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por Hernán Montecinos
Lunes, 17 de Diciembre de 2012 12:46
Santa Claus, convertido en un agente del capitalismo, un agente de los negocios
El punto de cristalización de los
negocios, en nuestro país, tiene lugar a fines de año. Todo el mes de
Noviembre sometidos a un intenso bombardeo publicitario incitándonos a
comprar tal o cual producto para solidarizar con la Teletón. Detrás,
como pisándole los talones, se reinicia, en este mes (Diciembre),
bombardeo similar, pero ahora, para comprar regalos dentro del espíritu
navideño.
No obstante, no sólo a fines de año
tenemos que soportar la avalancha publicitaria sino, año corrido el
sistema nos sobrecarga de publicidad para convencernos de comprar esto u
lo otro apelando a nuestras volubles sensibilidades. Ahí están, por
ejemplo, las fiestas patrias, el día del padre, de los enamorados, de
la secretaria, del niño, de la madre, de la mujer, y todos aquellos
días que hagan falta. Se sobredimensiona en los medios de comunicación
la importancia de estos días para incitarnos a comprar regalos dentro
de un simbolismo virtual que sobrepasa toda lógica.
Por esta fecha, basta salir a la calle
para encontrar en los escaparates de las tiendas diversas ofertas
puestas al alcance de nuestras manos. La creatividad publicitaria se
esfuerza por mostrarnos su mejor cara; el “entrar y llevar”, como
consigna parece ser un muy buen gancho. Para eso, están las tarjetas de
créditos que todo lo aguantan. También el crédito fácil para la
obtención de dinero fresco al instante. En fin, los motivos no faltan, y
si no los hubiera, se inventan.
En esta oportunidad, el motivo del
regalo es para celebrar, supuestamente, el nacimiento del niño Dios,
según la tradición cristiana. Un familiar, un ser querido, o alguien a
quien tenemos afecto, se nos mete en la piel tener que regalarle algo,
eso a lo menos, es lo que tratan de transmitirnos los mensajes
subliminales de la propaganda. Algo así como un deber de buena crianza.
Ahora bien, ¿qué decir de la Navidad?
¿Quién verdaderamente se acuerda esa noche del nacimiento del niño Dios?
¿Tiene sentido celebrar dicho nacimiento cuando en lo que fue su cuna
árabes y judíos siguen matándose? ¿Qué sentido tiene adornar el
portalito de Belén con lindas figuras mientras el imperio, mayor
violador de los derechos humanos a escala planetaria, sigue asesinando a
miles de niños, mujeres, ancianos y civiles desvalidos en Iraq y
Afganistán? ¿Y los miles de muertos por el Sida y el hambre en África y
en otras partes del mundo? ¿Y la violencia en Colombia y México y demás
lugares? ¿Y los millones que sobreviven con trabajos marginales y
precarios? ¿Y qué decir para los millones de cesantes en el mundo? ¿Y
los miles de enfermos que mueren por no tener capacidad económica para
solventar los altos costos de los tratamientos de sus enfermedades?
¿Qué estamos celebrando en realidad? ¿Es
que acaso se puede seguir hablando de noches buenas y noches de paz,
cuando dos tercios de la humanidad parecen desconocer el significado de
tan hipócrita palabra?
¿Y qué fue de Gaspar, Melchor y
Baltasar?, los tres reyes magos que acudieron a adorar al niño Dios
llevándoles regalos. ¿Quién se acuerda de ellos el día de las navidades,
verdaderos inspiradores de la costumbre cristiana de hacer regalos?
¿Qué escondida fuerza pudo haber tenido el viejillo de Santa Claus para
haber desplazado en popularidad, ya no sólo al mismo Jesús, sino también
a los tres reyes magos?... ¿Acaso los niños se acuerdan ese día del
niño Dios y de los reyes magos? Por cierto, la mayoría ni saben de su
existencia. Sólo tiene validez el Viejito Pascuero, aquella figura
espectral que, supuestamente, les trae regalos, aquellos que compran sus
padres endeudándose por varios meses en el año.
En sentido estricto, este vejete, en el
origen de la Navidad, hasta donde se sepa, nadie o invitó. Fue 300 años
después que cual vulgar intruso se coló. Es un plagio, un canto al
absurdo, una pura estupidez. Un colado que nada tiene que ver con lo
que el mundo cristiano debe celebrar. Para los que no saben, una
invención que no tiene ninguna relación con el origen que dio curso a
la tradición de esta festividad. No nació en Belén, ni en alguno de
los territorios que la historia nos enseña se sucedió tan magno
acontecimiento (nacimiento del niño Dios).
¿Participó Santa Claus del
trascendental suceso histórico hecho realidad en Belén? Definitivamente,
no. No participó, por la sencilla razón que a quien se relaciona con
Santa Claus, fue San Nicolás de Bari, nacido unos 300 años después del
nacimiento de Cristo.
Se le llama San Nicolás de Bari porque
ese fue su nombre y sus cenizas trasladadas a Bari recién en el año
1087. Dice la leyenda que ayudaba a los menesterosos, dando así lugar a
la costumbre de ofrecer regalos, juguetes y dulces a los niños el 6 de
diciembre, día de su fiesta. Después la fecha se trasladó para
acomodarla a la fecha del nacimiento del niño Dios y los consiguientes
regalos que le ofrendaron los reyes magos. Su vestimenta se relaciona
con el atuendo medieval holandés. Fueron los primeros colonizadores
holandeses quienes traspasaron la tradición a Norteamérica y, desde
allí, a todo el mundo occidental. Una burda suplantación histórica que
sigue viva hasta nuestros días.
La Navidad se ha transformada en una
obligada celebración social que ya no responde a su tradicional
original. Una Navidad sin espíritu, sin alma, reducida a opíparas
comilonas y a una orgía de regalos y consumos. Las luces que adornan las
calles y los escaparates, los árboles engalanados que adornan plazas y
establecimientos, los villancicos como música ambiental, las grandes
superficies atiborradas de gente comprando compulsivamente, etc., nos
imponen una agotadora pesada carga. Tanto va el cántaro al agua que,
confieso, que la parafernalia creada alrededor de la Navidad hace rato
que me están fastidiando.
Por años ninguna experiencia negativa se
asociaba en mis recuerdos respecto de estos fastos, más bien, al
contrario. Pensaba que todos los seres que me rodeaban eran como mis
hermanos. De niño, felices con nuestros regalos, nos regocijaba ver a
los grandotes asaz de contentos disfrutando de vapores etílicos y
fastuosas comidas, muchas de ellas terminadas en bacanales. Sin embargo,
ahora siento una sensación distinta; no puedo dejar de sentir cierta
hostilidad hacia todo lo que signifique viejitos pascueros, guirnaldas,
villancicos, pesebres y todas esas cosas. Ni hablar de mi incontenible
deseo de poner a Papá Noel frente a un pelotón de fusilamiento.
Dice el refrán popular: “a río revuelto
ganancia de pescador”. En las navidades los mercachifles hacen su gran
negocio. La gente parece no saber, o no quiere saber, que los más
contentos con las navidades no son los niños, sino los comerciantes
celebrando sus pingues negocios. ¿Tenemos que seguir siendo los
ciudadanos de a pie los que lavemos nuestras conciencias cada Nochebuena
echando mano a nuestros bolsillos, a costa de quedar endeudados hasta
el cogote?
A comprar, a comprar es la consigna.
Desde una bombilla para el arbolito hasta una bicicleta para los niños
más grandes. O el perfume más caro para la esposa o la corbata y la
camisa para el marido. La subjetivación de un mundo irreal, no
importando si durante el año las parejas se gorrean o viven en un
infierno agarrándose a insultos y poco menos que a puñetazos. En la
Navidad se para la realidad para entrar a un mundo irreal en que por
pocas horas parecen aflorar nuestros mejores sentimientos. Buenos
sentimientos que asumimos como un imperativo, casi como si los ordenara
un decreto. A poner buenas caras, aparecer como buenos y galantes y,
sobretodo, con la billetera bien abierta para que entre fastos y regalos
asumamos el papel de ser generosos. Asumimos el papel de los Reyes
Magos buscando a alguien a quien regalarle algo.
Lo que no acabo de comprender es el por
qué de esa tradición compulsiva de regalar algo a alguien. ¿Cómo
explicar que dos personas/familiares/amigos se devaneen los sesos
pensando qué regalarse quedando enredados en un asunto que debiendo ser
un detalle, se convierta al final en una cansadora y fastidiosa
obligación. Horas de cansancio echando los pies en atiborradas calles
para encontrar algo que regalarle a quien sabe quién.
Pero, la guinda de la torta, la gota que
colma el vaso de la paciencia, es el tener que soportar una invasión de
sonrisas forzadas, saludos vacíos y deseos mutuos de paz, con palmoteos
en la espalda. Exijo en estas navidades mi derecho a que no se me haga
objeto de tales efusiones, bajo la amenaza de soltar un discurso
irreverente que haría saltar de su trono hasta el mismo Papa. Denunciar,
por ejemplo, que todo lo que nos dice la Biblia es una gran mentira,
amén de otras falacias históricas que se han levantado en torno a esta
fecha, como que Jesús no nació el día 25, ni siquiera en el mes de
Diciembre. Y que nadie me podrá negar que en Belén nunca nevara.
Al final, atiborrados de comercio y
consumo, quiero recordarles que después de pasadas las fiestas, tendrán
que volver a la dura realidad. La primera de ellas es el de cómo pagar
las incontables cuotas de su tarjeta de crédito y préstamos. Los
excesos, al final terminan por pasarnos la cuenta.
La figura espectral del viejo pascual
con su ridícula barba, no nos trae la imagen de ningún signo de
espiritualidad, ni menos su cara de bobalicón nos invita a ningún
recogimiento. Al contrario, su figura es la de un viejo cagado de la
risa, que con su bolsa al hombro anda repartiendo regalos, sin que nadie
sepa de dónde es que saca tanto dinero para andar repartiendo regalos a
diestra y siniestra a todos los niños del mundo.
Sin duda, todo parece concluir que
estamos viviendo una época de deseos inconcebidos y que de algún modo
necesitamos refugiarnos en algo para paliar nuestras frustraciones. Para
eso está la espiritualidad, que nos ayuda a sobrellevarlas. Pero cuando
esa espiritualidad, la genuina, se desmadra, es que todo el mundo
está mal de la cabeza y lo único que necesita es que sea visto por un
psiquiatra. Una tradición netamente cristiana, que en sus orígenes nos
invita a un respetuoso recogimiento, convertida en una orgía de fastos,
consumos y regalos, ha hecho perder esa aura y espiritualidad que
primitivamente signó el alma de esta secular tradición.
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