En
1917 se encontraba en Petrogrado, donde sería
testigo también de la Revolución obrera de octubre, que luego cantaría
en sus poemas.
En 1960 escribiría un libro homenaje a la Union
Sovietica, titulado "Un viajero en la URSS", en el cual describe sus
viajes y experiencias por el primer estado de los trabajadores de la
historia, comparando la Rusia que encontró antes de la Revolución
Bolchevique y la que contruyeron los trabajadores soviéticos bajo la
dirección del Partido Comunista.
EL HOMBRE SOVIÉTICO
"Sin duda, lo que más ha llamado la atención y, a la vez,
admirado a los viajeros extranjeros que han visitado la Unión Soviética, desde octubre
de 1917 hasta hoy, ha sido el hombre soviético.
El rol de Vladimir Ilich Lenin en la preparación de la masa del hombre nuevo, del revolucionario, del constructor del mañana, fue enorme. Gracias a su genio de educador, de guía, de director de la clase trabajadora y campesina de Rusia, la Gran Revolución Socialista de Octubre pudo ser llevada a cabo y las bases del primer estado socialista puestas sobre cimientos sólidos.
Junto a algunas decenas de miles de luchadores comunistas, junto al proletariado hambriento, junto a los destacamentos de guardias rojos, junto al campesinado empobrecido, Lenin venció al ejército de los generales blancos y a las fuerzas intervencionistas extranjeras.
El rol de Vladimir Ilich Lenin en la preparación de la masa del hombre nuevo, del revolucionario, del constructor del mañana, fue enorme. Gracias a su genio de educador, de guía, de director de la clase trabajadora y campesina de Rusia, la Gran Revolución Socialista de Octubre pudo ser llevada a cabo y las bases del primer estado socialista puestas sobre cimientos sólidos.
Junto a algunas decenas de miles de luchadores comunistas, junto al proletariado hambriento, junto a los destacamentos de guardias rojos, junto al campesinado empobrecido, Lenin venció al ejército de los generales blancos y a las fuerzas intervencionistas extranjeras.
Los que fueron testigos oculares de aquellos días de Octubre
y de la Guerra Civil
vieron como este destacamento de revolucionarios, casi desarmados, en ropas
civiles o con uniformes andrajosos, sufriendo la falta, podemos decir, del pan
de cada día, derrotaron a los regimientos de cadetes, armados hasta los
dientes, regimientos formados por antiguos oficiales de la armada zarista y por
una unión heterogénea de diferentes elementos reaccionarios.
Estos soldados descalzos del ejército revolucionario sorprendieron a todo el mundo. Su coraje, abnegación y entusiasmo se debían, en primer lugar, al deseo de emancipación del látigo zarista y, en segundo lugar, a su voluntad de construir un mundo nuevo, un mundo propio, de los que trabajan, un mundo en el que se pudiera vivir una vida digna.
El trabajo de persuasión llevado a cabo por Lenin, junto a la vieja guardia bolchevique, había dado frutos. Los trabajadores y campesinos, la mayoría analfabetos, agotados físicamente tanto por el trabajo sobrehumano que habían realizado para bandas de infractores capitalistas, como por una desgraciada guerra, realizaron milagros de bravura, porque en su consciencia penetraban los primeros rayos de un nuevo amanecer, deseado por la mayoría, esperado con emoción.
La Revolución de Octubre, y la lucha revolucionaria de los siguientes meses, puede ser comparada con la erupción de un volcán cuya lava quema, destruye hasta los cimientos el mundo viejo: el mundo de los productores de riqueza, hambrientos y desnudos, y el de los explotadores, lleno de lujo.
Tras el final de la guerra civil, es decir, después de la victoria del ejército revolucionario, siguieron unos largos años difíciles, de tiempos de grandes necesidades, que exigieron sacrificios de todo tipo.
Los años difíciles también fueron vencidos por el hombre soviético.
El hombre soviético, el hombre nuevo, era una realidad, no un mito, como decían los malintencionados, los enemigos de la joven república soviética.
Con una fe ciega en el poder de su trabajo, casi siempre con una sonrisa en la cara, con la frente surcada de preocupaciones, problemas u, otras veces, ira, el hombre soviético venció todas las dificultades que se interpusieron en su camino.
Cuando al principio un viajero extranjero llegaba desde muy lejos únicamente para ver al hombre soviético, al hombre soviético en el trabajo, se quedaba boquiabierto, esta es la palabra, de lo que veían sus ojos: un hombre envejecido por el trabajo y las necesidades, con herramientas anticuadas, pero en su mirada centelleaba una gran alegría, una confianza plena en el poder de su trabajo, un amor profundo hacia su joven república socialista. El pasado había sido derrumbado con sus manos, y el futuro debía ser construido con sus manos también. Eran conscientes de su papel en la historia y quería representarlo con dignidad. Este era el hombre soviético en los primeros años tras la Revolución de Octubre.
Los años oscuros pasaron, así como pasan los nubarrones por un cielo que ha descendido cerca de la tierra. El firmamento de la Unión Soviética se iluminaba. El hombre soviético había vencido al hambre, al frío, a las dificultades. El hombre soviético construía fábricas, escuelas, centros culturales, hospitales… Los escombros de la vieja Rusia zarista eran retirados y un nuevo mundo amanecía como de las profundidades de la tierra, arrancado con una barita mágica. La barita mágica era la mano del hombre soviético.
Llegó el año 1941. Invasión de las hordas fascistas de Hitler. Ciudades, pueblos, en llamas.
Saqueos. Muertos…muertos…El hombre soviético toma las armas.
¿Quién no ha leído sobre los hechos heroicos de los defensores de Leningrado? ¿Quién no ha seguido las fases de la batalla de Stalingrado? ¿Quién no ha escuchado sobre la valiente lucha de los partisanos? El mundo entero se admira.
El vencedor de Stalingrado fue el hombre soviético. El hombre que había llevado a cabo la Gran Revolución Socialista de Octubre.
Debo reconocer que mi mayor deseo en los viajes que he realizado a la Unión Soviética era, en primer lugar, conocer al hombre soviético; el hombre soviético sobre el que había oído tantas hazañas, del que había leído tantas páginas.
Y en realidad el hombre soviético tiene algo especial frente a los demás hombres: es optimista, sincero, alegre, confiado tanto en el extraordinario destino de su patria, como en el poder de su trabajo.
He visto a la juventud regresando del trabajo, chicos y chicas felices, discutiendo con pasión, bromeando, riendo. El cansancio de sus caras estaba iluminado de un deseo indescriptible de vida, de una ardiente confianza en el mañana, el día de su felicidad; ya no se veía a la juventud pesimista, cansado física y moralmente, sin fe en sus capacidades, sin esperanza, obsesionado por la muerte, la juventud de, por ejemplo, las dolorosas novelas de Dostoievsky.
He seguido a estos jóvenes muchas veces, tanto por los bulevares de Moscú como por las calles de Leningrado y por los parques de otras ciudades más pequeñas. Iban los chicos y las chicas cogiéndose de la mano o del brazo, hablando ruidosamente o en susurros, con la mirada perdida hacia las sombras de la noche o mirándose a los ojos.
En su actitud y en sus gestos había una admirable pureza y sinceridad, podría decirse un romanticismo olvidado, desde hace mucho, por los que hemos crecido en otro ambiente moral y social.
En algunas estaciones de autobús y trolebús, o en la boca del metro, los grupos se separaban dirigiéndose cada uno hacia su casa. Su despedida era simple: un caluroso apretón de manos o un beso en la frente o en las mejillas, un beso puro de amistad, de amor tímido, nada del beso sensual y salvaje de las grandes ciudades occidentales.
Estos soldados descalzos del ejército revolucionario sorprendieron a todo el mundo. Su coraje, abnegación y entusiasmo se debían, en primer lugar, al deseo de emancipación del látigo zarista y, en segundo lugar, a su voluntad de construir un mundo nuevo, un mundo propio, de los que trabajan, un mundo en el que se pudiera vivir una vida digna.
El trabajo de persuasión llevado a cabo por Lenin, junto a la vieja guardia bolchevique, había dado frutos. Los trabajadores y campesinos, la mayoría analfabetos, agotados físicamente tanto por el trabajo sobrehumano que habían realizado para bandas de infractores capitalistas, como por una desgraciada guerra, realizaron milagros de bravura, porque en su consciencia penetraban los primeros rayos de un nuevo amanecer, deseado por la mayoría, esperado con emoción.
La Revolución de Octubre, y la lucha revolucionaria de los siguientes meses, puede ser comparada con la erupción de un volcán cuya lava quema, destruye hasta los cimientos el mundo viejo: el mundo de los productores de riqueza, hambrientos y desnudos, y el de los explotadores, lleno de lujo.
Tras el final de la guerra civil, es decir, después de la victoria del ejército revolucionario, siguieron unos largos años difíciles, de tiempos de grandes necesidades, que exigieron sacrificios de todo tipo.
Los años difíciles también fueron vencidos por el hombre soviético.
El hombre soviético, el hombre nuevo, era una realidad, no un mito, como decían los malintencionados, los enemigos de la joven república soviética.
Con una fe ciega en el poder de su trabajo, casi siempre con una sonrisa en la cara, con la frente surcada de preocupaciones, problemas u, otras veces, ira, el hombre soviético venció todas las dificultades que se interpusieron en su camino.
Cuando al principio un viajero extranjero llegaba desde muy lejos únicamente para ver al hombre soviético, al hombre soviético en el trabajo, se quedaba boquiabierto, esta es la palabra, de lo que veían sus ojos: un hombre envejecido por el trabajo y las necesidades, con herramientas anticuadas, pero en su mirada centelleaba una gran alegría, una confianza plena en el poder de su trabajo, un amor profundo hacia su joven república socialista. El pasado había sido derrumbado con sus manos, y el futuro debía ser construido con sus manos también. Eran conscientes de su papel en la historia y quería representarlo con dignidad. Este era el hombre soviético en los primeros años tras la Revolución de Octubre.
Los años oscuros pasaron, así como pasan los nubarrones por un cielo que ha descendido cerca de la tierra. El firmamento de la Unión Soviética se iluminaba. El hombre soviético había vencido al hambre, al frío, a las dificultades. El hombre soviético construía fábricas, escuelas, centros culturales, hospitales… Los escombros de la vieja Rusia zarista eran retirados y un nuevo mundo amanecía como de las profundidades de la tierra, arrancado con una barita mágica. La barita mágica era la mano del hombre soviético.
Llegó el año 1941. Invasión de las hordas fascistas de Hitler. Ciudades, pueblos, en llamas.
Saqueos. Muertos…muertos…El hombre soviético toma las armas.
¿Quién no ha leído sobre los hechos heroicos de los defensores de Leningrado? ¿Quién no ha seguido las fases de la batalla de Stalingrado? ¿Quién no ha escuchado sobre la valiente lucha de los partisanos? El mundo entero se admira.
El vencedor de Stalingrado fue el hombre soviético. El hombre que había llevado a cabo la Gran Revolución Socialista de Octubre.
Debo reconocer que mi mayor deseo en los viajes que he realizado a la Unión Soviética era, en primer lugar, conocer al hombre soviético; el hombre soviético sobre el que había oído tantas hazañas, del que había leído tantas páginas.
Y en realidad el hombre soviético tiene algo especial frente a los demás hombres: es optimista, sincero, alegre, confiado tanto en el extraordinario destino de su patria, como en el poder de su trabajo.
He visto a la juventud regresando del trabajo, chicos y chicas felices, discutiendo con pasión, bromeando, riendo. El cansancio de sus caras estaba iluminado de un deseo indescriptible de vida, de una ardiente confianza en el mañana, el día de su felicidad; ya no se veía a la juventud pesimista, cansado física y moralmente, sin fe en sus capacidades, sin esperanza, obsesionado por la muerte, la juventud de, por ejemplo, las dolorosas novelas de Dostoievsky.
He seguido a estos jóvenes muchas veces, tanto por los bulevares de Moscú como por las calles de Leningrado y por los parques de otras ciudades más pequeñas. Iban los chicos y las chicas cogiéndose de la mano o del brazo, hablando ruidosamente o en susurros, con la mirada perdida hacia las sombras de la noche o mirándose a los ojos.
En su actitud y en sus gestos había una admirable pureza y sinceridad, podría decirse un romanticismo olvidado, desde hace mucho, por los que hemos crecido en otro ambiente moral y social.
En algunas estaciones de autobús y trolebús, o en la boca del metro, los grupos se separaban dirigiéndose cada uno hacia su casa. Su despedida era simple: un caluroso apretón de manos o un beso en la frente o en las mejillas, un beso puro de amistad, de amor tímido, nada del beso sensual y salvaje de las grandes ciudades occidentales.
Allí donde encuentras a un joven soviético - sean chicos,
chicas o ambos sexos – se aprecia una imagen viva de una nueva vida, de una
vida que nosotros no tuvimos la felicidad de conocer en nuestra juventud.
Los trabajadores de las fábricas parecen a primera vista ser hombres con alma cerrada, podríamos decir que un hombre poco amigable frente al extranjero que le visitaba en su lugar de trabajo: es decir, en la fábrica, en la obra, en el taller. Pero tras el primer saludo del extranjero, la frente se relaja y sus ojos se iluminan, respondiendo, unos con timidez, susurrando, otros con voz segura, al saludo del huésped llegado por sorpresa.
Y entonces uno se puede dar cuenta muy bien del carácter del hombre soviético: serio, concienzudo, dominado por un solo pensamiento, cumplir con su deber. Esto no significa, sin embargo, que sea un simple robot; la mejor prueba la tenemos entonces cuando charlamos con él y cuando el obrero, de cara y brazos negros, con chorros de sudor en la frente, se transforma en un hombre sociable, amistoso, profundamente humano. Tras una corta conversación, te separas de él con tristeza, así como te separas de un amigo.
El hombre soviético lee, y lee mucho.
Los taxistas cuando tienen un momento de relax, leen: periódicos, literatura, o libros técnicos; tanto los jóvenes como los mayores en los parques, en los bancos de los bulevares, leen; los viajeros en el autobús llevan, casi todos, un libro sobre sus muslos; las azafatas de los vagones del tren leen los más valiosas novelas de la literatura clásica rusa y soviética y los más recientes libros técnicos.
Todos los hombres soviéticos leen para instruirse, para escapar del cansancio del trabajo, o para pasar un tiempo agradable.
El libro es una de las principales armas del hombre soviético.
El hombre soviético es hospitalario tanto con los paisanos como con los extranjeros; él no hace distinción de raza. Es una de las características del hombre nacido después de la Gran Revolución Socialista de Octubre.
El hombre soviético es un hombre nuevo, demostrando esto en la Gran Revolución de Octubre, con los éxitos de los planes quinquenales, en los años de la guerra defendiendo a la patria, en los años de construcción del comunismo.
El hombre soviético es el más hermoso símbolo del mundo nuevo".
Los trabajadores de las fábricas parecen a primera vista ser hombres con alma cerrada, podríamos decir que un hombre poco amigable frente al extranjero que le visitaba en su lugar de trabajo: es decir, en la fábrica, en la obra, en el taller. Pero tras el primer saludo del extranjero, la frente se relaja y sus ojos se iluminan, respondiendo, unos con timidez, susurrando, otros con voz segura, al saludo del huésped llegado por sorpresa.
Y entonces uno se puede dar cuenta muy bien del carácter del hombre soviético: serio, concienzudo, dominado por un solo pensamiento, cumplir con su deber. Esto no significa, sin embargo, que sea un simple robot; la mejor prueba la tenemos entonces cuando charlamos con él y cuando el obrero, de cara y brazos negros, con chorros de sudor en la frente, se transforma en un hombre sociable, amistoso, profundamente humano. Tras una corta conversación, te separas de él con tristeza, así como te separas de un amigo.
El hombre soviético lee, y lee mucho.
Los taxistas cuando tienen un momento de relax, leen: periódicos, literatura, o libros técnicos; tanto los jóvenes como los mayores en los parques, en los bancos de los bulevares, leen; los viajeros en el autobús llevan, casi todos, un libro sobre sus muslos; las azafatas de los vagones del tren leen los más valiosas novelas de la literatura clásica rusa y soviética y los más recientes libros técnicos.
Todos los hombres soviéticos leen para instruirse, para escapar del cansancio del trabajo, o para pasar un tiempo agradable.
El libro es una de las principales armas del hombre soviético.
El hombre soviético es hospitalario tanto con los paisanos como con los extranjeros; él no hace distinción de raza. Es una de las características del hombre nacido después de la Gran Revolución Socialista de Octubre.
El hombre soviético es un hombre nuevo, demostrando esto en la Gran Revolución de Octubre, con los éxitos de los planes quinquenales, en los años de la guerra defendiendo a la patria, en los años de construcción del comunismo.
El hombre soviético es el más hermoso símbolo del mundo nuevo".
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