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31 enero 2014
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Ofrecemos un fragmento del libro Tania la guerrillera, y la epopeya suramericana del Che (Ocean Sur, 2007), a propósito del reciente fallecimiento de su autor, el combatiente y periodista cubano Ulises Estrada.Ulises Estrada ocupó diversos cargos en el Ministerio del Interior de Cuba, colaboró con el Che Guevara en su gesta internacionalista en el Congo, y con Amilcar Cabral en la lucha de liberación nacional en Guinea Bissau. Fue vicejefe del Departamento de América del Partido Comunista de Cuba, muy cercano al comandante Manuel Piñeiro y embajador en Jamaica, Yemen, Argelia y Mauritania.
Preparó a Tamara Bunke (1937- 1967), la mítica Tania, única mujer en la guerrilla del Che en Bolivia, con la que mantuvo profundos sentimientos de amor.
***
La proximidad de la salida clandestina de Tania hacia Bolivia me colocó en una aguda y entonces inconfesada contradicción. Por un parte, como Oficial Operativo, sentía una enorme e íntima satisfacción por haber cumplido mis compromisos políticos y profesionales con Piñeiro y con el Che. Gracias, entre otras cosas, a mi labor de coordinación de todos los calificados instructores que habían participado en su entrenamiento, así como a mi dirección y ayuda técnica y profesional, ella objetivamente se había convertido en una especialista en el trabajo clandestino con enormes potencialidades para cumplir diversas tareas vinculadas a las luchas por la liberación nacional y social que habían comenzado a librarse en diferentes países de América Latina.
Por otra, mi subconsciente comenzaba a calibrar la inquietud que seguramente me provocaría su salida de Cuba y los graves riesgos que ella tendría que encarar en el cumplimiento de sus indeclinables compromisos con el Che. Sobre todo, porque —según lo previsto— yo no podría correr su misma suerte (por el contrario, tendría que quedarme en La Habana, las más de las veces sentado tras un buró en lo que llamábamos “el Centro Principal”) y porque, a esas alturas, a ambos ya nos unían vínculos emotivos muy superiores a las relaciones habituales entre un jefe y su subordinada, entre un Oficial Operativo y “su agente” o, si se prefiere, entre un compañero y una compañera implicados en el cumplimiento de una misión internacionalista. De hecho, nuestra relación, luego de penetrar en las profundidades de una amistad sincera, paso a paso, y sin que casi nos diéramos cuenta, fue adentrándose en los sentimientos más caros y sinceros que pueden existir entre una mujer y un hombre.
Un imborrable recuerdo
En efecto, en los muchos momentos en que ambos permanecimos solos durante los largos meses que duró su entrenamiento, Tania —que era exigente al máximo consigo misma y que constantemente me prodigaba una enorme confianza personal— comenzó a exigirme reciprocidad con relación a su comportamiento. Muchas veces me decía, y no sin razón, que ella siempre me relataba los más ínfimos pormenores de su vida personal y política y que, sin embargo, a pesar de la profunda amistad que nos unía, sólo sabía que yo decía llamarme Ulises.Fue así como, violando todas las reglas establecidas en las unidades del VMT del MININT, comencé a llevarles en dos o tres ocasiones a mis dos pequeñas hijas para que compartiera con ellas. Según me percaté, ese paso la llenó de una enorme alegría, no solo a causa de que adoraba a los niños, sino también porque, como mujer —según me confesó— anhelaba tener los suyos. Por consiguiente, esos encuentros familiares —alejados de los rigores de su entrenamiento— se repitieron una y otra vez.
En ellos, poco a poco, e inicialmente evitando adentrarme en detalles que le permitieran conocer mi identidad y personalidad verdaderas, le fui contando algunos pasajes de mi pasado, así como de mi modesta incorporación a la lucha urbana clandestina —primero en Santiago de Cuba y luego en la capital cubana— contra la sanguinaria dictadura de Fulgencio Batista. Esos relatos los orientaba a trasladarle algunas experiencias que, en mi concepto, podrían serles útiles para su futura misión; pero también —debo reconocerlo— comencé a contarle diversas facetas de mi vida privada.
Entre ellas, las dificultades que confrontaba mi matrimonio con la madre de mis hijas, de quien, a pesar de sus excelentes condiciones humanas, había decidido divorciarme. Según le aclaré, esa decisión tenía causas absolutamente personales que no tenían nada que ver con la existencia de relaciones amorosas paralelas con otra mujer.
En esos intercambios, uno de los lugares que comenzamos a frecuentar fueron las discretas instalaciones turísticas ubicadas en Playa Baracoa, ahora perteneciente al municipio Bauta, dislocado al oeste de la capital cubana y en las inmediaciones de una de las carreteras que, por el norte de la isla, conduce a la provincia de Pinar del Río. (1) A ella le gustaba mucho ese sitio que, sin conocer su significado histórico, actualmente es frecuentado por muchos estudiantes de la Escuela Latinoamericana de Medicina. Pero, entonces, lo visitábamos con tanta discreción y adoptando tantas medidas de seguridad que ni Juan Carlos, mi compañero de trabajo más cercano, conocía de nuestras andanzas.
En realidad nuestras visitas a ese lugar eran algo absolutamente exclusivo entre Tania y mi persona o, más bien, entre Haydée Tamara y Dámaso (2), pues una de las cosas que me fascinaba de la personalidad de aquella hermosa mujer argentino-alemana era su capacidad para desdoblar su comportamiento entre los momentos en que, en razón de las reglas del trabajo clandestino, estaba obligada a actuar como Tania, de aquellos en los que —exteriorizando su rica intimidad— compartíamos nuestros sentimientos y vivencias personales en los lugares alejados de los sitios donde recibía su entrenamiento. En esos momentos, tenía ante mí a Haydée Tamara.
Por ende, nuestras ineludibles conversaciones de carácter político, en las que evidenciaba su firmeza revolucionaria, eran simultaneadas o sustituidas con momentos de mutuo esparcimiento en los que ella, al compás de su guitarra, me interpretaba, con su dulce y melódica voz, piezas del folklore argentino y latinoamericano o, acompañada de su acordeón, me deleitaba cantando Noches de Moscú; la cual —desde que la interpretó por primera vez en mi presencia— se convirtió en una de mis tonadas preferidas.
Otro de los lugares que visitábamos con frecuencia era una pequeña sala de cine que tenía acondicionada el compañero Alfredo Guevara, entonces presidente del Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográfica (ICAIC), en la que sistemáticamente veíamos algunas películas acerca del ingente trabajo secreto que habían desarrollado, durante la Segunda Guerra Mundial, los servicios de inteligencia soviéticos contra los mandos nazi-fascistas alemanes.
Además de los medios y métodos del trabajo de penetración en los órganos del enemigo empleados por el Comité de Seguridad del Estado (KGB, por sus siglas en ruso) o por los órganos de la inteligencia militar soviética, así como las dificultades que se les presentaban a esos oficiales en el cumplimiento de sus riesgosas misiones, en esas películas prestábamos mucha atención a las dinámicas emotivas de sus personajes.
Movidos por una poderosa fuerza íntima comentábamos esas secuencias fílmicas y la comparábamos con la realidad y la proyección de nuestras vidas. Nunca se me ha olvidado que en una de las películas que vimos en la que llamábamos “la salita del ICAIC” un agente soviético infiltrado en la GESTAPO se quedó sin contacto con sus mandos y, frente a un espejo, llamándose a sí mismo por su nombre verdadero, se preguntó acerca de qué tenía que hacer en esas circunstancias. Aún recuerdo que en aquel instante, en medio del ambiente dramático creado por la película, Tania me dijo con gran convicción: “Yo siempre sabré esperar más que ese agente soviético porque tengo confianza plena en ustedes. Además, siempre sabré qué hacer”. Mi respuesta fue breve e igualmente sincera: “No puedo esperar otra cosa de ti”.
En esos ambientes íntimos, una noche del año 1963, cuya fecha exacta mí ya envejecida memoria no alcanza a precisar, ocurrió lo inevitable. Estando en Playa Baracoa, sentados en la arena, mirándonos fijamente a los ojos, ambos nos confesamos y, luego, nos entregamos nuestro amor. Y lo hicimos con la pasión propia de nuestra edad. Los dos sabíamos que era un amor prohibido por las normas de nuestro trabajo clandestino, pero también sentíamos que ya no nos podíamos contener. Estábamos convencidos de la pureza de nuestros sentimientos y que estos no afectarían nuestras relaciones de trabajo. Sin embargo, a partir de ese instante, por mucho que tratábamos de evitarlo, nuestros intercambios de miradas, las formas de hablarnos y de relacionarnos habían cambiado entre nosotros. Por otra parte, a pesar de nuestros esfuerzos, sentíamos que nuestros sentimientos se exteriorizaban hacia las personas más cercanas a nuestra labor. Tan fuerte era esa percepción que decidimos informárselos a Juan Carlos; quien, aunque no nos había dicho nada, había comenzado a sospechar que mis relaciones con Tania trascendían los marcos político-profesionales.
Por consiguiente —justo es reconocerlo como premio a su profunda amistad— él fue el primer cómplice silencioso y discreto de nuestra indisciplina. Esa conducta objetivamente le quitó presión a los encuentros entre nosotros en que él participaba. No obstante, Tania y yo permanentemente nos preguntábamos qué más debíamos hacer. No podíamos recriminarnos. Nuestros sentimientos eran serios y profundos. Ya desde entonces ella me hablaba del futuro, de su regreso a Cuba cuando terminara su misión, de casarnos, de tener hijos, muchos hijos. Aunque yo conocía los enormes riesgos implícitos en su misión, comencé a compartir sus sueños; partiendo de mis convicciones acerca de que en la lucha revolucionaria no se puede pensar en la derrota y en la muerte.
Pero ambos nos sentíamos mal. En mi condición de instructor y jefe de su preparación operativa sentía que sistemáticamente la estaba llevando a quebrar las normas de disciplina que yo mismo le había inculcado. A su vez, ella, como alumna, se lamentaba de incumplir todo lo que había aprendido sobre la necesidad de controlar sus sentimientos personales y de subordinarlos a los requerimientos del trabajo secreto.
Empero, ambos estábamos convencidos que, en nuestro caso, las relaciones personales no nos llevarían a incumplir los compromisos que habíamos adquirido con la revolución cubana y latinoamericana.
De todas formas, para resolver esa mortificante desazón, en conjunto decidimos que yo hablaría con Piñeiro y le explicaría con toda franqueza lo que nos había ocurrido. También le diría que no se trataba de una aventura o de un amor fortuito. Que era algo profundamente arraigado en nuestros sentimientos. Por consiguiente, cumpliendo lo acordado con Tania, un día, en su casa, en el mismo salón forrado de caoba donde ambos habíamos conocido a Tania y en el que, en otras ocasiones, nos habíamos reunido con otros Oficiales del VMT o con otros militantes revolucionarios, finalmente hablé con él. Su primera reacción fue muy crítica; pero luego —con esa amplitud de espíritu que siempre lo caracterizó— comprendió la situación.
Lo único que me orientó —alisándose con su mano derecha, como era su costumbre, su tupida y larga barba roja— fue que nadie más tuviera conocimiento de esa relación. No podíamos correr el riesgo —me indicó— de sentar un mal precedente para los demás Oficiales y Combatientes del VMT. En esa ocasión, mi única falta fue ocultarle a mi jefe y amigo, Manuel Piñeiro, que Juan Carlos también conocía de mis relaciones amorosas con Tania, ya que no quise comprometer la fidelidad que nos había demostrado nuestro compañero de trabajo. Meses más tarde —cuando después del ejercicio práctico realizado por Tania en Cienfuegos— le informé y le fundamenté mi decisión de llevar a Diosdado a conocerla, tampoco le dije a Piñeiro que ese compañero también tenía conocimiento del asunto.
Por ende, no le conté que aquella noche de marzo de 1964 en que Diosdado y yo nos habíamos reunido con ella para valorar el resultado de sus ejercicios prácticos en la Perla del Sur, él se había percatado de que, a pesar del enorme respeto y consideración con que nos tratábamos, entre Tania y mi persona —como Diosdado me diría años más tarde— “existía una delicada deferencia, una química que nos unía más allá de los vínculos de trabajo”.
A causa de lo anterior y a partir de su sostenido criterio de que, salvo excepciones que confirman las reglas del trabajo clandestino, “entre un oficial y un subordinado a quien está entrenando, no deben existir relaciones íntimas que puedan afectar la disciplina y tareas encomendadas”, en esa oportunidad, en cuanto salimos del apartamento de Tania, Diosdado me expresó su inquietud. De inmediato le confirmé que desde hacía un tiempo Tania y yo habíamos decidido unirnos como pareja: asunto que habíamos analizado con toda madurez y desde el compromiso compartido de que nuestras relaciones afectivas no interferirían la misión que ella tenía asignada.
Convencido, a decir de Diosdado, de que “el universo sentimental entre un hombre y una mujer no puede regularse con la misma exactitud y rigidez que las máquinas”, de que “nuestras grandes necesidades afectivas”, nuestro “mutuo respeto y admiración”, así como la comunión de ideales habían favorecido nuestra decisión, él —al igual que Juan Carlos y que Piñeiro— adoptó una posición comprensiva y discreta ante mis relaciones amorosas con Tania. Sobre todo, porque —según me dijo cuando me entregó este testimonio— ya era consciente de que “su madurez nunca permitiría que nuestro vínculo sentimental interfiriera en el cumplimiento de su misión”. Sin embargo, agregó Diosdado, a él le preocupaba que esa situación pudiera ser lacerante para los dos, en tanto sabíamos “que, más temprano que tarde, ella, sin mirar atrás, saldría a cumplir su heroica misión, llevando consigo solamente el recuerdo de su compañero de lucha y de amor”.
Por su parte, sin comunicármelo, semanas después, Tania tomó la decisión de compartir nuestro secreto con sus padres. Así, como veremos después, estando sola en Praga, el 11 de abril de 1964, le envió una carta a su madre en la que le hablaba de nuestro amor y de nuestros sueños compartidos. Denotando su indeclinable confianza en el éxito de su misión, así como identificándose, cual era su hábito, con el sobrenombre familiar de Ita, en esa misiva le había indicado a la inolvidable Nadia Bunke: “Bueno, ahora otra cosa: si no me roban a mi negrito antes que yo vuelva, entonces me voy a casar. Si habrá enseguida mulatitos no sé, pero sería muy posible. Qué aspecto tiene: flaco, alto, bastante negro, típicamente cubano, muy cariñoso… Están ustedes de acuerdo??? Ah, he olvidado lo más importante: muy revolucionario, y quiere también una mujer muy revolucionaria”. (3)
Aunque —como ya indiqué— no conocí la existencia de esa misiva hasta que, dos años después de la caída en combate de Tania, por órdenes de Piñeiro, me impliqué en la redacción, junto a las periodistas Marta Rojas y Mirta Rodríguez Calderón, del libro que por primera vez vio la luz en 1970 bajo el título Tania la guerrillera inolvidable, mantuve mi lealtad hacia nuestro amor. Por tanto, pese a que, como veremos en lo queda de este volumen, la vida nos distanció de manera irreversible, me divorcié de mi primera esposa y estuve esperando por Tania durante mucho tiempo.
A pesar de que volví a contraer matrimonio años después de su desaparición física, tengo que confesar que ella todavía sigue viviendo en mí recuerdo. No sólo como Tania la guerrillera, sino también como Haydée Tamara Bunke Bíder: la excepcional mujer, compañera y amiga que un día amé con todas las fuerzas de mi corazón. A ambas las recuerdo con la íntima satisfacción de que contribuyeron positivamente (y todavía contribuyen) al curso, a veces accidentado pero en general fructífero, de mi ya larga vida política y personal.
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