Economía y Desarrollo de la Región de Coquimbo - Año XIV Nº 722 del 5 al 11 de Septiembre del 2009
TIEMPO DE CULTURA
"ARISTÓTELES Y RASPUTÍN"
Ana María Patrone Pereira, Narradora Uruguaya, Radicada en San Pablo Brasil
La puerta de hierro, negra, es demasiado pesada. Para lograr abrirla debemos hacer un esfuerzo grande. Parece que quisiera preservar las casas, celosamente y con todas sus fuerzas, del bullicio y la confusión de la calle Luis María Campos, en la ciudad de Buenos Aires .
Atravesamos el pequeño corredor que nos llevará al jardín. En él, los cuadrados blancos y negros del piso de mármol, se alternan, ordenadamente, como en un tablero de ajedrez.
Nuestros pasos, a medida que nos alejan del ruido de la calle, nos acercan al ayer y a un ambiente sorprendente, casi idílico.
Al jardín se ingresa por un sendero de ladrillos rojos gastados por el tiempo. Algunos árboles son más altos que las casas. El césped tiene la misma suavidad del terciopelo y aquí y allá se ven algunos arbustos florecidos. Los distintos tonos de verde, cortados por el anaranjado de algún jacinto y el amarillo de las madreselvas, se integran armoniosamente. El viejo paltero ha crecido tanto, que una de sus ramas se apoya, como un brazo cansado, sobre la ventana de una de las buhardillas.
Faroles de hierro, pintados de rojo lacre, iluminan la noche.
Rodean el jardín doce casas de auténtico estilo inglés. Seis de un lado y seis del otro, enfrentadas unas a las otras, mirándose impasibles, inmóviles, preservando la intimidad de la vida de sus dueños. Cada una tiene cuatro pisos, si consideramos también al sótano, al cual se accede por una empinada escalera de caracol. Las buhardillas, con sus ventanitas de techo a dos aguas, miran cándida y románticamente hacia el jardín.
Las únicas presencias inquietas son dos gatos siameses: Aristóteles y Rasputín, viejos compañeros de tejados. Aristóteles, de pelo blanco y negro, gordo y tranquilo. Rasputín, de color miel, ágil e inquieto. Los años de convivencia los fueron aproximando. Aristóteles se fue pareciendo a Rasputín y Rasputín a Aristóteles.
Quien entra, y comienza a atravesar el sendero de ladrillos rojos del jardín, lo primero que ve, son los ojos redondos de los gatos.
Una de las casas, cuyo número quisiera olvidar, tenía en el vestíbulo, bajo el arco de la entrada, una enorme maceta de azaleas de un rosa extraño.
El abedul estaba rodeado de geranios, de un rojo dramático, casi carmesí, y sus hojas doradas, se asomaban tímidamente a la ventana de la sala.
En esa casa vivía, hace algunos años, un señor alemán que adoraba la música de Wagner y que nunca pudo superar la nostalgia de su patria. Imposibilitado de regresar a Leipzig, su ciudad natal, decidió hacer un libro relatando la historia de algunos emigrantes alemanes en la Argentina. La realización del libro le consumía muchas horas del día y el resto de sus economías. Era común verlo escribir, al lado de la ventana del escritorio, la cabeza baja, envuelto en el humo del cigarro y teniendo como única compañía la música de Wagner, tan fuerte, que hacía estremecer las delicadas ramas del abedul.
Se fue alejando de la realidad en forma lenta, pero inexorable. Abandonó el sueño de encontrar un buen trabajo y definitivamente preso al laberinto del pasado, prefirió la dócil compañía de su antigua máquina de escribir y de sus óperas.
Fue creando cada página del libro con un cuidado excesivo, casi alucinado, eligiendo las mejores fotos de un baúl lleno de recuerdos, al cual recurría cada vez con más frecuencia. Aquel libro era su homenaje a la patria lejana y era también su excusa para vivir en el ayer.
En aquella época, las flores del jardín, se abrían a la vida al son de “Los Maestros Cantores de Nuremberg” y de “Tannhäuser”.
Fue en aquella época, también, que él comenzó a beber más que nunca.
Su esposa trabajaba en un escritorio de abogacía. Cuando ella salía de mañana, las ventanas de todas las casas estaban aún cerradas, y era tan temprano, que sólo Arsitóteles y Rasputín la observaban alejarse mientras se pasaba un peine de carey por la abundante cabellera rubia.
Regresaba del trabajo cada vez más tarde y el sonido metálico de la puerta de un auto que se cierra y arranca rápidamente, anunciaba su retorno. Instantes después sus zapatos de taco altísimo herían con su sonido áspero la quietud del jardín.
Al verla llegar, Aristóteles y Rasputín retrocedían, escondiéndose en la escalera de caracol de la casa número cuatro, detrás del cantero de azaleas blancas.
Escudriñando a través de las hojas y las flores, los ojos de los gatos, acompañaban todos sus movimientos, en forma tan implacable, que parecía una muda acusación.
Minutos después, fuertes gritos anunciaban violentas peleas. Todo el mundo cierra precipitadamente los postigos de madera y las ventanas. Ni la Cabalgata de las Walquirias, a todo volumen, logra disimular la violencia de una escena que se repetiría todas las noches.
Aristóteles y Rasputín, inmóviles y juntos, evitaban el menor movimiento, hasta que muy tarde en la noche, el silencio volvía al jardín y nuestros amigos retomaban sus costumbres, paseándose por los tejados, y mirando la luna allá arriba, allá lejos.
Cuando finalmente fue editado el libro, que era bellísimo, pero estaba dirigido a un público muy restringido, el disco de las Walquirias se había rayado y el autor había bebido tanta cerveza que ni se inmutó, cuando le dijeron que sólo había vendido tres ejemplares a sus antiguos compañeros del café.
Una cierta noche de verano, su esposa regresó más tarde que nunca. Los lazos de amor del sendero rozaron apenas el ruedo de su pollera azul.
Por primera vez, ni Aristóteles, ni Rasputín, la recibieron escondidos entre las plantas y amedrentados. Ubicados en el alféizar de la ventana del dormitorio de aquella casa, cuyo número quisiera olvidar, oían imperturbables los últimos acordes de “Tristán e Isolda”.
Los ojos de los gatos, otrora implacables y acusadores, estaban fijos en los ojos azules, definitivamente fijos del dueño de casa y en el hilo de sangre que salía de su sien, de un rojo tan dramático como el de los geranios que crecen junto al abedul.
Aristóteles desapareció en los tejados en el comienzo de la primavera de 1988 y Rasputín falleció en la madrugada del 4 de julio de 1996 en su almohadón preferido de la casa número 11, a la edad gatuna de 15 años que corresponden, aproximadamente, a 105 años de vida humana.