Durante la última semana se han sucedido noticias
sobre la salida a bolsa de la red social Facebook. El valor estimado de
la compañía fundada por Mark Zuckerberg ascendía a 80000 millones de
euros. En los medios, se destaca la fortuna obtenida sin arte ni parte
por el líder de U2 Bono,
propietario de acciones de Facebook. Todas las informaciones describen
una configuración empresarial cuyos elementos especulativos se
entremezclan con nuevas formas de negocio. Fluctuaciones en el precio de las acciones, constatación de su dependencia de la publicidad para generar rentabilidad o nuevos modelos de ingreso como highlights, por el que el usuario paga para que sus comentarios se hallen mejor posicionados y durante más tiempo.
La pregunta que subyace es simple: ¿qué vende Facebook para que Zuckerberg figure en la lista de los más ricos del mundo? La respuesta es sencilla: su producto son las relaciones sociales, sus especulaciones y vaivenes futuros en bolsa tienen como fundamento toda la maraña de socialidades de los usuarios. En definitiva, su mercancía es la vida de los usuarios, mediada por su plataforma, gestionada por sus algoritmos y convertida, inexorablemente en moneda de cambio.
¿Empoderamiento?
900 millones de personas, algunos con más dependencia que otros, se sirven de esta plataforma para intercambiar chismorreos, colgar fotos más o menos íntimas, gestionar su vida social e incluso para organizar movimientos insurgentes como las asambleas del 15M. Se trata de la mediación perfecta, invisible, subrepticia ya que Facebook en principio no interfiere en los contenidos que aloja en sus servidores. No obstante, con la actividad a través de su plataforma se muestra de forma palmaria la lógica empresarial de las grandes corporaciones. Mientras una elite plutócrata se lucra de hecho conforme es más utilizada su red social, los usuarios adquieren la impresión de libertad, de estar permanentemente conectados, in-between. Se trata de la ilusión de un término que recientemente se ha erigido en mantra de los tecnólogos: empoderamiento.
Continuamente se enfatiza la oportunidad de atesorar un poder, en cierto modo difuso, a quienes formen parte de las redes sociales, a quienes utilicen de modo activo y participen en la creatividad de la inteligencia colectiva que pretende ser la Web Social. No obstante, más allá de los discursos panegíricos que celebran cualquier innovación tecnológica, la realidad de los hechos desmiente la idea de una utopía tecnológica ya realizada. Al contrario, es paradójico que en la era en que casi todos y, en especial, los jóvenes están suscritos a varias redes sociales (Facebook, Tuenti, LinkedIn), el déficit democrático se haya profundizado. La dictadura de los mercados, de la Troika, la relación de vasallaje de los poderes políticos que representan antes al poder financiero que a sus votantes, encuentra como paliativo la sensación de participar en el espacio público a través de tales plataformas. Y estas redes sociales están sujetas, a su vez, a los criterios de rentabilidad económica, a las burbujas especulativas y a la lógica del capital. Sin duda es una engañifa hacernos creer que somos libres por el mero hecho de poder comunicarnos a través de dispositivos insertos en la economía capitalista, tales como los smartphones y las plataformas de mediación social.
El verdadero empoderamiento , el que no deriva de una traducción del anglicismo vacío, reside en ser capaces de darnos nosotros mismos nuestro propio destino, como postulaba Pico Della Mirandola acerca de la dignidad humana. Antes de considerar las desigualdades pertenecientes a la brecha digital, entre quienes acceden y utilizan las nuevas tecnologías y quienes no, habría que formular la pregunta sobre qué poder se arroga el ciudadano en la determinación de sus condiciones de vida. Acumular 100 amigos, un millón de amigos en Facebook es irrelevante a la hora de adquirir la capacidad y ejercer de facto el poder sobre nuestras propias vidas. Por paradójico que sea, conforme nos convertimos en proletarios digitales, los propietarios de los medios de producción simbólica, en este caso, transforman en ganancia privada el tiempo de conexión pública a sus redes. ¿Por qué seguir hablando de Web Social cuando debería llamarse Web Corporativa? Los trabajadores son los propios usuarios mediante sus actividades online, y son trabajadores precarios, no remunerados por el valor que generan.
La deriva privatizadora
El contexto de la actualidad se halla marcado por la tendencia neoliberal a desmantelar los avances sociales. La educación, la sanidad: los sectores clave de nuestra sociedad, que no habrían de ser objeto de negociación alguna, se van desmantelando progresivamente. En su lugar, lo privado se hipertrofia y se ofrece como única alternativa a lo público defenestrado: se generan así espacios de exclusión a quienes no dispongan del poder adquisitivo suficiente. Dentro del tsunami privatizador, que castra lo público demonizado y estigmatizado como un mal a erradicar, la gestión de las relaciones sociales es otro de los aspectos de la vida que ha de pasar, necesariamente, por los circuitos de generación de valor monetario. Facebook es, quizás, el emblema de esta corriente de mercantilización de territorios de la vida antaño alejados de la mediación del Mercado. Pongamos por caso las redes profesionales como LinkedIn, también un valor bursátil. O, por ejemplo, la gestión y administración mercantil de los afectos en Meetic o incluso la organización de las infidelidades en Ashley Madison.
Perfiles y sombras
En el proceso de mercantilización de la vida cotidiana, de privatización de bienes públicos, la gestión de los afectos se añade a la gestión de los tiempos de ocio y de negocio. Las relaciones sociales que hasta hace poco no eran objeto de conversión en mercancía están siendo mediadas por corporaciones empresariales. De este modo, la deuda que contraemos con tales plataformas por utilizar sus servicios se paga con el precio de aceptar expresamente sus contratos leoninos. ¿Qué ofrecemos como moneda de cambio al servirnos de tales redes? Nuestra vida tanto pública como privada siempre que sea mediada por estas plataformas, una vez que se nos crea la dependencia casi patológica respecto a las plataformas para no ser excluidos de las redes sociales. Si no estás en Facebook, pierdes el hilo de la actualidad, parece ser el axioma. Bajo la amenaza de la exclusión, muy pocos entran a valorar el uso que se haga de nuestros datos en las redes sociales. Véanse si no los contratos fáusticos de privacidad que hemos de firmar para inscribirnos como usuarios. La pregunta es si dejaríamos a un desconocido que utilizase para lo que quisiera todos nuestros comentarios, nuestras fotos por un “tiempo razonable” (es decir, por el tiempo que le venga en gana).
Se trata de la desposesión de nuestros rastros en la Red. De la usurpación de nuestros recorridos virtuales, que son monitorizados y recensados por las plataformas a las que hemos cedido, voluntariamente, el poder de acceder a nuestras vidas digitales. El tráfico es hoy en día de datos de usuarios para generar perfiles de públicos objetivos para anunciantes. Así funciona, por ejemplo, con el modelo de negocio de Google. Ocurre como en el cuento de Hans Christian Andersen titulado “La sombra”. Nuestra sombra digital, los datos que detentan estas empresas sobre nuestro comportamiento en red acaba por subyugarnos, de modo que las personas se convierten en siervas de su propia sombra. Esclavos de nuestros perfiles en Red. Considérese la incipiente industria de la vigilancia en Internet, que ha puesto al descubierto Wikileaks a través de sus Spyfiles.
Comunicación como bien público
En realidad, la cuestión capital se articula en torno a la comprensión de los espacios comunicativos como servicios públicos o como entornos privatizados. Las redes sociales en particular y el espacio digital en general (desde Internet y su infraestructura física hasta la industria del software y hardware) habrían de concebirse desde la óptica de un derecho humano. Por lo tanto, en lugar de servir a intereses pecuniarios, de devenir tecnologías de control para la trazabilidad de los ciudadanos con fines comerciales y políticos, habrían de ser patrimonio de la ciudadanía. Aunque suene utópico, consideremos por un momento la creación del lenguaje como plataforma común para la socialidad: ¿alguien suscribiría un contrato para poder utilizar las metáforas, las metonimias? Sería absurdo, tanto como lo es que en este contexto de recortes se continúen utilizando lenguajes informáticos privativos en lugar de software libre .
Como herramientas de mediación, se trata de un sector estratégico a la hora de conformar una ciudadanía más contestataria e insurgente ante las catástrofes que hoy en día expolian los servicios públicos. En su lugar, las redes sociales parecen servir más como arma de distracción masiva, como máquina para el consenso y la conformidad de los ciudadanos, entretenidos en fruslerías y en mera charlatanería mientras otros ganan dinero con ello y profundizan así las desigualdades sociales. El bien público de la comunicación digital no debe permanecer en manos de corporaciones globales, de entidades financieras. De lo contrario nos asimilamos a los espectadores alienados de televisión, que un directivo de TF1 definió como tiempo de cerebro disponible para ser vendido a sus anunciantes.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
La pregunta que subyace es simple: ¿qué vende Facebook para que Zuckerberg figure en la lista de los más ricos del mundo? La respuesta es sencilla: su producto son las relaciones sociales, sus especulaciones y vaivenes futuros en bolsa tienen como fundamento toda la maraña de socialidades de los usuarios. En definitiva, su mercancía es la vida de los usuarios, mediada por su plataforma, gestionada por sus algoritmos y convertida, inexorablemente en moneda de cambio.
¿Empoderamiento?
900 millones de personas, algunos con más dependencia que otros, se sirven de esta plataforma para intercambiar chismorreos, colgar fotos más o menos íntimas, gestionar su vida social e incluso para organizar movimientos insurgentes como las asambleas del 15M. Se trata de la mediación perfecta, invisible, subrepticia ya que Facebook en principio no interfiere en los contenidos que aloja en sus servidores. No obstante, con la actividad a través de su plataforma se muestra de forma palmaria la lógica empresarial de las grandes corporaciones. Mientras una elite plutócrata se lucra de hecho conforme es más utilizada su red social, los usuarios adquieren la impresión de libertad, de estar permanentemente conectados, in-between. Se trata de la ilusión de un término que recientemente se ha erigido en mantra de los tecnólogos: empoderamiento.
Continuamente se enfatiza la oportunidad de atesorar un poder, en cierto modo difuso, a quienes formen parte de las redes sociales, a quienes utilicen de modo activo y participen en la creatividad de la inteligencia colectiva que pretende ser la Web Social. No obstante, más allá de los discursos panegíricos que celebran cualquier innovación tecnológica, la realidad de los hechos desmiente la idea de una utopía tecnológica ya realizada. Al contrario, es paradójico que en la era en que casi todos y, en especial, los jóvenes están suscritos a varias redes sociales (Facebook, Tuenti, LinkedIn), el déficit democrático se haya profundizado. La dictadura de los mercados, de la Troika, la relación de vasallaje de los poderes políticos que representan antes al poder financiero que a sus votantes, encuentra como paliativo la sensación de participar en el espacio público a través de tales plataformas. Y estas redes sociales están sujetas, a su vez, a los criterios de rentabilidad económica, a las burbujas especulativas y a la lógica del capital. Sin duda es una engañifa hacernos creer que somos libres por el mero hecho de poder comunicarnos a través de dispositivos insertos en la economía capitalista, tales como los smartphones y las plataformas de mediación social.
El verdadero empoderamiento , el que no deriva de una traducción del anglicismo vacío, reside en ser capaces de darnos nosotros mismos nuestro propio destino, como postulaba Pico Della Mirandola acerca de la dignidad humana. Antes de considerar las desigualdades pertenecientes a la brecha digital, entre quienes acceden y utilizan las nuevas tecnologías y quienes no, habría que formular la pregunta sobre qué poder se arroga el ciudadano en la determinación de sus condiciones de vida. Acumular 100 amigos, un millón de amigos en Facebook es irrelevante a la hora de adquirir la capacidad y ejercer de facto el poder sobre nuestras propias vidas. Por paradójico que sea, conforme nos convertimos en proletarios digitales, los propietarios de los medios de producción simbólica, en este caso, transforman en ganancia privada el tiempo de conexión pública a sus redes. ¿Por qué seguir hablando de Web Social cuando debería llamarse Web Corporativa? Los trabajadores son los propios usuarios mediante sus actividades online, y son trabajadores precarios, no remunerados por el valor que generan.
La deriva privatizadora
El contexto de la actualidad se halla marcado por la tendencia neoliberal a desmantelar los avances sociales. La educación, la sanidad: los sectores clave de nuestra sociedad, que no habrían de ser objeto de negociación alguna, se van desmantelando progresivamente. En su lugar, lo privado se hipertrofia y se ofrece como única alternativa a lo público defenestrado: se generan así espacios de exclusión a quienes no dispongan del poder adquisitivo suficiente. Dentro del tsunami privatizador, que castra lo público demonizado y estigmatizado como un mal a erradicar, la gestión de las relaciones sociales es otro de los aspectos de la vida que ha de pasar, necesariamente, por los circuitos de generación de valor monetario. Facebook es, quizás, el emblema de esta corriente de mercantilización de territorios de la vida antaño alejados de la mediación del Mercado. Pongamos por caso las redes profesionales como LinkedIn, también un valor bursátil. O, por ejemplo, la gestión y administración mercantil de los afectos en Meetic o incluso la organización de las infidelidades en Ashley Madison.
Perfiles y sombras
En el proceso de mercantilización de la vida cotidiana, de privatización de bienes públicos, la gestión de los afectos se añade a la gestión de los tiempos de ocio y de negocio. Las relaciones sociales que hasta hace poco no eran objeto de conversión en mercancía están siendo mediadas por corporaciones empresariales. De este modo, la deuda que contraemos con tales plataformas por utilizar sus servicios se paga con el precio de aceptar expresamente sus contratos leoninos. ¿Qué ofrecemos como moneda de cambio al servirnos de tales redes? Nuestra vida tanto pública como privada siempre que sea mediada por estas plataformas, una vez que se nos crea la dependencia casi patológica respecto a las plataformas para no ser excluidos de las redes sociales. Si no estás en Facebook, pierdes el hilo de la actualidad, parece ser el axioma. Bajo la amenaza de la exclusión, muy pocos entran a valorar el uso que se haga de nuestros datos en las redes sociales. Véanse si no los contratos fáusticos de privacidad que hemos de firmar para inscribirnos como usuarios. La pregunta es si dejaríamos a un desconocido que utilizase para lo que quisiera todos nuestros comentarios, nuestras fotos por un “tiempo razonable” (es decir, por el tiempo que le venga en gana).
Se trata de la desposesión de nuestros rastros en la Red. De la usurpación de nuestros recorridos virtuales, que son monitorizados y recensados por las plataformas a las que hemos cedido, voluntariamente, el poder de acceder a nuestras vidas digitales. El tráfico es hoy en día de datos de usuarios para generar perfiles de públicos objetivos para anunciantes. Así funciona, por ejemplo, con el modelo de negocio de Google. Ocurre como en el cuento de Hans Christian Andersen titulado “La sombra”. Nuestra sombra digital, los datos que detentan estas empresas sobre nuestro comportamiento en red acaba por subyugarnos, de modo que las personas se convierten en siervas de su propia sombra. Esclavos de nuestros perfiles en Red. Considérese la incipiente industria de la vigilancia en Internet, que ha puesto al descubierto Wikileaks a través de sus Spyfiles.
Comunicación como bien público
En realidad, la cuestión capital se articula en torno a la comprensión de los espacios comunicativos como servicios públicos o como entornos privatizados. Las redes sociales en particular y el espacio digital en general (desde Internet y su infraestructura física hasta la industria del software y hardware) habrían de concebirse desde la óptica de un derecho humano. Por lo tanto, en lugar de servir a intereses pecuniarios, de devenir tecnologías de control para la trazabilidad de los ciudadanos con fines comerciales y políticos, habrían de ser patrimonio de la ciudadanía. Aunque suene utópico, consideremos por un momento la creación del lenguaje como plataforma común para la socialidad: ¿alguien suscribiría un contrato para poder utilizar las metáforas, las metonimias? Sería absurdo, tanto como lo es que en este contexto de recortes se continúen utilizando lenguajes informáticos privativos en lugar de software libre .
Como herramientas de mediación, se trata de un sector estratégico a la hora de conformar una ciudadanía más contestataria e insurgente ante las catástrofes que hoy en día expolian los servicios públicos. En su lugar, las redes sociales parecen servir más como arma de distracción masiva, como máquina para el consenso y la conformidad de los ciudadanos, entretenidos en fruslerías y en mera charlatanería mientras otros ganan dinero con ello y profundizan así las desigualdades sociales. El bien público de la comunicación digital no debe permanecer en manos de corporaciones globales, de entidades financieras. De lo contrario nos asimilamos a los espectadores alienados de televisión, que un directivo de TF1 definió como tiempo de cerebro disponible para ser vendido a sus anunciantes.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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