El Rescate
|
Esta sección está destinada al rescate de
documentos históricos trascendentes tanto para la investigación
histórica como para el estímulo de la reflexión presente. El material
seleccionado –cartas, artículos, entrevistas– se encuentra en sintonía
con algunas de las más destacadas efemérides del mes. |
|
Manuel Moreno sobre la prensa y la fundación de La Gazeta de Buenos Ayres
|
La Revolución de Mayo había comenzado. El primer
gobierno patrio estaba constituido. Pero la confusión del momento, el
ida y vuelta de rumores, las conspiraciones realistas, advirtieron
de inmediato al grupo patriota de la necesidad de contar con un
órgano oficial de prensa, algunas hojas al menos que dieran a conocer
a la población las motivaciones, intenciones y objetivos de los
cambios que se iban sucediendo.
Así, a instancias del secretario de la Junta, Mariano Moreno, comenzó a publicarse La Gazeta de Buenos Ayres.
En su redacción participaron también Juan José Castelli, Manuel
Belgrano, Manuel Alberti, Pedro Agrelo y Bernardo de Monteagudo, entre
otros, quienes tuvieron a cargo la tarea de hacer conocer "una exacta
noticia de los procedimientos de la Junta, una continuada
comunicación pública de las medidas que acuerde para consolidar la
grande obra que se ha principado, una sincera y franca manifestación
de los estorbos que se oponen al fin de su instalación y de los
medios que adopta para allanarlos".
En su primer número, el 7 de junio de 1810, La Gazeta expresaba:
“El pueblo tiene derecho a saber la conducta de sus representantes, y
el honor de éstos se interesa en que todos conozcan la execración
con que miran aquellas reservas y misterios inventados por el poder
para cubrir sus delitos. El pueblo no debe contentarse con que sus
jefes obren bien, debe aspirar a que nunca puedan obrar mal. Para
logro de tan justos deseos ha resuelto la Junta que salga a la luz un
nuevo periódico semanal con el título de Gazeta de Buenos Ayres”.
Reproducimos en esta oportunidad un fragmento de un
texto escrito por Manuel Moreno, hermano del fundador de aquél
célebre periódico, donde reflexionaba sobre la libertad de imprenta,
criticaba la estrecha censura impuesta por España antes de la
Revolución de Mayo y enfatizaba “la heroica dedicación” de su hermano
para “trabajar en la pública felicidad” y “excitar el ánimo del
pueblo a examinar sus intereses y sus derechos, establecer los
principios sólidos de su felicidad, y combatir los agentes de la
tiranía”. |
Fuente: Manuel Moreno, Vida y Memorias de Mariano Moreno, Buenos Aires, Eudeba, 1968, págs. 132-136. |
La imprenta es libertada de sus antiguas vejaciones
Del estado de opresión en que se hallaba Buenos Aires
antes de su revolución, es fácil colegir las trabas que existían
sobre la imprenta. Ese garante único y poderoso de los derechos de los
pueblos, la libertad de escribir estaba proscripta con los más
terribles anatemas del gobierno y la religión. En toda la monarquía
española el despotismo político y sacerdotal había encadenado las
inquisiciones del entendimiento a ciertas máximas estrechas, que ni era
lícito examinar ni desechar. El genio, comprimido en esfera que le
era permitido correr, perdía su vigor, y la curiosidad, desnuda de
los estímulos que necesita para descubrimientos útiles, no producía
nada. Con respecto a la América, las prohibiciones generales
adquirieron una nueva fuerza pasando el océano, y los decretos de la
inquisición encontraron menos resistencia, en un campo privado del
influjo de la ilustración de otros pueblos vecinos, que siempre
protegía en algo a la Península. El gobierno español seguía
constantemente este sistema escandaloso con los metropolitanos; mas la
opresión de éstos servía como de un extremo de libertad comparativa
para vejar a los colonos. Así era que los escritos, que podían
circular en los dominios europeos, estaban muchas veces prohibidos en
las Américas. Los nativos del país tenían aquí menos ocasiones de
dar a luz sus pensamientos, por la rareza de la prensa, otro tanto
que la persecución de la ley; si acaso en el retiro de sus
habitaciones se dedicaban a alguna investigación útil, su trabajo
quedaba condenado a la oscuridad en que debían morir sus autores,
cuando fuesen bastante afortunados para evitar la vigilancia del
gobierno. Todo ensayo político, todo examen de la constitución del
país y sus recursos, en una palabra, la historia de los sucesos de la
conquista, y los subsiguientes hasta la presente época, estaba vedada a
los americanos. Algunas disposiciones de la corte prohibían
expresamente se escribiese sobre estos puntos en las colonias.
De hecho, la libertad de la prensa quedó establecida
en Buenos Aires por la reforma, aunque todavía muy lejos del término a
que debe tocar. Pero reflexionando en las circunstancias veremos que
esta precaución fue muy sabia, y mucho más benéfica que una repentina
abolición de las prohibiciones de escribir; lo primero, porque una
alteración de esta naturaleza habría hecho degenerar en licencia el
uso libre de la prensa, como puede verse en Cádiz, donde el pueblo ha
pasado de golpe de una absoluta comprensión a la más ilimitada
libertad, y lo segundo, porque la guerra que los enemigos de la causa
hacían violentamente, exigía mucha prudencia para entablar reformas
inesperadas, y hacía necesario evitar el estruendo y aparato de toda
formal mutación. Los pueblos no pueden ser libres cuando se quiere que
lo sean, sino cuando pueden serlo, y el paso difícil desde la
esclavitud a la verdadera y sólida libertad debe hacerse por grados.
Primero era destruir a los enemigos del sistema que estaba fundándose,
aunque fuese a costa de alguna privación por parte del pueblo, que
poner a éste en completo ejercicio de sus prerrogativas, que la
obstinación de aquéllos harían solo permanentes un día.
Ni era propio que el don de la libertad de la prensa
saliese de un gobierno reciente, y además provisional y no
constitutivo, ni hubiera dejado de sufrir graves inconvenientes por
la oposición de las preocupaciones. Acaso la mayor parte de la
sociedad no habría conocido de pronto el beneficio que se le
procuraba, y no se habría aprovechado de esta franqueza; en otros, el
imperio de la costumbre los haría seguir mirando como sospechoso un
presente desacreditado por la administración anterior. Sin expedir
una abolición solemne de las vejaciones de la imprenta, la junta la
empezó a preparar por una discreta tolerancia, e hizo saber a los
literatos que era tiempo de ejercitar sus talentos.
Establecimiento de la Gazeta de Buenos Ayres por el doctor Moreno
El doctor Moreno tomó sobre sí el cargo de editor de la Gazeta de Buenos Ayres, cuyo establecimiento fue promovido por él mismo. En tiempos anteriores Buenos Aires tuvo un papel público con el título de Telégrafo, y posteriormente otro con el de Semanario de Agricultura, Industria y Comercio;
ambos periódicos fueron de corta duración, y sus autores o
maltratados por el gobierno, o disgustados de su estéril empresa, se
habían reducido al silencio, como los del Mercurio Peruano,
en Lima. Cuando se estableció la junta, se echaba de menos el medio
sencillo de esparcir las ideas, y hacer a los hombres comunicativos,
que en todas partes se ejecuta por esta clase de escritos. Esta falta
no pudo escapar a la penetración del doctor Moreno, y su anhelo del
bien público lo determinó a la fundación de una gaceta enteramente
nueva, y que jamás se habría visto en las colonias en otras
circunstancias. El tema que escogió para ella indicaba el espíritu que
animaría el escrito, y lo que la causa de la libertad tenía que
esperar de un tan buen abogado. Él escogió aquellas palabras
admirables de Tácito, exquisitamente aplicadas a la situación del
país: rara temporum felicitate, ubi sentire quae velis, et quae sentias, dicere licet.
Ni las extraordinarias ocupaciones del doctor Moreno
como miembro del gobierno ni sus asuntos como secretario le estorbaron
contribuir de este modo particular al beneficio de su patria, y los
momentos que le dejaban las atenciones de su oficio, que en una
revolución apenas podían ser los muy precisos para el descanso los
dedicaba en gran parte al recomendable ejercicio de ilustrar a sus
conciudadanos. La Gazeta de Buenos Ayres salía periódicamente dos
veces en cada semana, fuera de las ocasiones que exigían una
publicación extraordinaria, las cuales ocurrían frecuentemente, y este
papel que por sí solo, aun reducido a los términos más triviales, era
capaz de ocupar a un hombre ordinario, extendido a discusiones
prolijas sobre la política, no reconoció otro autor que el doctor
Moreno hasta su separación de aquel país. Así como en todas sus demás
operaciones, el editor no manifestó otros deseos que su heroica
dedicación a trabajar en la pública felicidad, y todos los provechos
fueron cedidos al publicador, sin otra condición que la de entregar
doscientos ejemplares de cada edición al gobierno, para distribuirlos
oficialmente a las provincias. [leer más] |
Lea la nota completa |
|
Las últimas horas del general Valle
|
El 12 de junio de 1956, en la antigua
penitenciaría de la calle Las Heras, fue fusilado el general Juan José
Valle, líder del frustrado levantamiento cívico-militar del 9 de junio
contra el gobierno del general Pedro Eugenio Aramburu. Aramburu había
asumido el gobierno de facto el 13 de noviembre de 1955, tras la
autodenominada “Revolución Libertadora”, que derrocó a Juan Domingo
Perón en septiembre del mismo año. Durante su gobierno se intervino la
CGT, se persiguió a la clase dirigente peronista, y hasta se prohibió
todo tipo de mención de términos o frases vinculadas al peronismo.
El decreto 4161, del 5 de marzo de 1956,
establecía: “Queda prohibida la utilización (…) de las imágenes,
símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas y obras
artísticas (…) pertenecientes o empleados por los individuos
representativos u organismos del peronismo. Se considerará
especialmente violatoria de esta disposición, la utilización de la
fotografía retrato o escultura de los funcionarios peronistas o sus
parientes, el escudo y la bandera peronista, el nombre propio del
presidente depuesto, el de sus parientes, las expresiones ‘peronismo’,
‘peronista’, ‘justicialismo’, ‘justicialista’, ‘tercera posición’, la
abreviatura ‘PP’, las fechas exaltadas por el régimen depuesto, las
composiciones musicales ‘Marcha de los Muchachos Peronista’ y ‘Evita
Capitana’ o fragmentos de las mismas y los discursos del presidente
depuesto o su esposa o fragmentos de los mismos”.
En este contexto, no era fácil para el movimiento
peronista resistir el intento dictatorial de hacer desaparecer todo
vestigio del pasado reciente. Los comandos de la resistencia, fabriles o
barriales, estaban escasamente coordinados y las directivas del líder
exiliado apenas se comprendían. Para muchos peronistas, ante el
retraimiento de los políticos y el golpe a los sindicatos, la vía
golpista con militares leales no dejaba de ser tentadora, aunque a
Perón no le sedujera la opción.
Aun así, el sábado 9 de junio de 1956, a casi un
año del derrocamiento de Perón, el Movimiento de Recuperación Nacional,
al mando de los generales Juan José Valle y Raúl Tanco, organizó una
rebelión armada peronista, con participación civil y militar, al estilo
de las viejas revoluciones radicales. El epicentro del alzamiento
estuvo en el Regimiento 7 de Infantería de La Plata y la Guarnición de
Campo de Mayo, mientras que en provincias como La Pampa se produjeron
los mayores avances rebeldes.
El intento concluyó al cabo de unas pocas horas.
Tres días más tarde, el 12 de junio de 1956, uno de los líderes del
alzamiento, el general Valle, fue fusilado junto a otros civiles y
militares. La medida contribuiría a profundizar todavía más los odios y rencores.
A continuación reproducimos un artículo aparecido en la revista Mayoría
el 3 de junio de 1957, casi un año después de las ejecuciones, una
crítica fulminante del accionar del gobierno de facto de Aramburu. |
Fuente: Revista Mayoría, N°9, 3 de junio de 1957, págs. 12-15. |
Las últimas horas del general Valle
(…)
El 13 de junio del pasado año los diarios del país,
estrictamente fiscalizados por la dictadura, dieron el siguiente
comunicado: “Fue ejecutado el ex general Juan José Valle, cabecilla del
movimiento terrorista sofocado”. Ni una palabra más. Y aun esta
escueta información ocupaba un rincón de los diarios, con caracteres
pequeños, perdida entre un fárrago de noticias insubstanciales.
¿Qué había pasado? ¿Por qué la ejecución del jefe del
movimiento revolucionario era ocultada cuando, en los días
anteriores, toda la prensa y la radio había pregonado
estrepitosamente el motín revolucionario y las ejecuciones de docenas
de militares y civiles?
Sencillamente: porque la muerte del general Valle
revestía todas las características, no de un fusilamiento, sino de un
verdadero asesinato. ¡Así, sin atenuantes! Desde que el día
anterior, el 12, el gobierno había comunicado el cese de las
ejecuciones. “No habrá ya más penas de muerte. El primer magistrado
ejercerá su poder de gracia”, así lo pregona La Nación de esa
fecha, en primera página. ¡Poder de gracia! ¿Ejercería Aramburu su
poder de gracia? Todas las leyes de todos los países civilizados
confieren, en efecto, al supremo mandatario el poder de dictar el
cúmplase a una sentencia de muerte o de conmutarla. Sabiamente
procuran las leyes rodear de benevolencia y no de despotismo al
mandatario.
Pero Aramburu había cumplido exactamente al revés su
“poder de gracia”. Contra todo derecho, contra prácticas inmemorables,
contra el dictado elemental de la ética había trocado en pena
capital los años de cárcel sancionados por los tribunales militares a
los amotinados de Campo de Mayo, de la Escuela Mecánica de la Armada y
del Regimiento 7 de La Plata. Los “fines de la Revolución
Libertadora”, los famosos “fines” ante los cuales la Constitución
Nacional, el Derecho Natural y de Gentes, y aun la Ética han
suspendido tantas veces sus dictados, le han concedido a Aramburu un
arma nueva, no esgrimida aún por mandatario ninguno de este mundo, el
“poder de gracia”.
Aramburu condenó a muerte a una multitud impresionante
de oficiales, suboficiales y soldados a quienes los tribunales
militares sólo habían aplicado años de cárcel. El capitán Eloy Luis
Caro –para poner un ejemplo concreto–, juzgado y condenado, el día
10 de junio, a dos años de prisión por un tribunal militar, fue
condenado a muerte por Aramburu y ejecutado a las cuatro de la mañana
del 11. El tremebundo “poder de desgracia” que le permite a Aramburu
fulminar sentencias de muerte, desde su trono omnipotente de la Casa
Rosada, ¿iba a convertirse en “poder de gracia” humano y bondadoso en
favor de Valle? Ya podían proclamar las radios el cese de las
ejecuciones, ya podía Aramburu dar su palabra a la Suprema Corte de
terminar las matanzas. No estaba satisfecha en su sed de
escarmientos. Valle tenía que morir. Lo exigían así “los fines” de la
Libertadora.
Si las intenciones de Aramburu y su círculo, en la
tarde del 11, eran proseguir las matanzas, ¿qué le pudo impeler a
pregonar la cesación de los fusilamientos, comprometiendo su palabra,
su honor militar, su dignidad de Presidente y aun de hombre? La
proclamada conmutación de la pena máxima, ¿fue sólo una treta para
lograr nuevas redadas de incautos? Si el gobierno se avino a empeñar
una palabra que no estaba dispuesto a cumplir, fue, en primer lugar,
porque la nación entera, ante los ajusticiados en masa, había caído
presa de pánico colectivo. Se había fusilado a centenares sin proceso
y aun a veces sin la debida identificación de las víctimas.
Caen muchos inocentes
Así, por ejemplo, en la trágica noche del 9 al 10, fue
sacrificado un conscripto detenido por prófugo desde hacía días en
la comisaría de Lanús. El pobre muchacho no tenía ni la menor idea
del motín. Lo arrolló la ola mortífera sólo porque sí. Enloquecido de
espanto, clamaba:
-¡Soy desertor! ¡No sé nada de revoluciones! ¡No me maten!...
-¿Desertor vos? Vos son un peronacho inmundo –le
contestó el oficial de Marina, encargado de las ejecuciones, y lo
empujó al muro de las matanzas.
Aquella misma trágica y helada noche del 9 se practicó
una cacería de muchachos en el camino de Chilavert a José León
Suárez, según empezamos a narrar en el número anterior bajo el título
de La Operación Masacre. Allí quedaron al raso una decena de
cadáveres, desangrándose bajo las estrellas, en medio de un silencio y
una soledad terribles. Muchachos ajenos al motín. Se los sacó de sus
casas y se los llevó a matar, a la luz irritante de los faros de los
carros de asalto. Sin proceso, sin defensa, sin sentencia. Sólo por
exigirlo los nervios crispantes y el furor epiléptico de los inefables
señores consultivos: el católico Luis María Bullrich (hermano carnal
de un sacerdote jesuita) y el socialista Américo Ghioldi (hermano
carnal de un militante comunista).
En los días 10 y 11, se ajustició sin asco en las
comisarías de Lanús y Avellaneda, en la cárcel de Las Heras, en la
Escuela de Mecánica del Ejército, en Campo de Mayo y en La Plata. El
rumor difundía que los muertos se contaban por centenares y aun por
millares. El Gobierno se cuidaba de no comprometerse dando listas
completas. En las ciudades ardía el espionaje y la delación. Quien
ocultaba a un revolucionario, sólo por eso se hacía pasible de la pena
capital. Se ordenó ametrallar a los generales Valle y Tanco allí
donde se los encontrara. Los “Comandos Civiles” entraban y salían
enfurecidos, con absoluta impunidad, por los domicilios privados. Los
talleres, las fábricas y aun el comercio estaban paralizados de
terror. La gente viajaba en los subterráneos y en los trenes como
perdida. Esto no había pasado jamás. Esto no creíamos que pudiera
pasar en sitio alguno del mundo.
Ya en la tarde del 11 era tan subido el grado de
consternación colectiva, que hasta los mismos autores estaban aterrados
de su obra. Esa misma tarde, la Suprema Corte había acudido en pleno
a la Casa Rosada a protestar ante Aramburu por la ilegalidad y
barbarie de las ejecuciones. Incluso lo había amenazado con la
renuncia en pleno de todos sus miembros. Igual presentación habían
hecho el Nuncio y los Obispos. Aramburu, temiendo verse desautorizado
así, empeñó su palabra -¡Palabra de Aramburu!- de cesar las matanzas
a partir de la hora cero del día 12.
Pero pese al honor comprometido, a la severa
amonestación de la Corte, al pregonado cese de los fusilamientos,
pese a todo, Aramburu hizo matar a Valle, a su amigo Valle, a las 22
del 12 de junio. Valle no murió, por tanto, ejecutado. Murió
asesinado. Ningún sofisma, ninguna triquiñuela leguleya librará a los
responsables del juicio lapidario de la historia. No sin razón, los
diarios del 13 escondieron en un rincón la información del crimen. [leer más] |
Lea la nota completa |
|
Belgrano, reprendido por ser el primero en izar la bandera nacional, en la versión de B. Mitre
|
Antes de morir, Manuel Belgrano escribió su
autobiografía -según confesó- no sólo para que fuera útil a sus
paisanos, sino también para “ponerme a cubierto de la maledicencia”. Y
es que no pocos enemigos se había ganado este criollo a lo largo de
las luchas independentistas.
Nacido en Buenos Aires el 3 de junio de 1770, con
el verdadero nombre de Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús
Belgrano, estudia en el Colegio Real San Carlos (hoy Nacional de
Buenos Aires), para luego trasladarse a Valladolid, junto a su
hermano, para estudiar leyes. A su regreso a Buenos Aires, con apenas
23 años y recibido de abogado, asumió las tareas de secretario en el
consulado porteño.
Interesado en que el consulado ofreciera cursos
educativos en varias materias, las invasiones inglesas lo
incorporaron de lleno en la cuestión militar y política. Desde
entonces y por largos años participaría en batallas, debates, disputas y
la gestión de una nueva realidad que nacía.
Recordado como creador de la bandera, ingeniero
del “éxodo jujeño”, comandante del Ejército del Norte y por haber
destinado los 40 mil pesos oro de premios a la construcción de
escuelas en las provincias del norte (que nunca se hicieron),
Belgrano murió en la pobreza total, el 20 de junio de 1820, atacado
por una agobiante enfermedad. “Pienso en la eternidad, adonde voy, y
en la tierra querida que dejo...”, comentó antes de morir.
Pero fueron su audacia e ímpetu revolucionario
los que comportaron sus méritos más recordados. En efecto, cuando
apenas nacía el gobierno patrio, cuando todavía se llamaban a gobernar
para Fernando VII, cuando recién comenzaban las fuerzas patriotas a
emprender la guerra contra el enemigo realista, fue cuando se le
convocó a Belgrano para dirigir las tropas del Regimiento de
Patricios. El primer gran desafío se le presentó pronto, ante la
inminencia de una invasión desde Montevideo, por lo cual se dirigió
hacia Rosario para emprender la defensa. Entonces, febrero de 1812,
instó al gobierno en Buenos Aires a que declarase la escarapela blanca y
celeste de carácter nacional, en vistas a unificar los colores de
los ejércitos sudamericanos. Logrado esto, al inaugurar dos frentes
de artillería en esa misma defensa –llamados “Libertad” e
“Independencia”-, hizo también enarbolar la bandera patria por primera
vez, cuando todavía en la Fortaleza de Buenos Aires flameaba la
bandera española.
Este acto desprovisto de especulación, ansioso por
la emancipación, lo transformó en el primero en enarbolar la bandera
nacional con vistas a la independencia americana. Así lo describe
Bartolomé Mitre en su biografía sobre Belgrano –que aquí
reproducimos-, al mismo tiempo que recuerda el historiador liberal la
reprobación del gobierno central, que le exigió a Belgrano su
disimulado arrío, puesto que creían que todavía no era tiempo de
romper lanzas, lo que recién sucedió cuatro años más tarde. |
Fuente: Bartolomé Mitre, Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina, Tomo 2, Buenos Aires, Félix Lajouane Editor, 1887, págs. 32-45. |
Al finalizar el año once, los principios
democráticos del Gobierno directo empezaban a generalizarse entre las
clases ilustradas de la sociedad. Las ideas abstractas de la soberanía
del pueblo, de la división de los poderes, del juego armónico de las
instituciones libres, de los derechos inherentes al hombre social,
empezaban a tomar formas visibles y tangibles y a convertirse en
hechos prácticos, aunque de una manera embrionaria todavía. La
constitución del Poder Ejecutivo se había modificado, vigorizándose, y
tomado al mismo tiempo una forma que se acercaba más al Gobierno de
una república independiente. Los primeros ensayos para organizar un
Cuerpo legislativo se habían hecho ya, aunque con poco éxito, por no
haber acertado a romper con los precedentes coloniales del derecho
comunal en cuanto a las bases de elección. La índole de los partidos
que debían agitar aquella democracia naciente empezaba a manifestarse
en los actos de la vida pública, y en el espíritu de resistencia que
germinaba en las localidades. Este movimiento complejo de la
revolución, presentaba a primera vista contradicciones marcadas, que
sólo un examen detenido del organismo social puede hacer comprender.
(…)
Tal era el estado de la revolución interior cuando
Belgrano llegó a Buenos Aires de regreso de su misión al Paraguay.
Actor principal en los sucesos anteriores, y destinado a levantar muy
luego el entusiasmo amortiguado de los pueblos, su papel fue por el
momento muy secundario.
Nombrado coronel del regimiento Nº 1º, que era el
primer tercio de Patricios, que hasta entonces había mandado don
Cornelio Saavedra, tuvo ocasión de dar una de esas muestras de
desinterés, que sirven de estímulo y de lección.
“Procuraré, dijo al Gobierno, hacerme digno de
llamarme hijo de la patria. En obsequio de ésta ofrezco la mitad del
sueldo que me corresponde: siéndome sensible no poder hacer
demostración mayor, pues mis facultades son ningunas, y mi
subsistencia pende de aquel; pero en todo evento sabré también reducirme
a la ración del soldado.”
La aceptación fue digna de la oferta. “El contribuir
todo ciudadano con su fuerza moral y física (contestó el Gobierno) a
los sagrados objetos de la justa causa, es su deber primero; pero
desprenderse de lo que la patria le franquea para su indispensable
subsistencia es retribuir a la patria cuanto ha recibido de ella.”
(…)
El nuevo Comandante militar se ocupó en activar los
trabajos de las fortificaciones, pues según se creía, una flotilla
española debía penetrar muy luego por el río, para cortar la línea de
comunicaciones de la capital con el Entre Ríos. Era preciso, pues,
estar prevenido para cerrarle el paso. Los trabajos que al efecto se
emprendieron, confiáronse al coronel de ingenieros don Ángel
Monasterio, el Arquímedes de la revolución, que aunque nacido en
España se decidió con ardor por la causa americana, y fundió los
cañones, las balas, las bombas y los morteros que sirvieron para poner
sitio a Montevideo. Belgrano y Monasterio eran dos hombres nacidos para
entenderse, por el espíritu de orden matemático de que estaban
poseídos, y por la actividad y celo que desplegaban en el servicio
público, así es que los trabajos adelantaron rápidamente bajo su
dirección, no obstante la falta de brazos, y sobre todo de dinero. En
menos de quince días se terminó la batería de la barranca, que
dominaba el estrecho canal del río por el Oeste, y se construyó otra
en la isla fronteriza, artillada con tres piezas de grueso calibre.
Antes de terminarse los trabajos de fortificación, se
tuvo aviso que una escuadrilla enemiga compuesta de cuatro lanchas
con un grueso cañón cada una, convoyando varios otros buques con 500
hombres de desembarco, debían salir de Montevideo, con el objeto de
atacar las baterías del Rosario y posesionarse de la Bajada del
Paraná.
A la aproximación del peligro, el espíritu de
Belgrano se exaltó, y buscando en su alma nuevas inspiraciones para
trasmitir su entusiasmo a las tropas que mandaba, concibió la idea de
dar a la revolución un símbolo visible, que concentrase en sí las
vagas aspiraciones de la multitud y los propósitos de los hombres de
principios. Resuelto a acelerar la época de la independencia, y a
comprometer al pueblo y al Gobierno en esta política atrevida, empezó
por proponer la adopción de una Escarapela Nacional (febrero 13 de
1812), fundándose en que los cuerpos del ejército la usaban de
distinto color, de manera que en vez de ser un símbolo de unión “casi
era, decía, una señal de división cuya sombra, si era posible, debía
alejarse”. El Gobierno, cediendo a la exigencia de Belgrano,
declaró por decreto de 18 de febrero “que la Escarapela Nacional de
las Provincias del Río de la Plata sería de color blanco y azul
celeste”.
El 23 empezaron los ciudadanos a usar del nuevo
distintivo nacional, que hasta entonces sólo había sido una divisa
popular. En el mismo día se distribuyó a la división de Belgrano,
quien al dar cuenta de este hecho, pone en claro el significado que
daba a aquel acto. “Se ha puesto en ejecución, dice, la orden de V. E.
fecha 18 del corriente, para el uso de la escarapela nacional que se
ha servido señalar, cuya determinación ha sido del mayor regocijo, y
excitado los deseos de los verdaderos hijos de la patria de otras
declaraciones de V. E., que acaben de confirmar a nuestros enemigos de
la firme resolución en que estamos de sostener la Independencia de la
América.” [leer más] |
Lea la nota completa |
|
Momentos finales del gobierno de Arturo Illia, por Felipe Pigna
|
Arturo Umberto Illia, el presidente radical que
gobernó el país entre 1963 y 1966, fue más reconocido por la
historia que por sus contemporáneos. Éstos lo ridiculizaron
caracterizándolo como una tortuga, le achacaron aceptar la proscripción
del peronismo y le criticaron cierta tozudez política que lo aisló
en los momentos más duros. Aquella, en cambio, lo recuerda por su
honradez, por su sobriedad, por medidas audaces que llevó a la práctica
durante su gobierno, como la anulación de los contratos petroleros de
Frondizi, y por haber construido una isla democrática en un océano
de golpes y dictaduras.
Diputado nacional durante el gobierno peronista,
Illia se había convertido rápidamente en un franco opositor y líder
del radicalismo cordobés. Cuando fue derrocado Perón, en 1955, tenía
55 años y ya había transitado casi todos los principales cargos
partidarios, ejecutivos y legislativos. Y cuando un sector del
radicalismo optó por acercarse al peronismo, se opuso férreamente.
Pronto formaría parte del sector que integró la Unión Cívica Radical
del Pueblo, contraria a los radicales intransigentes, encabezados por
Arturo Frondizi.
En julio de 1963, con el peronismo proscripto,
Illia triunfó con apenas un 25% del electorado, y se convirtió en
presidente de la República. Destacado por un escrupuloso respeto a
las libertades públicas, cierto reformismo social y una vocación
económica nacionalista, enfrentó numerosos problemas a poco de
asumir: crisis económicas, plan de luchas sindicales, conspiraciones
del establishement y amenazas militares. Pero antes de cumplir los
tres años de gobierno, contaba con escaso apoyo popular y político, y
sería derrocado.
Un contexto político y social en creciente
ebullición caracterizado por el fenomenal Plan de Lucha de la CGT, la
aparición de la guerrilla guevarista en Salta, el crecimiento
electoral de las fuerzas peronistas en 1965 y su posible triunfo en
1967, y el enojo de militares con una política exterior que, por
caso, los subordinaba a la comandancia brasilera en la intervención
de Santo Domingo, contribuyeron a crear un clima adverso para el
gobierno y alimentaban las imágenes públicas que identificaban la
gestión de Illia con la lentitud, la inoperancia y el anacronismo.
Parte del empresariado entendía que el
presidente se apartaba de las prácticas liberales tradicionales de
reducción de la inversión en rubros como salud y educación, y
comenzó a conspirar con los sectores golpistas del ejército a los
que se sumaron sectores gremiales y la mayoría de la prensa. Los
dirigentes sindicales peronistas, encabezados por el metalúrgico
Augusto Timoteo Vandor, acosaron a Illia con paros y planes de lucha.
Los medios de prensa hicieron el resto para
crear un clima de inconformidad y golpismo. Insistieron con la
supuesta lentitud del presidente y propusieron su reemplazo por un
caudillo militar. Con la prensa en su contra y una oposición que sólo
buscaba el fracaso del gobierno, nadie se sorprendió cuando
el 28 de junio de 1966, un nuevo golpe de Estado, esta vez encabezado
por Juan Carlos Onganía, puso fin a su mandato.
A continuación reproducimos un fragmento del libro de Felipe Pigna, Los mitos de la historia argentina 5, donde se relatan los momentos finales del gobierno del
líder radical. El libro incluye no sólo el acta del desalojo
–reproducida aquí en otra oportunidad- sino también el público
arrepentimiento y pedido de disculpas del coronel Perlinger, uno de los
“salteadores nocturnos” que aquella madrugada de junio expulsaron a
Illia de la Casa de Gobierno. Perlinger se lamentaba diez años después
del golpe: “caí ingenuamente en la trampa de contribuir a desalojar
un movimiento auténticamente nacional” y se sumaba así a la triste
lista de arrepentidos que con sus acciones participaron en el
derrocamiento de gobiernos constitucionales, contribuyendo al
debilitamiento de la democracia del país. |
Fuente: Felipe Pigna, Los mitos de la historia argentina 5. Del derrocamiento de Perón al golpe de Onganía (1955-1966), Buenos Aires, Planeta, 2013, págs. 532-540. |
Resistiré
Illia se enteraba como podía de lo que estaba pasando.
Sus preocupaciones se repartían entre el desastre que se avecinaba y
el dolor que le causaba saber que su mujer se estaba muriendo en una
clínica de los Estados Unidos: “Llamé en seguida a Estados Unidos
–recordaba -para hablar con mi hijo mayor y decirle que cuidara a su
madre, que acababan de operar, y que era probable que yo tuviera que
vivir momentos muy difíciles… (…) Cuando corté me quedé sosteniendo el
tubo un buen rato sin hacer nada, pensando”.
Al rato reaccionó y convocó a los secretarios de
Marina y Aeronáutica, el contraalmirante Varela y el brigadier mayor
Álvarez. Les comunicó lo que ya sabían de sobra esperando alguna
reacción favorable a la defensa de la democracia. Mientras Varela
trataba de ganar tiempo diciéndole que había convocado una reunión de
almirantes para resolver qué actitud iban a tomar, Álvarez
“amablemente” le pedía que renunciara a la presidencia para evitar
males mayores. Se retiraron, hicieron unas consultas y regresaron para
comunicarle al presidente la “novedad” de que las tres armas habían
acordado destituirlo y le exigieron que desalojase la Casa Rosada
antes de las cinco de la mañana. Illia los miró con todo el desprecio
que podía y les dijo que no iba a renunciar, que lo iban a tener que
echar. Pistarini se apuró a declarar que las palabras del
presidente, que habían tomado estado público, no tenían ningún valor.
“Quise hablar por radio y televisión, pero no
pude, ya estaban tomadas las líneas de la Central Cuyo. Nos reunimos
otra vez con los ministros… Acepté una sugerencia y quise trasladar
todo el gobierno a otra provincia para luchar desde allí. Llamé a
Córdoba, a Entre Ríos, a Santa Fe. Pero no había nada que hacer: la
revolución era en todo el país. Ya eran las ocho y media de la noche.
Estuvimos una hora y media más en reunión y a las diez llamé al
coronel De Elía, que era jefe del regimiento de Granaderos para
pedirle que viniera con tropas a la Casa de Gobierno. De Elía me
contestó que era imposible porque ya estaba cercada totalmente la
manzana de la Casa de Gobierno y no podría pasar. Cuando a las doce de
la noche firmé un decreto destituyendo a Pistarini ya no me quedaban
esperanzas de que las cosas cambiaran. Fue sólo una fórmula, casi...
Esperando el diluvio
Era la medianoche. Un nutrido grupo de colaboradores
acompañaba al presidente. Se había decidido permanecer en la Casa hasta
que llegaran los usurpadores, que a las 2.45 habían emitido uno de
los clásicos comunicados que decía: “hay normalidad en todo el país.
Las fuerzas armadas controlan la situación”. Ya sabemos lo que
significaba la palabra “normalidad” para los golpistas de uniformes y
sus socios civiles.
Seguramente fue en esos momentos de terrible espera que su hija Emma le dijo al presidente:
“‘vos qué vas a hacer, te pegás un tiro o los matamos a estos tipos’. Me miró en silencio, no me respondió.”
El sonido de fondo lo producían los vehículos
pesados, tanques y camiones cargados de tropas del regimiento 3 de
infantería que se iban posicionando frente a la Casa Rosada y sus
alrededores.
A las 4.15 otro comunicado de los golpistas señalaba que ya ocupaban todas las gobernaciones.
Un documento para no olvidar
Un grupo de jóvenes colaboradores del presidente,
entre los que estaban Emilio Gibaja, Luis Pico Estrada, Edelmiro
Solari Yrigoyen y Gustavo Soler, quisieron dejar registrado para la
historia los momentos finales del doctor Illia en el poder y la
irrupción de los sediciosos -“salteadores nocturnos” los denominaría
el presidente- que iniciarían otro momento lamentable de nuestro
pasado. Llamaron a este preciado documento “Acta recuerdo”:
“Alrededor de las cinco de la mañana del 28 de
junio de 1966, irrumpen en su despacho el general [Julio] Alsogaray y
los coroneles Perlinger, González, Miatello, Prémoli y Corbetta.”
Mientras entraban los asaltantes, el presidente le
firmaba una última foto a uno de sus colaboradores. Alsogaray,
acostumbrado a mandar y a que le obedecieran, insolentemente y sin
saludar siquiera al Primer Mandatario le ordenó: “¡Deje eso!”, pero
lo detuvieron a gritos los que acompañaban al presidente. Sin
inmutarse, el presidente a punto de ser depuesto siguió en lo suyo:
Illia: Espere, estoy atendiendo a un ciudadano (dirigiéndose al colaborador) ¿Cuál es su nombre amigo?
Alsogaray: ¡Respéteme!
Colaborador: Miguel Ángel López, jefe de la Secretaría Privada del doctor Caeiro, señor Presidente.
Illia: (al terminar de firmar la fotografía) Este
muchacho es mucho más que usted, es un ciudadano digno y noble, ¿Qué
es lo que quiere?
Alsogaray: vengo a cumplir órdenes del Comandante en Jefe.
Illia: El comandante en Jefe de las Fuerzas
Armadas soy yo; mi autoridad emana de esa Constitución que nosotros
hemos cumplido y que usted ha jurado cumplir. A lo sumo usted es un
general sublevado que engaña a sus soldados y se aprovecha de la
juventud que no quiere ni siente esto.
Alsogaray: En representación de las Fuerzas Armadas, vengo a pedirle que abandone este despacho.
Illia: Usted no representa a las Fuerzas Armadas,
sólo representa a un grupo de insurrectos. Usted, además, es un
usurpador que se vale de la fuerza de los cañones y de los soldados
de la Constitución para desatar la fuerza contra la misma
Constitución, contra la ley, contra el pueblo. Usted y quienes lo
acompañan actúan como salteadores nocturnos, que, como los bandidos,
aparecen de madrugada.
Alsogaray cambió entonces de tono, pero para pasar a la amenaza:
Alsogaray: Con el fin de evitar actos de violencia lo invito nuevamente a que haga abandono de la Casa.
Illia: ¿De qué violencia me habla? La violencia la
acaban de desatar ustedes en la República. Ustedes provocan la
violencia, yo he predicado en todo el país la paz y la concordia
entre los argentinos, he asegurado la libertad y ustedes no han
querido hacerse eco de mi prédica. Ustedes no tienen nada que ver con
el Ejército de San Martín y de Belgrano, le han causado muchos males
a la patria y se los seguirán causando con estos actos. El país les
recriminará siempre esta usurpación y hasta dudo que sus propias
conciencias puedan explicar lo hecho.
Alguien de civil, que acompañaba a Alsogaray, se sulfuró: “¡Hable por usted, no por mí!”
Illia: ¿Y usted quién es señor?
Persona de civil: (soportando un gesto de
reprobación del general Alsogaray imponiéndole silencio) ¡Soy el
coronel Perlinger! (no aclarará que está retirado del Ejército, ni
que es pariente cercano de Alsogaray, ni que ha pedido el retiro del
Ejército días antes de asumir la presidencia Illia, disconforme con
la elección de este). [leer más] |
Lea la nota completa |
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario