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sábado, 1 de febrero de 2014

LA CUENTA DEL RELOJ DE ARENA



Don Hilbanio era un adulto mayor con una poderosa imaginación, se había metido en la cabeza

que tenía dotes de adivino, heredados de unos sus antepasados que descendían a su vez de una

dinastía de brujos medievales y sacerdotes mayas.

Decía que ese país de las mecedoras y los hechizos en el que él vivía, un país de esos pequeños

con escaso desarrollo económico social y poco avance científico, donde los pocos unos se

aprovechan de los muchos otros, se daban a cada rato atropellos debido a que fuerzas oscuras y

corruptas, engendros del mal y otras subespecies de escalofriante origen y pasado, se soltaban

como jaurías y partían con sus fauces y desangraban hasta morir a todo aquel que los desafiaba o

los ignoraba al recorrer los caminos apartados y desprotegidos en el submundo de Xibalbá.

Don Hilbanio pensaba mucho en la situación, leía noticias, platicaba con los vecinos, escuchaba

con atención y contaba lo que veía. Pero al mismo tiempo temía decir la verdad, toda la verdad

y nada más que la verdad, porque la patria podía no premiarte, pero los enemigos de la patria

vestidos de azul y blanco podían destrozarte, acostumbrados como estaban a verter el rojo de la

sangre, con el afán de terminarse a todos sus opositores.

Bien se daba cuenta don Hilbanio de que en su país había cementerios clandestinos y siempre los

hubo desde 1932, cuando masacraron a varios miles de indígenas y campesinos acompañados

hasta la muerte de su mujer y sus hijos y hasta de su perro, por aspirar a que les respetaran sus

derechos. A lo mismo, cien años atrás, habían aspirado los nonualcos, unos antepasados que

seguían a Anastasio Aquino, el que se hizo famoso por proclamarse rey de su raza, cuando en

realidad era su libertador, por lo que fue perseguido como un bandido y lo decapitaron tras

tenderle una trampa.

Se recordaba bien don Hilbanio de que en el parque de Izalco las fuerzas gubernamentales al

servicio de esos que les decían oligarcas, por ser aquellos pocos quienes se apropiaron de las

tierras a la fuerza, habían colgado al líder indígena Feliciano Ama.

¿Y qué decir de Farabundo Martí y de tantos otros que pagaron con su vida el anhelo de vivir en

un mundo de equidad, justicia y oportunidades para todas y todos?

Don Hilbanio sabía que si no te daban muerte física te daban muerte civil, pero el caso es que te

mataban torturado, de la preocupación, de no encontrar trabajo para ganarse el sustento diario y

de que te negaran alimento y medicinas de buena calidad.

Las funerarias seguían prosperando, haciendo su permanente agosto, una manera de decirlo por

aquello del mes de las fiestas patronales de la capital de su país, cuando se celebraba, se gastaba

más y le iba mejor a ciertos comerciantes.

Tras las masacres realizadas por la fuerzas gubernamentales en el tiempo de la guerra, se había

negociado una paz que trajo unos acuerdos que no cuajaron tan bien como se esperaba, pero que

abrieron la posibilidad de expresarse con un poco más de libertad que cuando la guardia nacional

le propinaba unas grandes golpizas a cualquiera que pareciera sospechoso, sin faltar la cuota de la

policía de hacienda y la de la descalza o caituda, siendo ésta última una patrulla de paramilitares

que a puro machetazo o planazo de machete atacaban a los que no estaban ocupados en una labor

que consideraran correcta o moral. Peor aún si agarraban a un pobre.

Don Hilbanio se daba cuenta que los tiempos cambian y que viejos militares, paramilitares

e integrantes de escuadrones de la muerte, llegaron a ser y eran ahora pastores, dueños de

universidades, ricos empresarios, políticos, magistrados y otras honorables actividades aunque

ellos no lo fueran. Se daba cuenta de que esos grandes señores y señoras se consideraban los

únicos con derecho a poseer riquezas y a mejorar su situación, y que se las daban de santos y

honrados no siendo ni lo uno ni lo otro.

Había escuchado decir que el país estaba siendo un lugar muy apetecido por narcotraficantes

internacionales y nacionales que disputaba territorios con pandillas que habían proliferado mucho

en las últimas décadas.

Le habían dicho que entre la finca propiedad de un hombre poderoso y muy publicitado y la

de una exesposa de ese hombre había una pista de aterrizaje para avionetas. Tiempo atrás supo

de unos diputados de un partido que nació en tiempos de la guerra que fueron asesinados en

un país vecino por personas vinculadas a los cárteles, que quizás los habían confundido con

la competencia. Escuchaba que hablaban de que un expresidente había recibido las grandes

bolsadas de pisto para comprar voluntades, por más de diez millones de dólares, de parte de

un expresidente de un país muy rico, personaje corrupto que terminó preso de por vida por

despilfarrar dineros públicos y que ahora quien recibió los millones no recordaba a quienes se los

dio altruistamente sin llevar la cuenta, y sin que nadie se diera cuenta, en tiempos del terremoto.

Don Hilbanio se acordó de que decían que un tal Chavo del 8 andaba buscando su barril,

recipiente que apareció enterrado y conteniendo como nueve millones de dólares, dinero que

después la supuesta comunidad de la zona reclamaba como propio, como si los pobres por

muchos que fueran pudieran reunir millones juntando sus pobrezas. ¿No sería el dinero enlatado

el que recibió el expresidente, amigo íntimo de príncipes, que se sentía perseguido político?

En realidad a Don Hilbanio ya nada le sorprendía en un país de tantos sortilegios, estratagemas

y amaños, donde le hacían grandes honores y colocaban grandes estatuas en honor de quienes no

fueron en realidad tan grandes; en cambio, a los mejores hombres y mujeres si no los mataban los

mantenían en el anonimato y para nada se alegraban de que internacionalmente se nos tuviera un

gran respeto por haber tenido figuras de la talla de un Arzobispo Oscar Arnulfo Romero, que se

dedicó a trabajar hasta dar la vida por la causa preferencial de los pobres, como lo hicieron miles

de años atrás Juan El Bautista y Jesucristo.

Bueno, si hacían que se mataran o mataban a aquellos que ya no les eran útiles.

Don Hilbanio sabía que el reloj de la vida era como un reloj de arena, que permite llevar la cuenta

del tiempo en una posición inicial y que al darle la vuelta poniendo lo que está en los pies a la

cabeza comienza otra cuenta. Nada permanece estático y la arena cae por su propio peso.

Así es la vida y no hace falta ser un gran filósofo, un gran letrado, ni un gran científico para

comprender que todo cambia y se transforma y que el que se cree único e indispensable no se da

cuenta de que lo que la sociedad llegue a desarrollar no depende de una sola persona o de una

sola organización por grande que sea, sino de la unidad granítica del colectivo social.

Sin embargo, por si algunas fuerzas oscuras pensaban atacarlo, Don Hilbanio regó agua de

ruda en la entrada de su casa y mordió la hoja de su machete, no fuera a ser que le lanzaran un

maleficio o le mandaran a los muertos vivos que se dedican al exterminio de los que quieren un

mundo mejor, inclusivo y solidario en el bien vivir del siglo XXI. Por de pronto permaneció en

vigilia y se preparó para hacer lo que debía, porque él sí sabía lo que tenía que hacer.

Santa Ana, El Salvador, 30 de enero de 2014.

……………………

Jorge Ismael García Corleto  escritor,
psicólogo
 Director del Grupo de Actuación Teatral de Occidente (GATO)

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