Unas reflexiones sobre la revuelta.
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Un fantasma recorre el mundo. Aunque los
poderes constituidos quieran conjurarlo, lo imprevisible está
aconteciendo: el espectro de la revuelta sobrevuela los escombros que el
capitalismo deja a su paso.
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A pesar del mortífero consenso
mediático, la fuerza de acontecimientos de otro signo político ha
estallado. Sobra la benevolencia paternalista de los discursos
mediáticos: la revuelta no es ninguna travesura de juventud. Al
periodismo de la desinformación, nosotros replicamos construyendo otra
actualidad.
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A cada paso, el sistema estalla por
dentro, dejando un ejército de harapientos. El diagnóstico sobre un
presente globalitario resulta desolador, pero las grietas no dejan de
multiplicarse. Sólo nosotros podemos ensancharlas.
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Los saqueadores son encumbrados, los
desahuciados olvidados. En el orden criminal en el que sobrevivimos,
nada es lo que parece. Y sin embargo, el saqueo oculto es cada vez más
visible.
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La revuelta late en el corazón de
quienes añoramos otro mundo. Si indignarse es resistirse a perder la
dignidad, la rebelión es su acto más genuino: la esperanza política de
los condenados.
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Buscarán restaurar las jaulas, asfixiar
cualquier atisbo de revuelta, ocultar el peligro en el que asienta todo
lo habitual. Contra esa voluntad infame, nuestra indignación apuesta a
que la normalidad del crimen ya no sea posible.
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El fracaso de la política del miedo se
refleja en el fracaso del miedo a la política, poniendo en entredicho
una sociedad reducida a espectáculo. Al desprecio que sienten las clases
dominantes por la democracia, nosotros respondemos con la exigencia de
una democratización radical.
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Lo que nos une en la pluralidad no es la
uniformidad sino el espanto ante un sistema que sacrifica cada día
miles de vidas para salvarse. Contra la clausura del presente, una
multitud sostiene la promesa de lo diferente.
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Sobran razones para indignarse. La
repetición de la «catástrofe» (ecológica y social) como imagen de
nuestra época forma parte de los efectos no previstos (aunque
previsibles) de las políticas de devastación planetaria que gobiernan el
mundo.
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En el nuevo (des)orden mundial, luchar
por otro mundo posible no es un lujo sino una cuestión de supervivencia.
Entre un deseo revolucionario y una sociedad revolucionada hay una
distancia radical que sólo la práctica política puede mitigar: en esa
brecha nacemos.
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Desde la conocida injusticia presente
nos movemos hacia la incertidumbre del porvenir. La promesa de otra vida
en común es apuesta por lo desconocido.
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En diversos puntos del planeta, de
manera subrepticia, fuera de cámara, se alza el anhelo de un mundo
social donde el sacrificio de los otros no sea la moneda de cambio.
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Contra quienes cosifican lo humano y
humanizan las cosas no basta gritar si nadie escucha. Cada situación en
la que se perpetra esa inversión reclama de nuestra parte una demanda de
justicia que no se detenga hasta su consumación.
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Devenir-revolucionario no es una
fatalidad. Al optimismo de la voluntad hay que contrapesarle el recuerdo
perturbador de un capitalismo que se reproduce incluso si ello
significa la ruina continua de sus promesas.
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Ante el espectáculo siniestro de
nuestros amos, no se trata de escenificar nada. Lo político como
ejercicio del disenso es negación del teatro de la representación que
por demasiado tiempo consentimos.
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No sabemos hasta dónde llegaremos.
Vivimos en riesgo. Insisten en que nuestra probabilidad de naufragar es
alta. Pero ¿qué es naufragar sino desistir de transformar este paisaje
del desastre en que han convertido al mundo?
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Seguirán planificando el engaño para que
aceptemos nuestra muerte sin resistencia. En este punto de no retorno
se juega sin más nuestra forma de existencia: el proyecto de una
sociedad en el que la autonomía no sea la mera pantalla de una sociedad
administrada.
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Quieren imponer el miedo en los cuerpos,
mientras insisten –a fuerza de palos- con su discurso redentor. La
razón delirante del estado hace manifiesta la locura homicida del
sistema.
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Más que resignarse ante la crisis,
tenemos que poner en crisis la resignación. Al hundimiento de las
esperanzas hay que contraponerle el deseo lúcido de soñar. Nuestro
derecho al sueño parte de la pesadilla a la que este sistema quiere
condenarnos. * A la par que quedan eximidos de culpa los auténticos
agentes criminales, la amenaza se cierne sobre los que no nos
resignamos. Ante una democracia ensombrecida por la dictadura del lucro,
la promesa de otro mundo posible brilla.
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En vez de aceptar una (pseudo)democracia
tutelada por los saqueadores, se trata de agrietar este muro blanco que
nos acorrala. Nuestra esperanza se forja en la multitud que desea
despertar de este mal sueño en el que nos han sumido.
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El empeño que ponen para matar los
movimientos disidentes es un indicio de que algo valioso se nos juega
ahí. Y si logran asesinarlos quedará todavía el espectro de una revuelta
que seguirá rondando las ruinas del presente.
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Lo imposible vuelve a hacerse posible.
Del trabajo de la imaginación utópica, nutrida de la memoria de las
derrotas, depende la reescritura práctica de la historia.
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Quieren convencernos de que la vida es
mera supervivencia y el dolor inevitable. Insisten en que no hay otros
caminos mientras intentan borrar las huellas del sueño que nos lleva a
otro sitio.
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El porvenir se juega en la revuelta que
no acepta vivir de rodillas. Ante la certeza del desastre al que nos
precipitamos, sólo nuestra apuesta por el cambio puede sostenernos en al
aire.
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La indignación tiene la edad de la injusticia.
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En el desamparo de nuestro tiempo, está
todo por hacer. En cualquier parte donde late un deseo emancipado que
abraza a quien sufre, hay una grieta que se abre, desafiando la
desesperanza que traen.
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Mientras ellos se apresuran a enterrar
estas luchas en el pasado, una multitud -a veces sin saberlo- va
escribiendo la historia del presente. Nuestro grito, como el de
Durruti, sigue en pie: "Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones; y
ese mundo está creciendo en este instante".
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