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y del Tercer MundoDiarios de Urgencia
Director: CARLOS AZNAREZRedacción: Leandro Albani, Facundo Guillén, Ana Guillermina Roca, Antonela Di Candia, Marina Pérez Damil, Sebastian Polischuk, Gladys Quiroga
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LA CONTRAINFORMACIÓN AL DÍA
Testimonios de quienes vivieron esas jornadas gloriosas de enero de 1959
Amanecer de amaneceres
Aquella alborada primera de 1959, cuando Cuba se hizo bullicio de pueblo y alegrón y tomó cuerpo de Patria victoriosa, de joven libre y soñadora, persevera en el recuerdo emocionado de quienes la vivieron
«Era
de madrugada. Vivía con mi familia en Mejías de Barajagua, en medio del
campo. A lo lejos se escuchaban los disparos. Se estaba combatiendo en
Cueto, en Báguano. Y cuando escuché gritar a mi papá: ¡Huyó Batista!
¡Ganaron los rebeldes!, yo debo haber pensado en muchas cosas a la vez.
Tenía por entonces solo 12 años, pero sí recuerdo con toda claridad que
esa fue una de las mayores alegrías que se había vivido en mi casa hasta
ese momento».
Con ese destello, Nelson Arias Rodríguez, un educador holguinero con más de 54 años de labor, sintetizó el principal sentimiento que se le ha quedado grabado a flor de piel desde aquel 1ro. de Enero de 1959, cuando comenzaba un año nuevo, pero también una nueva vida para su familia y la inmensa mayoría de los cubanos.
Vivimos otro enero triunfal, animado entre anécdotas y convites, prestos a la celebración. Y junto a tanta algazara y alegría, no se hace difícil evocar la jornada primera de aquel enero en el que, 56 años atrás, Cuba quebrantó su mutismo incómodo de calles y barrios, y tomó cuerpo de Patria victoriosa, de joven libre y soñadora. Una Isla toda se hizo bullicio de pueblo y alegrón.
Testigos de aquel día fundacional, por entonces jóvenes, algunos casi niños, se redescubren ahora en alta voz, mientras comparten con JR lo que fue aquella fecha de fechas, aquel amanecer de amaneceres que marcó un parteaguas entre un pasado republicano que no se olvida tan fácilmente, y los rumbos inclusivos de un proyecto de país que aún se construye con sus propias brújulas.
En la palabra de los testimoniantes va la herencia, el legado mayor a las nuevas generaciones, el abrazo infinito a la promesa de seguir viviendo otros diciembres y otros eneros victoriosos.
Nelson Arias siente que en aquella época se crecía muy rápido. «Uno maduraba tempranamente a golpe de ver, escuchar o tener que hacer algunas cosas que a ningún muchacho de hoy le pueden pasar por la cabeza», acotó.
«Mi padre era un viejo luchador que brindaba apoyo directo a los rebeldes. Muchas veces les llevé alimentos y guié a otros hacia el campamento en medio del monte, donde se encontraban alzados en armas.
«En el campo, especialmente, se vivía con mucho temor antes de 1959. Había mucha represión. Te enterabas con facilidad de que al hijo de un vecino lo acribillaron a balazos en su propia casa, o de que hubo un desalojo. Cuando pasaba un yipi o un soldado de la Guardia Rural a caballo, corríamos a guarecernos, porque siempre se esperaba lo peor», continúa recordando Nelson Arias.
Emocionado narra cómo, después, el comienzo del séptimo grado significó su incorporación a varias de las tareas de la naciente Revolución, como la constitución de las Milicias y la Campaña de Alfabetización.
«Qué mayor orgullo que el de haberme desempeñado con menos de 20 años como maestro popular, y luego como director de Educación en un municipio. En eso fui entonces el más joven de toda la provincia de Oriente», refiere con orgullo.
«Con los jóvenes hay que conversar de aquellos tiempos, aunque las tareas de hoy sean diferentes. Siendo un adolescente me tocó limpiar los calabozos del Regimiento número 7, de Holguín, desde donde se había reprimido a la población civil. Días más tarde fue convertido en Ciudad Escolar, con la presencia de Fidel, el Che y Armando Hart, entre otros compañeros. Fue una experiencia inolvidable».
Pero esas también son vivencias que ha sabido transmitir a sus hijos y nietos, quienes bebieron de la savia del viejo. Forjaron valores, principios que hoy ellos mismos sostienen desde sus ocupaciones y deberes sociales.
Contaba apenas con 17 años de edad y ya estaba enrolada junto con su padre en las luchas por transformar de algún modo aquel incómodo estado de cosas, bajo un régimen de oprobio.
«En la madrugada del 1ro. de Enero escuchamos en casa por un radio de pilas el anuncio de la huida del tirano. Estábamos muy atentos a los constantes partes del Ejército Rebelde.
«La alegría fue inmensa, pero en medio del campo, en Minas de Melones, a unos 12 kilómetros de la ciudad de Holguín y en la oscuridad de esas horas, lo que nos dio fue por salir a contárselo a los demás vecinos.
«Salimos al camino real y pronto se fueron enterando. Recuerdo que al amanecer hubo una gran concentración. Muchos viajaron a la ciudad de Holguín. No podría describir que en aquellas horas hubo una celebración, al menos tal y como lo hacemos hoy cada inicio de año. Pero sí se manifestó gran efervescencia popular, de agradecimiento a Fidel; de unidad y de bienvenida a los rebeldes, quienes llegaban de todas partes.
«En los años anteriores, y pese a mi corta edad, había estado insertada junto a mi padre en la lucha clandestina. Él me dio esa posibilidad, cosiendo brazaletes, banderas cubanas, uniformes verdeolivo y cuanta misión fuese necesaria», explica Vidal Aguilar.
«Para muchos revolucionarios, quienes se habían mantenido en sus puestos, considero que más que de celebración aquel día de la victoria fue de reorganización, de acopio de fuerzas y de mucho ajetreo.
«Una de las experiencias más impresionantes para el pueblo de Holguín sería una exposición pública, organizada en una de las tiendas más céntricas de la ciudad, La Luz de Yara, de cuantos objetos y métodos de tortura empleó el Ejército de la tiranía para aterrorizar a la población.
«A mí me había sobrecogido particularmente, en el año 1958, el asesinato de un joven honrado y muy buen ciudadano, como cualquiera de hoy día: Nicio García, a quien golpearon y vejaron», evoca la hoy experimentada educadora y fundadora de la carrera de Derecho en la Universidad de Holguín.
«¿El que más yo celebro de todos? El de la eliminación de las diferencias y desigualdades entre nosotros mismos».
Así lo define Aldo González Serra, un sexagenario jubilado del sector de la Salud en el municipio holguinero de Mayarí, quien tenía por entonces apenas 13 años de edad.
Vivía junto a sus padres y abuelos en el batey cañero de Herrera, una dependencia del antiguo central Preston, propiedad de la United Fruit Company en el oriente del país.
«En el poblado había un club donde se encontraba uno de los poquísimos televisores que había en el lugar. No puedo negar que yo tenía acceso a ese sitio, porque mi padre, que era tractorista, recibía ese beneficio en tiempo de zafra», continúa diciendo González Serra.
«Sin embargo, a muchos de mis compañeros, con quienes jugaba pelota por el día y compartíamos todo, no les estaba permitido. Mucho menos si eran negros. Se quedaban viendo desde afuera, por donde podían, a una distancia de muchos metros, y sin atreverse a traspasar aquella puerta», afirma.
«Aquel día, cuando comenzaron a llegar los rebeldes, esa fue una de las primeras cosas que cambió en el batey. Entonces vi pasar no solo a mis amigos de infancia, sino a sus padres, blancos o negros, a quienes ya nadie más pudo negarles el paso por querer servirse de un simple televisor».
González, quien reside junto a su familia en el poblado de Guatemala, Mayarí, agrega que con el paso de los años comprendió la verdadera esencia de aquella anécdota: a partir de entonces todas las medidas que aprobó la Revolución triunfante son para favorecer a la inmensa mayoría del pueblo, sin distinción de ningún tipo.
«Con una fiebre y una tos tremenda, que no se le quitaba con nada, aquello era terrible. Se pasaba días enteros sufriendo, con la niña muriéndoseme. Mi esposo, José Coto, reunió algo de dinero y nos marchamos para ver a un médico en Jagüey Grande.
«Fuimos a un hospital; ya estaba cercano 1958. Nos recibió el médico de apellido Rodríguez, y me dijo que si no tenía los tres pesos para pagarle no me atendería. Yo no entendía aquello y le dije: “Pero si está trabajando en este hospital, y creo que a usted le paga el Estado”. Con voz irascible, acalorado, me respondió: “No, no, no. Olvídese de lo que usted piense”… “Por favor, ayúdeme, mire en las condiciones que está mi hija”, le contesté. “No”, rebatió el médico nuevamente.
«Cuando comprendí que no la salvaría de ninguna manera si no tenía el dinero, le dije casi llorando: “Lo único que le deseo es que usted nunca en la vida se vea pidiendo a una gente que le cure a un hijo como estoy yo ahora”. Enfurecido, sin apiadarse un instante, me replicó: “¡Ah, ustedes los guajiros siempre están llorando miseria, busquen dinero porque se les va a morir entre las manos”. Esa fue su respuesta.
«Imagínate en las condiciones en que salí de allí cuando el médico me dijo que el pulmón de la niña se estaba reventando. Alguien me sugirió que fuera al Materno de Jagüey. No sé si existe todavía la construcción. Era una casona grande, donde trabajaba el médico Pepe Vera, a quien le conté el problema y lo que me había pasado con el otro doctor.
«Comentó que me recetaría una medicina efectiva, y que no me la daba porque no la tenía. “Con ese medicamento la niña se te va a curar”, me aseguró. Me dio además unos cuantos pomos de medicina y me indicó cómo tenía que dársela.
«Entre cuatro o cinco personas reunimos el dinero de la medicina, que valía dos pesos. Era un frasco grande, con una pasta que había que disolver en alimentos. Era un antibiótico y un antialérgico. Se le fue quitando la tos hasta que desapareció y se salvó. Hoy uno cuenta eso y parece ficción».
«Viví de Soplillar para adentro, en un lugar que le dicen Molina, donde nacimos y nos criamos los 11 hermanos en una miseria inmensa. Era mi papá solo trabajando para tantas bocas. Después fueron saliendo mis hermanos, pero usted sabe cómo es eso, se iban casando y se marchaban.
«El piso de mi casa siempre fue de tablas, porque mi padre, por aquellos años de las vacas gordas, como se le decía, vivía relativamente bien.
«Lo que sufrí y vi sufrir a mi familia no se lo deseo a nadie. A mí se me murió mi primer hijo a los 22 meses de nacido. Eso fue en 1948. Tenía parásitos, muchos vómitos y diarrea. No teníamos recursos y a los médicos había que pagárselo todo. El niño nació bien, pero después se enfermó. Pedimos un transporte para sacarlo de lo apartado de la ciénaga, y el terrateniente de la zona no quiso mandar el vehículo. Eso nunca se olvida.
«Después parí a mi hija Victoria, en 1950, que nació en la casa de mi papá. Yo por entonces vivía con mi marido en un lugar mucho más intrincado, porque los hombres, cuando no tenían monte bueno para cortar la leña y quemar el carbón, se iban adentrando en busca de madera. Levantaban un casucho, un rancho, a como fuera.
La celebración por la victoria colmó las calles y avenidas del país.
«Cuando tuve a mi segunda hija me atendieron mi mamá y mi hermana, que vivían cerca. De aquello no me quiero acordar. Empecé con dolores el día 20 y parí el 23 de febrero. Era muy peligroso parir en la casa sin condiciones higiénicas ni de ningún tipo, pero no había otro remedio. ¿Qué íbamos a hacer?
«Mis hermanos y yo aprendimos en la casa a escribir un poquito; lo hacíamos en hojas de plátano. Uno las viraba y con un pedacito de madera escribía. Así aprendimos algo. Mi papá nos enseñaba, porque él se crió en Aguada de Pasajeros hasta los 12 años de edad. Fue a la escuela y aprendió algo; era una persona inteligente», recuerda.
«Crié a mis hijas con una miseria enorme, dándoles leche de chiva y un poquito de lo que mi esposo sembraba. Con lo poquito que le pagaban se compraba a veces algo. Yo lavaba la ropa de los carboneros, a 25 centavos el juego de piezas. A veces cortaba yerba para tapar los sacos de carbón, cargaba leña o “peinaba” el carbón alrededor de los hornos, lo echaba en jabucos y después lo envasaba en los sacos.
«La ropa de los carboneros era una tarea dura, dura. Se blanquea dándole duro en la batea, dándole mucho cepillo. Empezaba al amanecer y ya en la tarde la ropa estaba toda seca. No podía hacer nada más», explica Flora.
«Me enteré de la victoria del 1ro. de Enero de una manera muy graciosa. Había un vecino que pertenecía al Movimiento 26 de Julio, Israel González, y en su casa había un radiecito con el que nosotros por la noche oíamos Radio Rebelde, escondidos.
«Recuerdo que había un hombre que vendía dulces y venía en un caballo. Pasaba tempranito, pero ese día, al momento de pasar, regresó corriendo y gritando: “¡Se fue Batista, se fue Batista!”. Aquello fue una locura; repicó la campana de la iglesia, los carros pitaban y la gente cogió las calles con mucha alegría, según se dijo después en las noticias. Desde entonces he sentido un tremendo alivio en mi vida.
En el rostro de los cubanos sobresale la alegría por el triunfo rebelde.
«La Revolución y Fidel les han abierto muchas puertas a los cubanos. Nunca pensamos que pudiéramos tener lo que disfrutamos hoy. A mis cuatro hijas les he contado todo lo que se pasaba antes de 1959, aunque algunas lo vivieron en carne propia. A todas las encaminé; tres han sido dirigentes de la Federación de Mujeres Cubanas y una profesora de la Universidad de Matanzas. Me siento orgullosa de mi familia y de ser cubana.
«A los jóvenes siempre les digo que cuiden y defiendan la Revolución. Hay muchas razones para hacerlo. El que sufrió la vida como nosotros nunca olvida los atropellos. Los jóvenes a veces ven solo lo malo y no lo bueno, que es bastante», añade.
Sus vivencias brotan con esa lozanía de lo perdurable como si hubiera ocurrido ayer el 1ro. de Enero de 1959, una fecha que lleva en el corazón.
Cuenta Marta Anido que en la urbe santaclareña no había corriente, como consecuencia de los combates, pero en un radio de pilas se enteraron de la huida del tirano en su casa, en la calle Tristá.
«Salimos de inmediato y nos encontramos con amigas y amigos de la cuadra que luchamos juntos por la Revolución. Llevábamos puesto el brazalete del Movimiento 26 de Julio y las mujeres vestíamos sayas negras y blusas verdeolivo.
«Avanzamos hacia el parque Leoncio Vidal cantando el Himno del 26 de Julio y también una canción que decía: Sierra Maestra, monte glorioso de Cuba, donde luchan los cubanos que la quieren defender...», cuenta con hondo regocijo.
«Recuerdo que durante el trayecto vimos parar un vehículo y nos dio una gran alegría ver sentada en el asiento trasero a Aleida March. Le gritamos: “¡Aleida! ¡Aleida…!” y nos acercamos.
«Entonces, de súbito, se vira para nosotros el que iba sentado delante y nos dice: “Es un peligro lo que están haciendo, aún el Regimiento no se ha rendido; cuídense”. Era el mismísimo Che Guevara el que nos hablaba. Fue la primera vez que lo vi en persona.
«Él siguió su rumbo, creo que no eran todavía las siete de la mañana cuando tuvo lugar aquel encuentro. El Regimiento se rindió más tarde, pero ya nosotros estábamos festejando. Luego, en la medida en que avanzó la mañana, aquello resultó apoteósico».
Para Marta Anido, combatiente en las filas del Movimiento 26 de Julio, los que tuvieron la dicha de vivir aquel instante, que marcó y definió, jamás lo olvidarán. Fue una experiencia única.
«Todo el mundo quería abrazar a los rebeldes; también fue la alegría del reencuentro de los guerrilleros con sus familias o amigos. Hubo tristeza por los compañeros caídos, aunque reconfortaba el hecho de que su ideal había triunfado».
Sus recuerdos de aquella memorable jornada de enero, y muchos otros sobre la lucha contra la tiranía batistiana en la ciudad, Marta Anido los ha compartido en encuentros con estudiantes, porque a las nuevas generaciones «hay que incentivarles el espíritu de lucha y patriotismo».
Por ello deben conocer bien cómo eran aquellos jóvenes que lo dejaron todo ante la urgencia de liberar a la Patria del tirano, enfatiza.
Hay que contarles, agrega, de cómo pospusieron sus sueños personales más inmediatos, asumieron los riesgos que su época les impuso, y mostrárselos tal y como eran.
La misma Marta Anido, que ha tejido una larga y ejemplar trayectoria a partir de la década de los 50 del pasado siglo con un protagonismo especial en el trabajo comunitario, al vincular el ballet con los niños más humildes de Santa Clara, fue de esos jóvenes que se sumaron a la lucha y vivieron la conmoción de la victoria.
Con ese destello, Nelson Arias Rodríguez, un educador holguinero con más de 54 años de labor, sintetizó el principal sentimiento que se le ha quedado grabado a flor de piel desde aquel 1ro. de Enero de 1959, cuando comenzaba un año nuevo, pero también una nueva vida para su familia y la inmensa mayoría de los cubanos.
Vivimos otro enero triunfal, animado entre anécdotas y convites, prestos a la celebración. Y junto a tanta algazara y alegría, no se hace difícil evocar la jornada primera de aquel enero en el que, 56 años atrás, Cuba quebrantó su mutismo incómodo de calles y barrios, y tomó cuerpo de Patria victoriosa, de joven libre y soñadora. Una Isla toda se hizo bullicio de pueblo y alegrón.
Testigos de aquel día fundacional, por entonces jóvenes, algunos casi niños, se redescubren ahora en alta voz, mientras comparten con JR lo que fue aquella fecha de fechas, aquel amanecer de amaneceres que marcó un parteaguas entre un pasado republicano que no se olvida tan fácilmente, y los rumbos inclusivos de un proyecto de país que aún se construye con sus propias brújulas.
En la palabra de los testimoniantes va la herencia, el legado mayor a las nuevas generaciones, el abrazo infinito a la promesa de seguir viviendo otros diciembres y otros eneros victoriosos.
Nelson Arias siente que en aquella época se crecía muy rápido. «Uno maduraba tempranamente a golpe de ver, escuchar o tener que hacer algunas cosas que a ningún muchacho de hoy le pueden pasar por la cabeza», acotó.
«Mi padre era un viejo luchador que brindaba apoyo directo a los rebeldes. Muchas veces les llevé alimentos y guié a otros hacia el campamento en medio del monte, donde se encontraban alzados en armas.
«En el campo, especialmente, se vivía con mucho temor antes de 1959. Había mucha represión. Te enterabas con facilidad de que al hijo de un vecino lo acribillaron a balazos en su propia casa, o de que hubo un desalojo. Cuando pasaba un yipi o un soldado de la Guardia Rural a caballo, corríamos a guarecernos, porque siempre se esperaba lo peor», continúa recordando Nelson Arias.
Emocionado narra cómo, después, el comienzo del séptimo grado significó su incorporación a varias de las tareas de la naciente Revolución, como la constitución de las Milicias y la Campaña de Alfabetización.
«Qué mayor orgullo que el de haberme desempeñado con menos de 20 años como maestro popular, y luego como director de Educación en un municipio. En eso fui entonces el más joven de toda la provincia de Oriente», refiere con orgullo.
«Con los jóvenes hay que conversar de aquellos tiempos, aunque las tareas de hoy sean diferentes. Siendo un adolescente me tocó limpiar los calabozos del Regimiento número 7, de Holguín, desde donde se había reprimido a la población civil. Días más tarde fue convertido en Ciudad Escolar, con la presencia de Fidel, el Che y Armando Hart, entre otros compañeros. Fue una experiencia inolvidable».
Pero esas también son vivencias que ha sabido transmitir a sus hijos y nietos, quienes bebieron de la savia del viejo. Forjaron valores, principios que hoy ellos mismos sostienen desde sus ocupaciones y deberes sociales.
Nos dio por contárselo a los vecinos
Para Filadelfa Vidal Aguilar, una experimentada jurista y pedagoga de la Universidad Oscar Lucero Moya, de Holguín, las vivencias de aquel día atesoran hondos sentimientos.Contaba apenas con 17 años de edad y ya estaba enrolada junto con su padre en las luchas por transformar de algún modo aquel incómodo estado de cosas, bajo un régimen de oprobio.
«En la madrugada del 1ro. de Enero escuchamos en casa por un radio de pilas el anuncio de la huida del tirano. Estábamos muy atentos a los constantes partes del Ejército Rebelde.
«La alegría fue inmensa, pero en medio del campo, en Minas de Melones, a unos 12 kilómetros de la ciudad de Holguín y en la oscuridad de esas horas, lo que nos dio fue por salir a contárselo a los demás vecinos.
«Salimos al camino real y pronto se fueron enterando. Recuerdo que al amanecer hubo una gran concentración. Muchos viajaron a la ciudad de Holguín. No podría describir que en aquellas horas hubo una celebración, al menos tal y como lo hacemos hoy cada inicio de año. Pero sí se manifestó gran efervescencia popular, de agradecimiento a Fidel; de unidad y de bienvenida a los rebeldes, quienes llegaban de todas partes.
«En los años anteriores, y pese a mi corta edad, había estado insertada junto a mi padre en la lucha clandestina. Él me dio esa posibilidad, cosiendo brazaletes, banderas cubanas, uniformes verdeolivo y cuanta misión fuese necesaria», explica Vidal Aguilar.
«Para muchos revolucionarios, quienes se habían mantenido en sus puestos, considero que más que de celebración aquel día de la victoria fue de reorganización, de acopio de fuerzas y de mucho ajetreo.
«Una de las experiencias más impresionantes para el pueblo de Holguín sería una exposición pública, organizada en una de las tiendas más céntricas de la ciudad, La Luz de Yara, de cuantos objetos y métodos de tortura empleó el Ejército de la tiranía para aterrorizar a la población.
«A mí me había sobrecogido particularmente, en el año 1958, el asesinato de un joven honrado y muy buen ciudadano, como cualquiera de hoy día: Nicio García, a quien golpearon y vejaron», evoca la hoy experimentada educadora y fundadora de la carrera de Derecho en la Universidad de Holguín.
Se traspasó la puerta
«Aquel 1ro. de Enero de 1959 la inmensa mayoría de los cubanos nos alegramos y celebramos la noticia de la huida de Batista. Pero tal vez no todos nos dimos cuenta plenamente del mayor cambio en nuestras vidas.«¿El que más yo celebro de todos? El de la eliminación de las diferencias y desigualdades entre nosotros mismos».
Así lo define Aldo González Serra, un sexagenario jubilado del sector de la Salud en el municipio holguinero de Mayarí, quien tenía por entonces apenas 13 años de edad.
Vivía junto a sus padres y abuelos en el batey cañero de Herrera, una dependencia del antiguo central Preston, propiedad de la United Fruit Company en el oriente del país.
«En el poblado había un club donde se encontraba uno de los poquísimos televisores que había en el lugar. No puedo negar que yo tenía acceso a ese sitio, porque mi padre, que era tractorista, recibía ese beneficio en tiempo de zafra», continúa diciendo González Serra.
«Sin embargo, a muchos de mis compañeros, con quienes jugaba pelota por el día y compartíamos todo, no les estaba permitido. Mucho menos si eran negros. Se quedaban viendo desde afuera, por donde podían, a una distancia de muchos metros, y sin atreverse a traspasar aquella puerta», afirma.
«Aquel día, cuando comenzaron a llegar los rebeldes, esa fue una de las primeras cosas que cambió en el batey. Entonces vi pasar no solo a mis amigos de infancia, sino a sus padres, blancos o negros, a quienes ya nadie más pudo negarles el paso por querer servirse de un simple televisor».
González, quien reside junto a su familia en el poblado de Guatemala, Mayarí, agrega que con el paso de los años comprendió la verdadera esencia de aquella anécdota: a partir de entonces todas las medidas que aprobó la Revolución triunfante son para favorecer a la inmensa mayoría del pueblo, sin distinción de ningún tipo.
Por no tener los tres pesos
Flora Coba Arencibia es una cenaguera nacida en 1927. Ha visto y sufrido mucho para contar. «En 1955 nació mi niña Librada, que luego se me enfermó, aunque siempre estaba mal porque padecía de una alergia, que nosotros ni sabíamos qué era una alergia.«Con una fiebre y una tos tremenda, que no se le quitaba con nada, aquello era terrible. Se pasaba días enteros sufriendo, con la niña muriéndoseme. Mi esposo, José Coto, reunió algo de dinero y nos marchamos para ver a un médico en Jagüey Grande.
«Fuimos a un hospital; ya estaba cercano 1958. Nos recibió el médico de apellido Rodríguez, y me dijo que si no tenía los tres pesos para pagarle no me atendería. Yo no entendía aquello y le dije: “Pero si está trabajando en este hospital, y creo que a usted le paga el Estado”. Con voz irascible, acalorado, me respondió: “No, no, no. Olvídese de lo que usted piense”… “Por favor, ayúdeme, mire en las condiciones que está mi hija”, le contesté. “No”, rebatió el médico nuevamente.
«Cuando comprendí que no la salvaría de ninguna manera si no tenía el dinero, le dije casi llorando: “Lo único que le deseo es que usted nunca en la vida se vea pidiendo a una gente que le cure a un hijo como estoy yo ahora”. Enfurecido, sin apiadarse un instante, me replicó: “¡Ah, ustedes los guajiros siempre están llorando miseria, busquen dinero porque se les va a morir entre las manos”. Esa fue su respuesta.
«Imagínate en las condiciones en que salí de allí cuando el médico me dijo que el pulmón de la niña se estaba reventando. Alguien me sugirió que fuera al Materno de Jagüey. No sé si existe todavía la construcción. Era una casona grande, donde trabajaba el médico Pepe Vera, a quien le conté el problema y lo que me había pasado con el otro doctor.
«Comentó que me recetaría una medicina efectiva, y que no me la daba porque no la tenía. “Con ese medicamento la niña se te va a curar”, me aseguró. Me dio además unos cuantos pomos de medicina y me indicó cómo tenía que dársela.
«Entre cuatro o cinco personas reunimos el dinero de la medicina, que valía dos pesos. Era un frasco grande, con una pasta que había que disolver en alimentos. Era un antibiótico y un antialérgico. Se le fue quitando la tos hasta que desapareció y se salvó. Hoy uno cuenta eso y parece ficción».
Aquello fue una «locura»
Flora narra y se emociona. Hija del carbonero Diego y la cenaguera Leonor, es una mujer canosa, de baja estatura, excelente conversadora, fuerte y lúcida a sus 87 años de edad. Trabajó en Playa Larga como auxiliar de limpieza y después en Boca de Guamá como cocinera. Ahora vive en una casa de mampostería en Pálpite.«Viví de Soplillar para adentro, en un lugar que le dicen Molina, donde nacimos y nos criamos los 11 hermanos en una miseria inmensa. Era mi papá solo trabajando para tantas bocas. Después fueron saliendo mis hermanos, pero usted sabe cómo es eso, se iban casando y se marchaban.
«El piso de mi casa siempre fue de tablas, porque mi padre, por aquellos años de las vacas gordas, como se le decía, vivía relativamente bien.
«Lo que sufrí y vi sufrir a mi familia no se lo deseo a nadie. A mí se me murió mi primer hijo a los 22 meses de nacido. Eso fue en 1948. Tenía parásitos, muchos vómitos y diarrea. No teníamos recursos y a los médicos había que pagárselo todo. El niño nació bien, pero después se enfermó. Pedimos un transporte para sacarlo de lo apartado de la ciénaga, y el terrateniente de la zona no quiso mandar el vehículo. Eso nunca se olvida.
«Después parí a mi hija Victoria, en 1950, que nació en la casa de mi papá. Yo por entonces vivía con mi marido en un lugar mucho más intrincado, porque los hombres, cuando no tenían monte bueno para cortar la leña y quemar el carbón, se iban adentrando en busca de madera. Levantaban un casucho, un rancho, a como fuera.
La celebración por la victoria colmó las calles y avenidas del país.
«Cuando tuve a mi segunda hija me atendieron mi mamá y mi hermana, que vivían cerca. De aquello no me quiero acordar. Empecé con dolores el día 20 y parí el 23 de febrero. Era muy peligroso parir en la casa sin condiciones higiénicas ni de ningún tipo, pero no había otro remedio. ¿Qué íbamos a hacer?
«Mis hermanos y yo aprendimos en la casa a escribir un poquito; lo hacíamos en hojas de plátano. Uno las viraba y con un pedacito de madera escribía. Así aprendimos algo. Mi papá nos enseñaba, porque él se crió en Aguada de Pasajeros hasta los 12 años de edad. Fue a la escuela y aprendió algo; era una persona inteligente», recuerda.
«Crié a mis hijas con una miseria enorme, dándoles leche de chiva y un poquito de lo que mi esposo sembraba. Con lo poquito que le pagaban se compraba a veces algo. Yo lavaba la ropa de los carboneros, a 25 centavos el juego de piezas. A veces cortaba yerba para tapar los sacos de carbón, cargaba leña o “peinaba” el carbón alrededor de los hornos, lo echaba en jabucos y después lo envasaba en los sacos.
«La ropa de los carboneros era una tarea dura, dura. Se blanquea dándole duro en la batea, dándole mucho cepillo. Empezaba al amanecer y ya en la tarde la ropa estaba toda seca. No podía hacer nada más», explica Flora.
«Me enteré de la victoria del 1ro. de Enero de una manera muy graciosa. Había un vecino que pertenecía al Movimiento 26 de Julio, Israel González, y en su casa había un radiecito con el que nosotros por la noche oíamos Radio Rebelde, escondidos.
«Recuerdo que había un hombre que vendía dulces y venía en un caballo. Pasaba tempranito, pero ese día, al momento de pasar, regresó corriendo y gritando: “¡Se fue Batista, se fue Batista!”. Aquello fue una locura; repicó la campana de la iglesia, los carros pitaban y la gente cogió las calles con mucha alegría, según se dijo después en las noticias. Desde entonces he sentido un tremendo alivio en mi vida.
En el rostro de los cubanos sobresale la alegría por el triunfo rebelde.
«La Revolución y Fidel les han abierto muchas puertas a los cubanos. Nunca pensamos que pudiéramos tener lo que disfrutamos hoy. A mis cuatro hijas les he contado todo lo que se pasaba antes de 1959, aunque algunas lo vivieron en carne propia. A todas las encaminé; tres han sido dirigentes de la Federación de Mujeres Cubanas y una profesora de la Universidad de Matanzas. Me siento orgullosa de mi familia y de ser cubana.
«A los jóvenes siempre les digo que cuiden y defiendan la Revolución. Hay muchas razones para hacerlo. El que sufrió la vida como nosotros nunca olvida los atropellos. Los jóvenes a veces ven solo lo malo y no lo bueno, que es bastante», añade.
Júbilo con el Che
Todavía hoy a la ilustre profesora Marta Anido Gómez-Lubián se le desborda la pasión en sus palabras y en unos ojos vivaces, mientras evoca aquel amanecer aún con olor a pólvora y de héroes ataviados con el verdeolivo.Sus vivencias brotan con esa lozanía de lo perdurable como si hubiera ocurrido ayer el 1ro. de Enero de 1959, una fecha que lleva en el corazón.
Cuenta Marta Anido que en la urbe santaclareña no había corriente, como consecuencia de los combates, pero en un radio de pilas se enteraron de la huida del tirano en su casa, en la calle Tristá.
«Salimos de inmediato y nos encontramos con amigas y amigos de la cuadra que luchamos juntos por la Revolución. Llevábamos puesto el brazalete del Movimiento 26 de Julio y las mujeres vestíamos sayas negras y blusas verdeolivo.
«Avanzamos hacia el parque Leoncio Vidal cantando el Himno del 26 de Julio y también una canción que decía: Sierra Maestra, monte glorioso de Cuba, donde luchan los cubanos que la quieren defender...», cuenta con hondo regocijo.
«Recuerdo que durante el trayecto vimos parar un vehículo y nos dio una gran alegría ver sentada en el asiento trasero a Aleida March. Le gritamos: “¡Aleida! ¡Aleida…!” y nos acercamos.
«Entonces, de súbito, se vira para nosotros el que iba sentado delante y nos dice: “Es un peligro lo que están haciendo, aún el Regimiento no se ha rendido; cuídense”. Era el mismísimo Che Guevara el que nos hablaba. Fue la primera vez que lo vi en persona.
«Él siguió su rumbo, creo que no eran todavía las siete de la mañana cuando tuvo lugar aquel encuentro. El Regimiento se rindió más tarde, pero ya nosotros estábamos festejando. Luego, en la medida en que avanzó la mañana, aquello resultó apoteósico».
Para Marta Anido, combatiente en las filas del Movimiento 26 de Julio, los que tuvieron la dicha de vivir aquel instante, que marcó y definió, jamás lo olvidarán. Fue una experiencia única.
«Todo el mundo quería abrazar a los rebeldes; también fue la alegría del reencuentro de los guerrilleros con sus familias o amigos. Hubo tristeza por los compañeros caídos, aunque reconfortaba el hecho de que su ideal había triunfado».
Sus recuerdos de aquella memorable jornada de enero, y muchos otros sobre la lucha contra la tiranía batistiana en la ciudad, Marta Anido los ha compartido en encuentros con estudiantes, porque a las nuevas generaciones «hay que incentivarles el espíritu de lucha y patriotismo».
Por ello deben conocer bien cómo eran aquellos jóvenes que lo dejaron todo ante la urgencia de liberar a la Patria del tirano, enfatiza.
Hay que contarles, agrega, de cómo pospusieron sus sueños personales más inmediatos, asumieron los riesgos que su época les impuso, y mostrárselos tal y como eran.
La misma Marta Anido, que ha tejido una larga y ejemplar trayectoria a partir de la década de los 50 del pasado siglo con un protagonismo especial en el trabajo comunitario, al vincular el ballet con los niños más humildes de Santa Clara, fue de esos jóvenes que se sumaron a la lucha y vivieron la conmoción de la victoria.
Fuente: Juventud Rebelde (Cuba)
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