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Serían las seis y
minutos cuando subió Silvio al pequeño escenario, entonces alguien del
barrio dijo – ahora- y un trueno de aplausos irrumpió en el aire.
La gente de
Canímar, asentamiento periférico de las afueras de Matanzas, agradecida
por el milagro escuchó el breve discurso, en el que el poeta y trabador
dijo que la noble idea había surgido en las oficinas de Ojala y que era
abrazada con amor por muchos amigos – la visita a barrios como aquel- .
Aquí nadie viene invitado, la gente se invita sola, por puro acto de humanidad y amor- dijo.
Y sí, allí estaba
Silvio con sus músicos y amigos matanceros invitados, rompiendo la noche
a guitarra limpia, cantándole al amor, a la juventud, a los niños, y a
todos los que quisiesen apostar por la esperanza, desde el mismo centro
de un barrio con compleja realidad, pero no abandonado.
Con él tararearon
viejas y nuevas canciones, desde una música de puro compromiso patrio,
música con la que critica el sin sentido y la banalidad cultural e
ideológica, la discriminación y reconoce la plenitud humana del amor y
la espiritualidad, por lo menos así lo vi yo que estaba entre aquellos
que atacaron a limpio y estruendoso aplauso a uno de los más genuinos
cantores de Cuba.
Cosas así, aunque a
muchos no les gusté aceptarlo, solo ocurren en Cuba, una Cuba que rinde
homenaje a Mandela a través del ejercicio de repartir la felicidad,
está vez con Silvio a corazón en piel, haciendo vibrar en la más honda
fibra cubana la defensa de los más universales valores.
“Esto es algo
mágico” me dijo Gustavo, un anciano, que desde un pequeño banco
escuchaba el concierto con los ojos llenos de luz, como quien se llena
el alma y agradece por vivir en Cuba, país donde hay artistas que
comparten con el pueblo, sin más paga que un rotundo aplauso.
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