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Ladino, na. (Del lat. latīnus, latino).
1. adj. Astuto, sagaz, taimado.
2. adj. Se decía del romance o castellano antiguo. […]
5. adj. Am. Cen. Mestizo que solo habla español.
1. adj. Astuto, sagaz, taimado.
2. adj. Se decía del romance o castellano antiguo. […]
5. adj. Am. Cen. Mestizo que solo habla español.
No
resulta fácil, sin embargo, reproducir de este lado del Atlántico la
experiencia del Viejo Mundo. La unión europea devino en necesidad
económica ante los desafíos de la globalización; la unidad
latinoamericana, en cambio, parece responder más a urgencias políticas
que a premuras económicas. Por demás, la historia de Europa –valga la
perogrullada– no es la historia de la América al sur de Río Bravo.
Significar con un mismo término –europeo– la variedad étnica que suponen
suecos y españoles, alemanes y daneses, ingleses e italianos, acaso no
sea un despropósito a la luz de un pasado común de alianzas y
usurpaciones, teocracias y monarquías; reducir a un dudoso gentilicio
–latinoamericano – la desmesura y variedad de un subcontinente que no se
abre a la historia en el fortuito 1492 que fijan los anales de un
occidente falaz, y cuya geografía deviene también en factor importante
en la concreción de un ser cuya esencia no admite reduccionismos
semánticos, es rendir culto a la vehemencia antes que a la razón, es
olvidar que la presencia indígena (el aporte mexica, maya, inca,
guaraní...) no se limita a circunstanciales tributos al habla,
irrecusables caracteres fisonómicos o peculiares hábitos de nutrición, y
que junto a la influencia de las diferentes etnias negras involucradas
muy a su pesar en la conformación última del paisaje humano y cultural
del territorio, ambas presencias propician los extremos más que la
igualdad.
Cierto que la América llamada nuestra
por Martí debe mucho a la península que poblaron celtíberos y fenicios,
cartagineses y romanos, árabes y visigodos. Le debe una lengua común
(si aceptamos que el portugués es el español sin huesos, al decir de
Unamuno, y hacemos, literalmente, oídos sordos al hecho de que la imagen
poética no alcanza a disipar las evidentes diferencias que el idioma en
que se escribió Os Lusiadas
impuso al Brasil respecto a las colonias de España). Le debe, por
supuesto, toda la literatura que dicha lengua ha fijado. Le debe los
efluvios moriscos de cierta arquitectura y la expresividad corporal de
ciertas danzas (ocho siglos de presencia arábiga dejan su impronta,
hasta por interpuesta nación). Le debe, no faltaba más, el Cristo
motivador de futuras beligerancias, y un repertorio de variopintas
costumbres que no me detendré a enumerar. Empero, compartir una
ascendencia común no genera, necesariamente, parejo destino. Y no sólo
porque el provenir de dos países que concurren en una geografía común
pero con historias diferentes influyó de modo decisivo en el rostro de
sus colonias, un universo de pueblos hermanados a los que la lengua une y
la cultura desemeja. La cultura en su sentido más totalizante, no sólo
en los reductos del arte y la literatura, espacio de concreción donde
verdaderamente se aprecian –más que en la tenacidad del clima o los
caprichos de la geografía– las afinidades y disimilitudes de los países.
Por ello (me) resulta difícil asimilar en un mismo concepto al cubano
bebedor de café y al argentino degustador de mate; fundir en idéntica
voz, y con ello significar un mismo problema, a los guerrilleros
zapatistas de Chiapas y a los senderistas iluminados por Mao: sólo
conduce a la misma aberración política que supone guerra liberadora la
práctica del terrorismo urbano. O conjeturar más valioso para un alto
porcentaje de paraguayos el español impuesto por el arcabuz que el
guaraní que le viene de sus ancestros, crimen de lesa oralidad que
supondría introducir taimadamente en un mismo saco a los cocaleros de
Bolivia y a los narcos mexicanos.
Parafraseando
a José Martí: no habrá unidad latinoamericana hasta que no haya
Latinoamérica. Y si hoy día parece harto laborioso precisar el rostro
inequívoco de cada nación latinoamericana, más difícil resulta
autenticar las razones probatorias de una común latinidad, a menos que
astutamente uno se acomode a los estereotipos ad usum:
la Argentina de tangos y gauchos fieros, el Brasil de cangaçeiros y
samba sensual, el México de tequila y charros enamorados... Sobre todo
porque es lo heterogéneo el rasgo distintivo de un puñado de pueblos que
sólo en el reconocimiento de esa diferenciación –más que en
reduccionismos avasalladores– hallará el camino de su verdadera
individualidad: aquella que no dimana de determinismos políticos, sino
de humanas voluntades.
sk
Nota: Las opiniones expresadas por el autor no necesariamente coinciden con los puntos de vista de la redacción de La Voz de Rusia.
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