La
mañana de primavera cuando lo conocí fue la primera después del más duro
invierno de mi vida en el nuevo país. Por supuesto era el primer y para alguien que
viene del trópico, 40 bajo cero es mucho en que pensar y mucho que sufrir. Leía el “ Outsider” de Camus cuando llegó a
pedirme algún vuelto. Sentí profundo dolor
por aquel anciano y le di dos dólares
aun cuando el solicitaba nada más veinticinco centavos. Con dos dólares -pensé-,
bien se puede echar el trago mañanero para mientras consigue para otro. Los
ojos del viejo se llenaron de alegría y hasta pegó un saltito de emoción. Unos
minutos más tarde, mi nuevo amigo aparecía con una botella de vino rojo y tres
emparedados de pavo de los cuales compartió conmigo mientras bebía con boca de
paisaje el elipsir de la vida. Es primavera -dijo-. Cada año comenzando por la
primavera vivo en los parques. Los parques tienen vida, guardan de cierta
manera la alegría de los niños, el descanso de los viejos como yo y rejuvenecen
el alma de todo visitante.
He hecho lo mismo desde que era un adolescente,
ahora a mis setenta y tres no me queda más que rejuvenecer cada año y llenarme
de tanta sonrisa y si algún día muero deseo que sea en un parque a la orilla de
un inmenso y apacible rió como éste -continuaba-.
No quise indagar sobre su vida (jamás me
ha interesado la vida ajena, si no es para ayudar); pero en sus ojos azules
reflejaba el tipo de persona que era. Al menos, pensé, ha sido un hombre
pacifico porque para haber vivido tanto año en los parques como el dice, debe
ser de las personas que beben para divertirse, para vivir la vida, la vie en
rose, como el decía y no ha de haber buscado gresca alguna, de lo contrario estaría
muerto o tendría las marcas que deja el alcohol cuando se es violento. “Cuando yo era joven -continuó-, éstos
eran inmensos bosques coníferos y lo único que estaba aquí es esa enorme fábrica
de papel”. Le pregunté a qué se había
dedicado en su vida. Sonriendo me contestó que se había dedicado y se sigue
dedicando al arte. Que tipo de arte, inquirí-, al arte de divertirse en la vida
-contestó serio; pero con una amplia sonrisa-. En término de dos horas la
botella se había terminado. Pensé en darle otro par de dólares; pero el se
adelantó y me preguntó que si yo iba estar alrededor para continuar la conversación
a lo cual conteste afirmativamente. No había pasado media hora cuando apareció
con dos botellas más y otros dos emparedados los cuales comió antes de tomarse
otro trago. Sacando una de las botellas me dijo que aquella marca era una de
las mas antiguas e importantes de Francia y que tenía la cualidad de no
producir ninguna agrura dado al tiempo de cocimiento de las uvas. Cuando se
tomo el primero los ojos se le pusieron más azules, es de felicidad -me dijo-,
y luego echó a caminar a lo largo del inmenso parque. Yo continuaba leyendo a
Camus. Camus ha sido uno de los escritores de mi preferencia por la facilidad
en el uso de la lengua, la claridad y precisión de expresión y los contenidos
de las misma. Recordaba en aquel momento los parques de mi patria, la gente de
mi patria y concluía que aun cuando diferentes en tamaño y formación los
parques del mundo son todos iguales, tienen alma y son tan acogedores por
guardar la sonrisa del tiempo y el silbo del viento. Los ladrones que tan a
menudo aparecen en los rotativos de aquel país fueron inexistentes para mi ya
que aun cuando era visitante cotidiano jamás fui molestado por nadie mucho
menos asaltado y al contrario encontré amores espontáneos y a fugaces y amigos
que guardo en mi memoria.
Cansado
un poco de estar sentado decidí ir por una caminata a la orilla de aquel
inmenso río del cual una vez mi amada madre dijo que “ese no es río hijo, es el
mar”, acostumbrada la pobre a ver las quebradas agonizantes de nuestra patria.
Mi madre contemplaba esa vez miles de maderos coníferos que solitarios
navegaban a lo largo de la corriente Mira
que bonito –expresó-, como esta gente aprovecha todo, por eso es que son ricos –me
dijo-. Cuando iba llegando al Jardín de los ancianos pude ver que mi amigo dormía
debajo de un pequeño árbol de lilas. Metido en su bolsa de dormir y con su
trago escondido, el anciano dormía con
una sonrisa de plena felicidad.
Nadie lo veía, nadie lo molestaba. Se había
encontrado aquel lugar que era algo como su hogar campestre durante el tiempo
de clima humano. Continué mi marcha y comencé a admirar el puñado de gente
haciendo ejercicios, corriendo y los barquitos turísticos llevando y trayendo
gente a lo largo de las aguas azules del río. La tarde llegó con una brisa
fresca, más helada que fresca y ya pensando en marcharme hacia mi pequeño
apartamento, decidí echarle una mirada
al anciano . Dormía profundamente. Debajo del árbol ya era de noche. La
estrella polar iluminaba el cielo ártico. Marché hacia mi casa y de noche soñé
con el anciano.
El
día siguiente no teniendo que hacer decidí ir al parque de nuevo y lo primero
que hice fue ir a visitar a mi amigo. No estaba en el lecho, sólo su bolsa de
dormir yacía debajo del árbol. Caminé hacia la banca y lo vi venir de nuevo con
su botella de vino rosa y con sus tres emparedados mañaneros. Me saludό con una
sonrisa de satisfacción y comenzamos una conversación que jamás olvidaré:
anoche -expresó-, no dormí
solitario, los conejos y los perros de
pradera cuidaron de mi y amanecí por obra de Dios rodeado de pájaros cantando
su himno matinal.
Cientos de gaviotas chillaban a lo largo del parque. Centenares de patos
picoteaban las profusas aguas de aquel inmenso río que muchos siglos
antes había
sido la ruta permanente de viajeros indios y que años después seria
recorrido
por navegantes europeos en búsqueda de una ruta para su mercadeo de
pieles. El
viejo me dijo que se llamaba Frank; pero que podía llamarle como yo
deseara ya
que el mismo se auto nombraba mar, pradera, montaña, oso polar, capitán o
el
nombre que llegara a su cabeza. Así que decidí llamarle “Mountain
Eagle” y “ Frank Park”. Los dos nombres no sólo le parecieron
adecuados, sino que le gustaron. Le pregunté que si tenía familia. Mi
familia
-dijo sonriendo- son los ríos, los árboles, los animales, el mar y el
cielo,
los hombres y mujeres de buena voluntad. En ese momento un perro sin
dueño
pasaba frente a nosotros, Frank lo llamó y el animal como si fuesen
viejos
amigos se fue a posar a su lado, lo mismo sucedía con los pichones, los
comenzaba a llamar y al poco rato se convertía en un árbol de pájaros.
Los animales
-decía-, tienen buen entendimiento y saben distinguir entre los buenos y
los
malos. Yo nunca he hecho mal a nadie, al
contrario; cuido de los animales y la plantas, de las aguas y las rocas
ya que
en este mundo todo tiene una razón de ser, ninguna presencia es fortuita
y se
fue alejando con dirección al pueblo.
En aquel momento saque mi cuaderno y fui
apuntando todas las impresiones que aquel anciano me causaba. Me relató un sin
número de experiencias de las grandes montañas del norte, me habló de como los castores le habían enseñado
a sobrevivir los fríos y solitarios inviernos, me habló de los aborígenes y su
sabio sistema de vida, del balance de la naturaleza y sus primeros habitantes,
de osos blancos y osos grises, de las inmensas manadas de búfalos y ríos
repletos de salmones, de zorras doradas y tigres blancos y de millares de focas
y leones marinos durmiendo felices en las inmensas playas. De todo me habló el
anciano y más que todo, como alcanzar la
felicidad en la vida con lo poco que se tiene, me dijo que durante su juventud
y parte de su vejez se había dedicado a tallar en madera y roca y que muchos de
sus trabajos se encontraban en museos de la nación, me dijo que el tenia
derecho a su pensión de vejez y estatal
por su tiempo de trabajo; pero que nunca había aceptado ayuda alguna y que durante el invierno aun
tallaba para una casa que le tomaba todo su producto y cazaba para guardar
alimento para toda la temporada.
Un
momento después volvía sonriente con sus dos botellas de vino rosa y sus dos
emparedados que a diario y a toda hora le proporcionaban las monjitas descalzas
del convento vecino del parque. Me hablaba de ellas y me decía que eran unas
santas que ayudaban a todo quien lo necesitara y que una vez muchos años atrás había
tallado para ellas un nacimiento y la estatua de San Juan Bautista que está a
la entrada del convento; pero que no era por ello que lo alimentaban, sino porque ellas eran bendecidas al alimentar
a los ancianos y ancianas que visitaban el parque.
De
nuevo llegó la tarde y nos dijimos adiós con la promesa de vernos el siguiente día
o cuando fuera posible.
Cuando llegué a casa tenía la imagen del anciano grabada en mi mente y escribí
un poco sobre la existencia. Vives para ti y lo que otros digan o piensen al
respecto jamás deberá entorpecer tu forma de vivir, no juzgar por lo que ves, jamás
hacer daño a nadie, me dictaba mi conciencia.
Pasó
el otoño y llego el invierno. El veinticuatro de diciembre leyendo el diario
local un artículo y una fotografía llamaron mi atención. El artículo relataba
sobre un anciano encontrado muerto en el parque nevado y bueno los detalles
indicaban que era el lugar donde por última vez había visto y platicado con
Frank Eagle. Agarré el bus y me fui inmediatamente y cierto, era mi amigo del alma quien yacía con sus ojitos azules aun
abiertos mirando la llegada del invierno.
Mi amigo no era en parte lo que me
había dicho que era. En realidad era un
botanista retirado con el mal de amnesia que según el periódico se había echado
a la perdición del alcohol. Al leer dicha información no me quedó más que
desmentir para mi mismo dicha información.
I AM THE NEW FRANK EAGLE, SAID
TO MYSELF.
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