“Así cazamos a los asesinos de monseñor Romero”: Carlos Dada
Dada, periodista salvadoreño, ha dedicado parte de su vida a investigar la muerte de Óscar Arnulfo Romero; sus indagaciones lo llevaron a varios encuentros con el capitán Álvaro Saravia, quien dirigió el crimen.
2010-03-28 | Milenio semanal
Víctor Flores García
Capitan Álvaro Saravia, lugrateniente de D’Abuisson. Foto: Edu Ponces/ Cortesía El Faro.net
El lunes 22 de marzo pasado, en vísperas de los 30 años del magnicidio del Arzobispo Óscar Arnulfo Romero en El Salvador, cometido en el altar de una iglesia de San Salvador el 24 de marzo de 1980 con un solo disparo al corazón, El Faro (www.elfaro.net) publicó como primicia una investigación de cinco años titulada “Así matamos a monseñor Romero”.
“El mayor Roberto d´Aubuisson fue parte de la conspiración para asesinar a monseñor Romero, aunque el tirador lo puso un hijo del ex presidente Arturo Armando Molina”, dice el capitán Álvaro Saravia (lugarteniente de D’Abuisson). Treinta años después él y otros de los involucrados reconstruyen aquellos días de tráfico de armas, cocaína y secuestros. Caído en desgracia, Saravia ha sido repartidor de pizzas, vendedor de autos usados y lavador de narcodinero. Ahora arde en el infierno que ayudó a prender aquellos días, cuando matar “comunistas” era un deporte, como dice la presentación de la investigación en primicia.
Con más de 500 impactos por minuto, los lectores de uno de los primeros diarios electrónicos en Latinoamérica, fundado en 1995, superaron los 200 mil ingresos en un país con poco más de seis millones de habitantes.
Las entrevistas a tres de los cinco participantes en el magnicidio relatan por primera vez cómo fue que el fundador del partido anticomunista Alianza Republicana Nacionalista (Arena) —que gobernó de 1989 a 2009—, el ex oficial de inteligencia Roberto d’Aubuisson y fundador de los paramilitares llamados “Escuadrones de la Muerte”, quien murió de cáncer en la lengua en 1992, dio la orden de matar al arzobispo, acabando con 30 años de especulaciones. “Hazte cargo”, ordenó a su lugarteniente, el capitán Saravia, jefe de sus 14 muchachos íntimos, quien organizó el crimen.
Nunca antes alguien había confesado haber recibido tal orden y los gobiernos y presidentes del partido Arena siempre defendieron la inocencia de su líder histórico, mencionado como posible orquestador en un informe de la Comisión de la Verdad que investigó algunas de las más de 80 mil muertes que dejó la guerra civil (1980-1992). La única prueba indirecta era una agenda, la de Saravia, confiscada cuando D’Abuisson y sus hombres fueron detenidos en 1980 por órdenes de una Junta de Gobierno demócrata cristiana. Allí se relata la Operación Piña, sin que el nombre de Romero aparezca por ninguna parte, aunque la pista llevó al chofer del tirador, que tampoco recibía órdenes directas del jefe de la ultraderecha: Amado Garay se presentó voluntariamente a declarar en 1987 en El Salvador y Estados Unidos lo consideró de valor para investigar actividades de los Escuadrones de la Muerte. Lo acogió como testigo protegido y desde entonces vive oculto.
El testimonio atrae además por primera vez los reflectores hacia un personaje que había quedado tras bambalinas: Mario Molina, hijo de un ex presidente de la era militar, el coronel Arturo Armando Molina (1972-77), y hermano de quien fue ministro de Defensa en el gobierno anterior de Antonio Saca (2005-09). El francotirador armado de un fusil de mira telescópica, según Saravia, salió de su cuerpo de seguridad y es el único que sigue escondido. “Nadie sabe dónde está Mario Molina y el ex presidente aún vive y lleva una vida muy discreta entre Miami y Panamá”, cuenta a M Semanal Carlos Dada en una conversación de dos horas sobre la investigación que le llevó a acumular más de 20 horas de grabación con el capitán Saravia, lugarteniente de D’Aubuisson.
sospecha de violaciones a los derechos humanos" src="https://mail.google.com/mail/?ui=2&ik=a3d9a158b5&view=att&th=127ad52fb0916025&attid=0.0.1.4&disp=emb&zw" align="left" width="644" height="483" hspace="12">Ficha emitida por U.S. Immigration and Customs Enforcement sobre Álvaro Rafael Saravia, por sospecha de violaciones a los derechos humanos Foto: Edu Ponces/ Cortesía El Faro.net
Dada se encontró por primera vez cara a cara con Saravia en 2008, cuando el conspirador intentaba limpiar su imagen y buscaba negociar una condena menor a cambio de una confesión judicial en Estados Unidos; luego se encontró con él ocho veces más en el último año y medio, en una empobrecida zona de las montañas de un país que no puede revelar como parte del acuerdo con el asesino, quien vive con otro nombre; Saravia quería que Dada escribiera un libro. “No soy su secretaria, soy periodista y voy a publicar su confesión”, le espetó. Finalmente Saravia aceptó grabadora y foto.
LA CONFESIÓN
El relato de 20 páginas hecho por Dada arranca así: “Saravia comienza a leer despacio, en voz alta: ‘Algunos años después de asesinar a monseñor Romero, el capitán Álvaro Rafael Saravia se quitó el rango militar, abandonó a su familia y se mudó a California’. En la mano sostiene varias páginas con la impresión de una nota periodística publicada hace cinco años. Se reacomoda los lentes —dos grandes vidrios sostenidos por un alambre—. Tiene las uñas rotas y sucias, y los ojos muy abiertos y agitados. Vuelve a leer el primer párrafo. ‘Algunos años después de asesinar a monseñor Romero, el capitán Álvaro Rafael Saravia…’ Hace una pausa y repite ese nombre, que no ha dicho en mucho tiempo: ‘El capitán Álvaro Rafael Saravia’. Levanta la cabeza y me mira fijamente:
—Usted escribió esto, ¿verdad?
—Sí.
—Pues está mal.
—¿Por qué?
—Aquí dice: “Algunos años después de asesinar a monseñor Romero”. Y yo no lo maté.
—¿Y quién lo mató?
—Un fulano.
—¿Un extranjero?
—No. Un indio, de los de nosotros. Por ahí anda ése.
—Usted no disparó, pero participó en el crimen.
—Treinta años y me voy a morir perseguido por eso. Sí, claro que participé. Por eso estamos hablando.
Tiene las manos gastadas por la miseria y el trabajo del campo. Unas manos que nada tienen que ver con las de aquel piloto de la Fuerza Aérea convertido en lugarteniente del líder anticomunista salvadoreño Roberto d´Aubuisson, y después en repartidor de pizzas, lavador de dinero para la mafia colombiana y finalmente en vendedor de autos usados en California. Ahora ya no es nada de eso. Perdió un juicio al que no asistió, en el que fue encontrado culpable del asesinato de monseñor Romero.
—Cuénteme cómo fue.
—Se lo voy a contar todo, pero despacio. Esto es largo.
La historia resumida en 500 palabras dio la vuelta al mundo mediante las agencias internacionales de noticias y llegó a las portadas de Los Ángeles Times, El Mundo de España, Semana de Colombia, ABC de Paraguay, y la cadena Univisión, entre otros… mientras la gran prensa salvadoreña guardó silencio. Gobernado por primera vez por un presidente de izquierda moderada, Mauricio Funes, quien tiene como paradigmas a los presidentes Lula da Silva y Barack Obama, El Salvador sigue siendo un país dividido por aquel magnicidio.
Saravia durante una entrevista con el autor, Carlos Dada. Foto: Edu Ponces/ Cortesía El Faro.net
LAS CAZADORAS DE CRIMINALES
La historia de la persecución se remonta al año 2004, cuando Carlos Dada, director de El Faro.Net ganó una beca para estudiar en un programa para periodismo de investigación en la Universidad de Stanford, en San Francisco, California. Allí conoció a Terry Karl, profesora de ciencias políticas, quien trabajó durante varios años en Harvard y pasó mucho tiempo en El Salvador desde los años ochenta como asistente de congresistas demócratas. Karl ha sido experta y testigo en todos los juicios civiles en contra de violadores de los derechos humanos, en particular los de los generales José Guillermo García, Eugenio Vides Casanova, Nicolás Carranza y el capitán Saravia. “En 2005, cuando tomaba los cursos con Terry Karl estuve en California mientras tenía lugar el juicio en ausencia contra el capitán Saravia y publiqué la primera pista: 25 años después del asesinato de monseñor Romero, un ex capitán de la Fuerza Aérea se convirtió en el primer culpable del crimen, juzgado y sentenciado en ausencia por una corte estadunidense. Álvaro Rafael Saravia, uno de los implicados en el asesinato que cambió el rostro de El Salvador, ha desaparecido y ahora es prófugo de la justicia, y su crimen uno de los pocos que ha alcanzado la categoría de atentado contra la humanidad por la muerte de una sola persona”.
Una vez localizado, Saravia condujo a otros dos criminales: uno, Fernando El Negro Sagrera, lo negó todo, y el otro, Gabriel El Bibi Montenegro, admitió haber conducido el auto de Saravia, que ofreció seguridad al tirador.
Karl puso en contacto a Dada con Almudena Bernabeu, abogada del Center for Justicie and Accoutabiliy (CJA) en San Francisco, quien buscó en leyes de hace dos siglos que no se habían usado en más de 100 años para enjuiciar, en Estados Unidos, a extranjeros que han cometido violaciones de Derechos Humanos y que se encuentran físicamente en el país. Almudena es también la abogada que presentó el año pasado en España el caso de seis sacerdotes jesuitas asesinados por tropas élite del Ejército salvadoreño en 1989. El CJA es un organismo civil estadunidense que tiene enormes archivos mediante el trabajo voluntario de abogados reconocidos para juicios contra criminales de delitos de lesa humanidad. “Entre sus éxitos —relata Dada— está el caso de un ex torturador de Haití que no podían encontrar. Un día el Miami Herald publicó una foto de un tipo sonriendo emocionado porque se ganó la lotería. Era él, y ese dinero terminó comprando escuelas y clínicas en Haití”.
Tumba de monseñor Romero. Foto: Roberto Escobar/ EFE
El sitio web del CJA contiene largas transcripciones de todo el juicio de Saravia: “Fue una mina de información para encontrar al hombre de D’Aubuisson”. Y fue el CJA el que localizó a Saravia y lo enjuició con dos pruebas: su agenda confiscada en 1980 y el testimonio del chofer que condujo al asesino, que vive como testigo protegido en Estados Unidos. Fue entonces cuando el viejo conspirador huyó y desapareció. Pero Dada contrató a un investigador privado para localizar el domicilio de Saravia. Su conclusión fue: “Este hombre está muerto o está en Chicago protegido por la mafia iraquí que trafica autos, porque se dedica a la venta de autos usados”. Dada viajó entonces a Chicago, recorrió las ventas de autos de segunda mano en busca de su hombre y nada. “Saravia no apareció por ningún lado. Pensé entonces que o me quedaba a vivir en Chicago o estaba perdiendo mi tiempo”. Era el año 2005.
El periodista habló entonces con Bernabeu y le dijo: “Este tipo no puede vivir escondido el resto de su vida, cuando se desespere te va a llamar, cuando te llame dile que lo he buscado desde hace mucho y dile que quiero hablar con él”.
LA SALIDA DEL ESCONDITE
Un año después, Saravia buscó defenderse del juicio en ausencia y de su condena a pagar 10 millones de dólares como reparación. Hacia 2006 buscó a un periodista del Miami Herald, Gerardo Reyes, y le dijo: “Voy a contarlo todo en un libro”. Pero luego volvió a desaparecer. “Un día de 2008, harto de vivir a salto de mata, el tipo habla con Almudena y trata de negociar algo legal que no prospera, pero ella le transmite mi mensaje. Tiempo después llama de nuevo y le dice ‘que venga Dada, quiero hablar con él’. Y me acerqué a dar el paso que había buscado por años”, relata el director de El Faro. La cita fue en una región empobrecida, peligrosa y remota “en un país latinoamericano”, dice Dada guardando su palabra.
El conspirador lo recibió con una interrogación: “¿Es usted hijo de Héctor Dada Hirezi?”. Dada Hizeri es un político democristiano, ex miembro civil de la cívico militar Junta de Gobierno instalada tras el golpe de Estado que acabó con una era de gobiernos militares en 1979, la misma que ordenó la detención de D’Abuisson y su gente. Dada Hirezi es ahora Ministro de Economía. “En ese momento me di cuenta que Saravia estaba entre quienes estuvieron persiguiendo a mi padre para matarlo. Mi padre también era su enemigo en aquella época, como todos los que no estuvieran con ellos. Lo fueron a perseguir hasta México para matarlo en los años ochenta, dice Carlos Dada, quien estudió en aquellos años en la Universidad Iberoamericana de México. El encuentro sin grabadora ni cámara duró unas cuatro horas y decidieron volverse a encontrar.
Roberto d’Aubuisson, autor intelectual del asesinato de Romero. Foto: Especial
CRIMINALES RETIRADOS
En busca de una pista sobre el magnicidio, Dada cubrió a finales de 2005 el juicio en Estados Unidos contra otro alto jefe militar involucrado en los asesinatos: el ex vice Ministro de Defensa, Nicolás Carranza, en Menphis, Tennessee. Husmeó en la nueva vida privada del hombre condenado por “no haber hecho nada”, por no impedir asesinatos cometidos por sus hombres entre 1979 y 1981. “Me encontré en las noches con el insólito tipo de vida que llevaba Carranza. Trabajaba como vigilante nocturno del Museo de Arte de Menphis. El hombre que tenía un poder absoluto, que torturó, que fue agente de la CIA declarado, acabó de vigilante nocturno en un museo menor”. Dada descubrió allí los extraños recovecos de esas vidas ocultas: la subalterna de Carranza era una mujer afgana que llegó a Estados Unidos huyendo del talibán que la habían torturado. “Fue el ex torturador salvadoreño, que nadie sabía quién era en aquel país, quien le dio atención psicológica y le ayudó a desahogarse sobre las torturas del Talibán de Afganistán. Tengo muchos problemas manejando estas situaciones. Al capitán Saravia lo he estado viendo y he conversado con regularidad con él durante año y medio. Él representa las cosas más repugnantes para mí, pero empecé a sentir empatía por esta persona”.
Confundido, Dada fue a hablar con Karl: “No sé cómo manejarlo, este asesinato representa todo esas cosas que repudio, pero siento compasión de su miseria y hasta me da ternura”. La repuesta de Terry fue fabulosa: “‘No te sientas mal, eso es exactamente lo que te hace distinto a él’. Porque Saravia me comenzó a tomar confianza. La única forma de vivir con eso que tiene la gente que tortura, mata o viola es convencerse de que la gente que ellos matan o violan no son seres humanos, pero hay que descubrir los rastros de humanidad que hay en aquel monstruo, es lo que Hanna Arendt llamaba la banalidad del mal”.
Un manifestante protesta junto al monumento a Roberto d’Aubuisson en San Salvador, durante la marcha del 25 de marzo de 2010. Foto: José Cabezas/ AFP
PERFIL DEL PRÓFUGO
Saravia es el único de los conspiradores que vive escondido, cuenta Dada en su reportaje. Ha intentado en reiteradas ocasiones comunicarse con algunos de sus antiguos compañeros de lucha, pero nadie le ha respondido: “Treinta años han pasado y sigue la misma mierda. Ya no tengo nada que ocultar. ¿Para qué? Ya más hecho mierda de lo que estoy, cómo voy a estar. ¡Nada! A mí se me hace que hay una conspiración, que no quieren saber quién putas mató a Romero”.
Donde vive Saravia ni siquiera hay papel y el vecino más cercano que sabe leer y escribir vive a 20 minutos de su casa. A falta de libro, quiere contar todo en una entrevista.
—¿Y por qué quiere hablar ahora?
—Por mis hijos. Es que hasta ellos me ven como Hitler.
Por primera vez desde que empezamos a conversar, Saravia agacha la cabeza. Aprieta la boca. Está solo en esta mesa en la que también estoy yo. Y soy yo quien rompe el silencio.
—¿Hace cuánto no habla con ellos?
—¡Uffff! ¡Ufff! ¡Diez años! Me recuerdo de ellos todos los días. Aunque hasta miedo tengo de hablarles yo.
Durante las siguientes jornadas el capitán Saravia confesó a Dada otros motivos para hablar: “De todos los involucrados, es el único juzgado y el único que vive escondido. Amado Garay, el chofer, también vive oculto, pero en condición de testigo protegido de Estados Unidos. Pero es preciso subrayar algo: la primera condición para vivir escondido es estar vivo. Otras cinco personas involucradas en este crimen, o en su ocultamiento, no pudieron esconderse. Una murió decapitada, otra se suicidó, otra desapareció, a otra la mataron en un retén en la carretera. Otra terminó en pedacitos. En Guatemala. Eso dicen. Pero de esta última no hay nombre ni certificado de defunción”.
Él mismo parte de esa conspiración, ahora está solo. Su único amigo es un hombre que tiene una vieja pick up y una pequeña propiedad rural. Ahí hay una cabañita de madera, parecida a la de El Unabomber, compuesta por cuatro paredes con una ventana que protegen un piso de tierra y nada más. Ahí vivió Saravia más de un año, hasta que se metieron los ladrones y le robaron un cincho, una camiseta y un machete, que era lo único que tenía. La segunda vez que nos vimos, en el hotel, baja de su cuarto 15 minutos después de la hora convenida. Viene pálido.
—¿Qué le pasa, capitán?
—Acabo de verme en el espejo. Tenía cinco meses de no verme en un espejo.