Israel ha convertido su vida cotidiana hasta en los más mínimos detalles, una no termina de asombrarse que en más de seis décadas haya habido tan pocos atentados suicidas, que la resistencia armada sea tan minoritaria (hoy en día, reducida exclusivamente a Gaza), y que la inmensa mayoría de los palestinos jamás haya usado un arma.
Quienes hemos pisado esta tierra coincidimos en afirmar sin duda alguna que el palestino es el pueblo más hospitalario y generoso del mundo. En cualquier comunidad palestina -urbana o rural, pequeña o grande- la experiencia para cualquier persona que llega del extranjero es la misma: ser bienvenida, agasajada, acogida, cuidada y protegida. Lxs mismxs activistas israelíes lo experimentan cuando vienen a acompañar las ocupaciones, manifestaciones semanales y otras actividades totalmente pacíficas, que son sistemática y violentamente reprimidas por las fuerzas de ocupación.
Vida y muerte en un campo de refugiados
Mi actual lugar de residencia es el campo de refugiados de Aida, uno de los tres que hay en Belén. Para quienes no saben, los campos de refugiados (hay muchísimos en Gaza y en Cisjordania) son asentamientos que se formaron con población expulsada de sus aldeas, pueblos y ciudades de origen cuando las fuerzas sionistas en 1948 y en 1967 realizaron campañas de limpieza étnica para apropiarse del territorio palestino y crear el Estado de Israel primero, y expandir la ocupación después (eso significa que la mayoría de sus habitantes fueron desplazados y convertidos en refugiados dos veces).
Actualmente los campos de refugiados son lo más parecido a una favela brasileña, una barriada de Caracas o un pueblo joven de Lima. Se caracterizan por la pobreza, la precariedad y sobre todo el hacinamiento: debido a la alta tasa de natalidad palestina, las familias van sumando generaciones en la misma vivienda, construyendo una planta encima de la otra o amontonándose en la misma superficie. El espacio público y el planeamiento son inexistentes, los servicios básicos son precarios, y las oportunidades de desarrollo humano mínimas. No obstante, en todos los campos existe una organización dinámica en torno a instituciones que ofrecen actividades educativas, culturales y recreativas (teatro, danza, deporte, talleres, etc.). Una de las vertientes más fuertes de trabajo es la afirmación de la identidad cultural y la memoria colectiva sobre el derecho al retorno a los lugares de donde fueron expulsados durante la Naqba[3]. Por eso las familias guardan las llaves de las casas que fueron obligadas a abandonar y las transmiten de generación en generación. Esas llaves son un componente simbólico poderoso en las artes plásticas, los murales, las danzas y los diseños textiles, y a menudo la entrada de los campos de refugiados está decorada con una enorme llave.
Los muhayyamiin (su nombre en árabe) son también los lugares más politizados y combativos, y por lo mismo, blanco favorito de las fuerzas de ocupación. La semana pasada hubo incidentes en Aida durante cuatro días seguidos. Los “incidentes” no son, como podría pensar un lector desprevenido, enfrentamientos armados entre palestinos y soldados israelíes; son incursiones de las fuerzas de ocupación para reprimir, arrestar e incluso herir o matar a los jóvenes, cuyo delito consiste exclusivamente en tirar piedras contra el Muro que rodea al campo, o –los más intrépidos- tratar de escalarlo para poner en lo alto una bandera palestina. Acciones inofensivas que no comprometen en absoluto la invulnerable seguridad israelí; quizás sí temerarias, considerando que enfrentan a un enemigo sanguinario e implacable, pero totalmente comprensibles cuando esos jóvenes están sometidos a una vida de humillación y abusos cotidianos, sin libertad, sin trabajo, sin perspectivas de futuro, sin poder aspirar a una vida mínimamente normal, y experimentando a diario cómo su dignidad masculina es negada y pisoteada. Se trata de un juego perverso, mortífero y reiterado, donde los muertos siempre los ponen los palestinos, y jamás los soldados.
Algo que diferencia radicalmente a los muhayyamiin de nuestras barriadas populares es la ausencia de delincuencia y los males asociados (drogadicción, alcoholismo, etcétera). El palestino es un pueblo profundamente religioso (musulmán en su mayoría), con una moral muy estricta, donde las actividades criminales se asocian a la colaboración con Israel y se castigan con severidad. Efectivamente, el poder ocupante está siempre intentando corromper a los jóvenes para destruir o debilitar el tejido social; y en algunos lugares concretos parece estar haciendo progresos alarmantes, como la periferia de Jerusalén (donde la policía palestina no pueden entrar, y la israelí deliberadamente la ha convertido en tierra de nadie).
No obstante, aquí –como en casi toda Palestina- yo puedo caminar con total tranquilidad a cualquier hora de la noche con mi cámara y mi laptop a la vista –incluso por los rincones más oscuros- sin el menor temor a ser asaltada. Si encuentro un grupo de muchachos en una esquina, sé que no hay nada que temer, sino al contrario: son guías que me indicarán amablemente cómo llegar a un lugar si no lo encuentro, e incluso me acompañarán hasta mi destino para que no me pierda, preguntándome de dónde soy y repitiendo varias veces “Ahlan wa sahlan” (“bienvenida”).
En mis dos primeros días en Aida, además de intercambiar sonrisas, saludos y frases elementales en “arabinglish” con niñxs, jóvenes, mujeres y comerciantes, experimenté la intensidad con que aquí se pasa abruptamente de la alegría al llanto, de la vida a la muerte y viceversa. La primera noche elmuhayyam era una fiesta: todo el mundo estaba en la calle para recibir a Shadi Abu Akar, liberado después de pasar diez años en las cárceles israelíes (un joven que no aparenta más de 30 años). Había banderas por todos lados, carteles y pasacalles con su rostro, guirnaldas de luces y banderitas palestinas, cantos combativos interminables, y por supuesto sillas para recibir a los invitados y ofrecerles café, refrescos, dulces y sándwiches. Aunque las mujeres se mantienen a distancia de este agasajo que suele estar reservado a los hombres, yo, que como extranjera pertenezco a un ‘tercer género’, fui bienvenida y agasajada con naturalidad. Incluso saludé dándole la mano al prisionero liberado, diciéndole que era de América Latina y que estaba feliz de participar de su bienvenida.
Pero la alegría duró poco: al día siguiente se anunció que Saleh Almerin, un adolescente de 15 años (único varón entre seis hijas) del vecino campo de refugiados de Al Azza, que había sido herido gravemente en la cabeza durante los incidentes de la semana pasada en Aida, acababa de morir. Estuve varias horas con la multitud a la entrada de Al Azza, en una noche gélida, esperando que trajeran el cuerpo de Saleh desde Jerusalén. Motazzem, otro adolescente de 17 años, amigo y vecino de Saleh, insistió en quedarse conmigo todo el tiempo, protegiéndome de los gases lacrimógenos que los soldados arrojaron a la gente cuando se concentraba para recibir al difunto (porque Israel no respeta ni a los muertos palestinos ni a sus deudos). “Es que en el fondo nos tienen miedo”- me dijo Mota-; “es la única forma que tienen de defenderse y de controlarnos”.
Desde un balcón de Al Azza asistí en vivo a una escena que tantas veces hemos visto por televisión: el cadáver del niño envuelto en la bandera palestina fue transportado por una multitud de hombres jóvenes en medio de gritos, cánticos y consignas. Las mujeres ululaban y lloraban, y algunos jóvenes amigos de Saleh –incluido mi acompañante- también. Con asombrosa velocidad el cortejo se dirigió caminando varias cuadras hasta el cementerio de Aida, en medio de la oscuridad de la noche sólo iluminada por una luna impávida. “Allah wakbar! Allah wakbar! Allah wakbar!” era el grito más fuerte y persistente, repetido también durante el rápido entierro. La multitud de los dos campos de refugiados era un solo grito de dolor, rabia, indignación e impotencia.
Al salir, una joven de la vecina Beit Jala a la que conozco, me dijo: “Tengo tanta rabia, tanto odio, tanta frustración, que hoy sería capaz de hacer cualquier cosa”. Los muchachos parecían sentir lo mismo, pues un grupo grande se dirigió hacia una de las torres de vigilancia del Muro (donde se apostan los soldados) y empezó a arrojarle piedras de tamaño considerable. La respuesta, como siempre, fue un desborde de gases lacrimógenos, granadas de estruendo y balas de goma forradas de acero.
Pero eso no fue todo: mientras esperábamos el cuerpo de Saleh, corrió la noticia de que otra joven de Belén había sido asesinada por los soldados israelíes ese mismo día. Después supimos los detalles: Lubna Hanash (21 años), estudiante avanzada de ciencias políticas y residente en la localidad contigua de Hindasa, perdió la vida cerca del campo de refugiados de Arroub (en el camino entre Belén y Hebrón). Según testigos sobrevivientes, tres soldados israelíes bajaron de un vehículo frente al centro universitario de Arroub y, sin mediar explicación, dispararon a un grupo de jóvenes. Lubna murió y otros dos están internados en estado crítico. La versión mentirosa de los soldados, desmentida tajantemente por una sobreviviente que fue herida en una mano, fue que los jóvenes estaban provocándolos con cócteles molotov.
Al día siguiente, de nuevo una multitud se concentró frente a Al Azza para salir en marcha de camiones hacia Hindasa, donde todavía tenía lugar el funeral de Lubna. De nuevo haciendo uso del privilegio de ser parte del tercer género, fui invitada por los muchachos a ir con ellos en uno de los minibuses. Llegamos al lugar donde todo estaba dispuesto con gran organización: sillas en fila, café, un toldo grande para proteger del frío, un estrado con micrófono y amplificación para los discursos, presidido por una gigantografía que reproducía el rostro de Lubna; y un público de deudos, vecinos y dignatarios exclusivamente masculino, porque en Palestina los funerales (igual que las bodas) se hacen en espacios separados para cada sexo.
Sin necesidad de pedirlo, un muchacho me hizo señas para que lo siguiera hasta el lugar donde estaban las mujeres, en la casa de Lubna, en cuya fachada lucía una enorme bandera palestina y otra gigantografía con su rostro sonriente. El ambiente allí era más privado, más cálido: las mujeres conversaban (no había discursos ni ceremonias), tomaban café, y también lloraban. Como siempre, me hicieron sentir bienvenida y acogida, las que podían hablaron conmigo en inglés, me presentaron a las hermanas de Lubna, e insistieron en llevarme con su madre. El corazón se me partió cuando abracé a esa mujer deshecha de dolor y la besé varias veces diciéndole entre lágrimas: “Allah iarjama”. Tomé algunas fotos –con el permiso de las mujeres-, pero no quise tomársela a la madre de Lubna: aun cuando podía ser un testimonio poderoso para el mundo, sentí que debía respetar la privacidad de un dolor tan profundo e insondable.
Llorar con las mujeres me hizo sentir aún más cerca de ellas. Mientras tomaba café y conversaba, una de ellas me preguntó (mientras otra traducía): “¿En tu país la gente sabe lo que nos hace Israel? ¿Por qué el mundo no hace nada por nosotros?”. Es la pregunta que escucho siempre a lo largo y ancho de Cisjordania, desde el Valle del Jordán hasta la periferia de Jerusalén, en las aldeas y en las ciudades, y que atraviesa mi corazón como una daga.
Cuando salí de la casa descubrí que los camiones ya habían regresado a Aida, pero no tuve la menor inquietud, porque antes de pensar cómo volver, los hombres del lugar se pusieron de acuerdo y uno de ellos me indicó que subiera al auto para traerme hasta la puerta del muhayyam. Incluso me regaló un poster que traía pegado en el auto con el rostro de Lubna, que me sonríe invencible desde el paraíso de su Dios mientras escribo estas líneas desconsoladas.
Tender puentes hacia América Latina
Yo no tengo una respuesta a las dolorosas preguntas de las palestinas. Lo único que puedo hacer es estar aquí, materializando mi solidaridad, acompañando su resistencia cotidiana cuando enfrentan a los soldados; cuando esperan interminablemente en un checkpoint para ir al hospital, a estudiar, a trabajar o a rezar; cuando los colonos violentos destruyen con total impunidad sus cultivos y sus olivos, matan sus animales y les roban su tierra y su agua; o simplemente llorando con ellas, como hoy.
De hecho este artículo iba a tener como tema la coyuntura política, ya que otra de mis obsesiones es hacerles entender a lxs activistas de América Latina que el tan mentado y flamante “Estado palestino” es una ficción, y que nuestra solidaridad tiene que apuntar en otra dirección que no sea la de celebrar y apoyar algo que no existe. La realidad es que lxs palestinxs sufren a diario un régimen racista de ocupación militar pura y dura, colonización territorial y apartheid jurídico; y eso no sólo no ha cambiado después del 29 de noviembre de 2012, sino que se ha agravado.
Nuestra tarea como colectivos, movimientos y redes latinoamericanos es pues unir fuerzas para boicotear, aislar, sancionar y deslegitimar al régimen colonialista y racista de Israel, con las mismas armas que la comunidad internacional apoyó la lucha sudafricana para derrotar al régimen de apartheid de ese país.
Es lo que nos están pidiendo las y los palestinos de todos los colores desde 2005, y lo que ya están haciendo –con resultados sorprendentemente importantes- en otras regiones del mundo. Pero ese será tema de un próximo artículo.(24/1/2013)
[1] Esto es particularmente enfatizado por las poderosas corrientes del cristianismo sionista, surgido en EEUU (donde sus recursos y su poder de incidencia política y mediática son muy similares a los AIPAC, el poderosísimo lobby sionista) pero presente en todo Occidente. No hay espacio en este artículo para profundizar en el fenómeno.
[2] Jeff Halper, Director del Comité Israelí contra las demoliciones de casas (ICAHD).
[3] Nakba significa en árabe “catástrofe” y designa el proceso de limpieza étnica por el que las fuerzas sionistas del naciente Estado de Israel destruyeron más de 500 aldeas, pueblos y ciudades, asesinaron a más de 100 mil personas y convirtieron en refugiadas a unas 800 mil personas, a las que hasta el día de hoy el estado de Israel les prohíbe regresar a su tierra.
Publicado el 28 de enero de 2013