Quiero ver
el mar, dijo el viejo, el mar que puede ser tan calmo y demoroso en su devenir
y tan brusco cuando azota la tormenta. Quiero ver el mar y sus níveas olas en su infinita
peregrinación salitrea, ver las lluvias de heréticas estrellas desgajándose del
cielo como frutos paradisiacos. Quiero ver los barcos anclar y otros
alzar velas para hacerse hacia alta mar. Ver los viejos marineros
bajando quemados por las sales y los vientos de otros puertos. Quiero ver a los
niños en el amanecer engaviotado y contemplar desde las atalayas de mi vida el
devenir del tiempo y sus misterios. No tratar de investigar ni inventar nada,
solamente ver, admirar la grandeza y la profundidad de la existencia y quizá
preguntarme: dónde estás amada mía, mi inspiración, mi musa eterna, mi
amor platónico, carne de mi carne, ideario de mi vida, contemplación
inalcanzable, posiblemente tú seas el mar.
Quiero estar
en el mar, junto al mar, solo, con esa inmensidad filosófica, que es vida y no
muerte, con esa eternidad que ha derrotado al hombre que todo aspira a
destruirlo y que con toda la locura consumista quisiera convertir las aguas en
oro para morir de sed.
Estaré en el
mar y en una noche estrellada te buscaré en todas las dimensiones espirituales
y me volveré a preguntar: por qué he esperado tanto para decir: te amo, como
amo al mar, su grandeza, su inexplicable condición de desafío eterno y como el
mar también comprenderé y aceptaré que no puedo ser dueño de nada, sino de mi
búsqueda espiritual.
A lo lejos, los viejos barcos marineros, cerca; los niños
construyendo efímeros palacios de ensueño, los adolescentes entrenado su primer
éxtasis en el agua salada y los viejos recontando las pocas veces que la vida les ha permitido renacer
de nuevo entre olas saladas y la mirada infinita de lo infinito.
No quiero
regresar. Quiero comenzar a vivir el origen de la vida.
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