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Por Máximo Gorki. Publicado en Pravda, en 1932. Editado en
español por APN, Moscú 1982, traducción Vladímir Alexéiev.
… Las revoluciones jamás fueron pausas en la historia del
desarrollo cultural de la humanidad. La revolución es un proceso que infunde
vida a nuevas fuerzas creativas.
La revolución cultural se extiende rápidamente por toda la
antigua Rusia de los zares Románov y de los mercaderes semianalfabetos que
vendían los tesoros de su país a los capitalistas de Europa, expoliando a los
campesinos y obreros.
Afirmo que el obrero y el campesino de la Rusia zarista
vivían muchísimo peor que cualquiera de las clases trabajadoras de Europa. La
gente del atrabajo de Rusia estaba más privada de derechos y era más ignorante.
La presión del Estado sobre la voluntad y la razón del hombre en Rusia era más
dura, brutal y deformadora que en Europa. En ninguna otra parte, gente de
talento perecía en tal cantidad y tan fácilmente como en tierra rusa. Yo no
pertenezco a los ciegos “patriotas de su país” y estoy convencido de que
conozco bien el “alma del pueblo”. Este alma, muy “ancha, grande”, estaba llena
y emponzoñada con tenebrosos prejuicios y supersticiones producto de las
condiciones primitivas de la vida.
¿Qué se ha hecho en el País de los Soviets en los años transcurridos
después de la victoria de la revolución socialista? No voy a hablar de la
grandiosa obra de reequipamiento industrial del país, cuya economía estaba
completamente destruida por las guerras (Gorki se refería a la Primera Guerra
Mundial de 1914-1918 y a la intervención
militar y guerra civil de los años 1918-1920 –Nota de la Red.-)
Señalaré el amplio desarrollo de las universidades y de los
centros de investigaciones científicas, los múltiples tesoros de la tierra
descubiertos en estos años, que asegurarán por largos siglos nuestro progreso
económico y cultural. Sólo los cegados por los intereses zoológicos y los
inhumanos prejuicios de clases, no ven esas conquistas de la razón y la
voluntad. No lo ven tampoco los
perezosos en el mirar, ni los periodistas a quienes los patronos les han
prohibido que vean la verdad.
En el País de los Soviets hay un solo dueño: tal es su
realización y su diferencia fundamental respecto a los Estados burgueses. Ese
dueño es el Estado obrero y campesino, dirigido por los discípulos de Lenin. El
objetivo que se han puesto es bien claro: crear para cada uno de los 160
millones (1) de habitantes de distintas etnias las condiciones indispensables
para el libre desarrollo de sus dotes y facultades. Dicho con otras palabras,
poner toda la masa de energía neuro-cerebral potencial y pasiva en estado de
actividad, despertar sus capacidades de creación. ¿Es posible esto?
Esto se está realizando. La masa de gente para la que se han
despejado todos los caminos de la cultura, destaca de su seno a decenas de
miles de jóvenes talentosos en todos los campos de aplicación de la energía
humana: en la ciencia, en las artes, en la administración.
Cierto que no vivimos y trabajamos sin cometer errores, que
el instinto de la propiedad, la necedad, vaguería y otros vicios del pasado, que
veníamos heredando desde siglos ha, no se puede erradicar en decena y media de
años. Empero sólo un loco o uno enfurecido hasta la locura, se decidirá a negar
el hecho incuestionable de que la distancia que media entre la generación joven
de obreros y los progresos indiscutibles de la cultura universal, se va
acortando en el País de los soviets con fantástica rapidez.
Los pueblos de la Unión Soviética, basándose en todo los que
es indefectiblemente de valor en la cultura de antaño, desarrollan audazmente
lo suyo nacional, pero válido universalmente. De esto puede persuadirse todo el
que desee poner mientes en la joven literatura y en la música de las minorías
nacionales.
La labor legislativa en el país nace y surge en la masa del
pueblo trabajador, en el terreo de su experiencia laboral, y de los distintos
cambios operados en las condiciones de trabajo. El Consejo de Comisarios del
Pueblo (2) no hace sino generalizar esa experiencia y redactar las leyes, y sólo
puede redactarlas en bien de la masa obrera: otro dueño no hay en el país.
En todo el mundo, las leyes caen como un pedrisco, todas
ellas persiguen dos objetivos: explotar al energía laboral de las masas obreras
y levantar obstáculos que impidan que esa energía física se transforme en
intelectual. Si los medios que la burguesía gasta en armamento para expoliarse
mutuamente, los destinara a la educación del pueblo, la espantosa fisonomía del
mundo mesocrático no sería, probablemente, tan repulsiva. El odio que la burguesía
siente a la Unión Soviética la obliga a invertir tiempo y metal en armamento. Esto
lo debemos enjuiciar como un crimen más de la burguesía europea contra sus
obreros y campesinos.
Nadie puede citar un solo decreto promulgado por el Consejo
de Comisarios del Pueblo que no persiga la finalidad de satisfacer las demandas
culturales y necesidades del pueblo trabajador. Leningrado se reconstruye, y en
las conferencias sobre el particular
intervienen médicos, pintores, arquitectos, literatos y, huelga decirlo,
obreros en representación de las fábricas. Por lo que sé yo, este orden de
cosas no existe en Europa.
En el obrero que se siente dueño de la producción se
desarrolla, naturalmente, la conciencia de su responsabilidad ante el país, y
esta conciencia le hace querer mejorar la calidad de lo que produce y rebajar
sus costos.
Antes de la revolución, el campesino trabajaba en las
mismas condiciones que en el siglo XVII y dependía por entero de los caprichos
ciegos de la naturaleza, de su tierra agotada repartida en pequeñas parcelas.
Hoy se equipa rápidamente con tractores, segadoras, cosechadoras y utiliza
ampliamente los abonos. Para él laboran 26 institutos agroquímicos de
investigaciones científicas. Él, que no tenía ni la menor idea de lo que es la ciencia,
se convence palmariamente de su fuerza, del poderío del pensamiento humano.
El mozo aldeano, cuando entra a trabajar en una fábrica
construida de acuerdo con los adelantos más nuevos y perfectos de la técnica,
se ve metido en un mundo de fenómenos que, adueñándose de su imaginación y excitando
su pensamiento, lo liberan de los salvajes prejuicios y supersticiones del campo. Él ve el trabajo de
la razón materializado en complejas máquinas y sutiles mecanismos. Él ve que
los amos de la fábrica son obreros igual que él, y que el joven ingeniero es
hijo de obrero o campesino. Él se convence bien pronto de que la fábrica es una
escuela para él, que le brinda la posibilidad de desarrollar libremente sus
dotes. Si las demuestra, la fábrica lo promueve y lo envía a un centro de enseñanza superior. Hay ya
fábricas que cuentan con escuelas técnicas superiores.
Él va a teatros, reputados como los mejores de Europa, lee obras
clásicas de Europa y de la vieja Rusia, asiste a conciertos, visita museos,
estudia su país como hasta ahora nadie lo había hecho. Y si los capitalistas
intentan atacar bandidescamente a la Unión Soviética, sus ejércitos chocarán
como combatientes, cada uno de los cuales sabe perfectamente qué es lo que
tiene que defender.
En su cínico juego los capitalistas ponen las miras en la
estulticia de las masas, mientras que en la Unión, en la masa obrera se
desarrolla el proceso de formación de la conciencia de su derecho al poder.
Crece el hombre nuevo y podemos definir ya, sin miedo a equivocarnos, sus virtudes.
Él confía en la fuerza organizadora de la razón, confianza
que han perdido numerosos intelectuales del Occidente, agotados por el estéril
trabajo de querer conciliar las contradicciones de clase. Él se siente artífice
del mundo nuevo, y aunque todavía vive en condiciones difíciles, sabe que crear
otras condiciones es objetivo suyo y cosa de su voluntad consciente, por lo que
carece de motivos para ser pesimista. No sólo es joven desde el punto de vista
biológico, sino también desde el punto de vista histórico. Es la fuerza que
acaba de cobrar conciencia de su camino, de su alcance en la historia, y cumple
su obra de construcción cultural con toda la audacia inherente a la fuerza joven,
no desgastada aún, guiada por una doctrina sencilla y clara. Ve que la burguesía
ha perdido afrentosamente su partida en la que ella jugaba la carta del individualismo,
que ella no contribuía, en general, al desarrollo de las individualidades. El
hombre nuevo, que niega el individualismo zoológico burgués, comprende
perfectamente la elevada integridad del individuo sólidamente unido a la
colectividad; él es, precisamente, un individuo así, que extrae libremente de
la masa, en los procesos de su trabajo, su energía y su inspiración. El
capitalismo ha llevado a la humanidad a una anarquía que la amenaza con una
catástrofe espantosa. Esto es evidente para toda persona honrada.
La meta del mundo viejo es restablecer, con recursos de violencia
física y moral, por medio de las guerras en los campos y el derramamiento de
sangre en las calles de las ciudades, el “orden” inhumano, podrido, fuera del
cual el capitalismo no puede subsistir.
La meta de la gente nueva es liberar a las masas trabajadoras
de las viejas supersticiones y de los prejuicios de raza, de nación, de clase,
de religión, y crear una sociedad fraterna mundial, cuyos miembros trabajen
cada uno, según su capacidad y reciban según sus necesidades.
Notas:
1.- Datos de 1930. Hoy la URSS (1982) tiene 268 millones de
habitantes.
2.- Consejo de Comisarios el Pueblo (1917-1946),
órgano ejecutivo y administrativo supremo del poder en la URSS. Desde 1946,
Consejo de Ministros. (N. de la Red.)
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