Al Turco, así le decían,
nunca supe si era turco o no, lo llevaban todos los días arrastrado
en una especie de tapesco de hojas de palmera prensada con bejucos, de
tal forma que les durara una eternidad.
El Turco no gemía, aunque al paso de cada rancho lo azotaban con
garrotes de mangle, quizá estaba muerto.
No era cosa tal como Cristo, el Turco era gordo, siempre vestía
como dos quintales de alhajas de fantasía.
El ritual se repetía
todos los días antes de que amaneciera. El lomo de Turco parecía una cincuya de
tanto arrastrarlo.
Siempre me pregunté por que lo hacían y si aquel hombre estaba muerto.
Ya no lleva las patas, gritó un porteño.
Era víctima de la lujuria, aseveró el cura.
El siguiente día ya no lo arrastraban amarrado de las manos,
iba amarrado del cuerpo, los brazos no se veían.
Algo malo ha de haber hecho, nunca las mujeres se habían comportado
de esa manera.
Así sucesivamente hasta que un día solo arrastraban la
cabeza cubierta como de un líquido
amarillento.
El último día, llevaban los faroles encendidos y solo
arrastraban el tapesco de hojas de palma que ya no tenía hojas, lo tiraron al
mar y regresaron a sus casas.
Ni que hubiera sido violador, dijo un anciano que vio irse al
tapesco al fondo del mar.
Los restos de fantasías descascaradas quedaron en la playa
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