Llegaron
los trenes.
Se acabó la vida.
Habían herido la montaña como
por un millón de horas. Las enormes máquinas golpeaban su corazón hasta hacerlo
trisas. Hasta el tiempo se había acabado de tanto llorar sangre por un millón
de tiempo. La tierra había llorado sangre, la roca había llorado sangre y los
animales lloraron antes de morir de sed y los árboles se murieron de tanto
llorar al darse cuenta que ya no podían dar frutos por falta de tierra y por
falta de agua y por falta de vida y por falta de aire y por falta de sangre
lloraron a secas, lloraron, lloraron de ver el desierto que crecía donde antes
había sido un jardín silvestre, un volcán cenizo había nacido y murieron las
mulas y los animales y sólo quedaron los gallos embrujados que no se murieron
por no estar vivos, quedaron cantando días de venganza.
Ya viene la civilización -dijo
el mayordomo de raza extranjera-, ya ponen los rieles, ya vendrá el tren y ya
no tendremos que arriar mulas viejas, vendrá el presidente y el embajador y el
gobernador a iniciar la fiesta.
Los indios toditos se habían
muerto y los picoteros del alma del cerro eran de otros lados y de otro color,
diría cenicientos. No había mujeres y esos semihombres de otras laderas se
cogían entre ellos. Sólo José Dañino, que escribió este cuento, quedaba de los
aborígenes. Dañino porque nadie de todos los blancos le había podido dar caza
ni casa.
Al José Dañino de tanto siglo
sin tiempo y sin gente se lo volvió el pellejo y el pelo color de tristeza. Ya
es tiempo, decía, que todo se acabe para que todo comience de nuevo y platicaba
con viento y estrellas y con los madroños que un día fueron y los gallos brujos
que nunca morían por no estar vivos volaban perenne sobre su cabeza milenaria
sin tiempo.
Los venidos de las otras jodas
tenían pelo de jilote y vidrios
transparentes donde se veían cargados de oro por no tener mulas porque ya
vendría el tren de la civilización y no trajeron mujeres por no compartirlo
aunque repetían que habría para todos.
El agua se fue escaseando de
tal forma que tuvieron que traerla de tierras lejanas por haber matado árboles
y pájaros. El agua fue racionada y bebían meados para todos males. Los
semihombres se fueron transformando en máquinas que había que botar por no
haber nadie capaz de arreglarlas.
Jamás llegarán -decía
Dañino-, jamás podrán cruzar el voladero
de Las Animas. Sólo bastará que los gallos ladren para que todo se caiga al
abismo. Los correos correcaminos engrifados cual gatos en celo y desolados,
nunca aparecieron, las radios habían dejado de funcionar. Dañino tenía constantes visiones que todo terminaba para
comenzar de nuevo y veía que todo volvía a ser lo que había sido.
La tierra se calentó tanto que
el aire dibujaba lenguas de fuegos multicolores. El cerro caliente hizo una
inmensa erupción La vida había terminado y estaba por comenzar. Día sin fecha
-se dijo-, los gallos volaron sobre la montaña. La tierra se abrió como si iba
dar a luz. Las lenguas multicolores bramaron tocando el cielo. Dañino se quedó
dormido entre el fresco rocío. Amanecía de nuevo rodeado de pájaros, de árboles
floridos y de nueva vida.
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