30 de abril de 2012
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En
estos días estamos celebrando el aniversario del fallecimiento de
Vladímir Ilich Uliánov, Lenin. Hemos abordado diferentes aspectos de su
carácter. En el siguiente texto escrito por Stalin, glosa su destacada
capacidad intelectual, su increíble método pedagógico de persuasión,
desarrollando ante un auditorio proletario, como las ideas más
complicadas se pueden explicar de forma sencilla y amena.
Discurso ante la Escuela Militar del Kremlin, el 28 de enero de 1924
Camaradas:
Me han comunicado que habéis organizado un homenaje dedicado a la
memoria de Lenin, y que yo era uno de los oradores invitados. Creo que
no es menester hacer una exposición sistematizada de las actividades de
Lenin. Entiendo preferible limitarme a una serie de hechos que hagan
resaltar ciertas peculiaridades de Lenin como hombre y como político.
Quizás no existe una relación interna entre estos hechos, mas esto no
puede tener una importancia decisiva para quien se quiera formar una
idea general sobre Lenin. En cualquier caso, pocas posibilidades tengo,
en este momento, de daros más de lo que acabo de prometer.
El águila de las montañas
Conocí
a Lenin por vez primera en 1903. Ciertamente, este conocimiento no fue
personal, sino por correspondencia. Dejó en mi, por aquel entonces, una
marca indeleble que no se apagó en todo el tiempo que vengo trabajando
en el Partido. Me encontraba entonces en Siberia, deportado. Al conocer
el trabajo revolucionario de Lenin en los últimos años del siglo XIX y,
sobre todo, después de 1901, tras la publicación de Iskra, me convencí
de que teníamos en Lenin un hombre extraordinario. No era entonces, a mi
parecer, un simple jefe de Partido; era un verdadero creador, porque
solo él comprendía la propia naturaleza y las necesidades urgentes de
nuestro Partido. Cuando lo comparaba con los otros jefes de nuestro
Partido, pensaba siempre que los compañeros de lucha de Lenin –Plejanov,
Mártov, Axelrod y otros- estaban muy por debajo de él; que Lenin, en
comparación con ellos, no era simplemente uno de los dirigentes, sino un
jefe de tipo superior, un águila de las montañas, sin miedo en la lucha
y conduciendo audazmente el Partido hacia adelante, por el camino
entonces inexplorado del movimiento revolucionario ruso. Esta impresión
acabó por penetrar tan profundamente en mi espíritu, que sentí la
necesidad de escribir sobre esto a un íntimo amigo mío, emigrado en el
extranjero, pidiéndole su opinión. Al cabo de algún tiempo, cuando ya
estaba deportado en Siberia –a finales de 1903- recibí una respuesta
entusiasta de mi amigo, una carta simple pero profunda, escrita por
Lenin, a quien mi amigo mostró mi propia carta. La misiva de Lenin era
relativamente corta, pero contenía una crítica audaz y valiente de las
actividades prácticas de nuestro Partido, así como una exposición
magníficamente clara y concisa de todo el plan de trabajo del Partido
para el futuro próximo. Solo Lenin sabía escribir sobre las cuestiones
más complejas con tanta simplicidad y claridad, concisión y audacia, que
sus frases no parecían que hablaban, sino que disparaban. Esta pequeña
carta, clara y audaz, me convenció todavía más de que teniamos en Lenin
al águila de las montañas de nuestro Partido. No puedo perdonarme tener
que haber quemado aquella carta de Lenin, así como muchas otras,
siguiendo la costumbre del viejo militante en la ilegalidad.
Datan de aquel momento mis relaciones con Lenin.
La modestia
Me
encontré por vez primera con Lenin en diciembre de 1905, en la
Conferencia bolchevique de Tamerfors (Finlandia). Aguardaba ver al
águila de nuestro Partido, el gran hombre, grande no solo desde el punto
de vista político, sino también, desde el punto de vista físico, porque
imaginaba a Lenin como un gigante de postura imponente y majestuosa.
Fue muy grande mi decepción cuando vi a un hombre completamente común,
de estatura menor que la media, y que no se diferenciaba en nada,
absolutamente en nada, de los demás mortales …
La
costumbre dice que ‘un gran hombre’ debe llegar tarde a las reuniones,
mientras los asistentes aguardan su aparición con corazón ansioso; que
cuando el gran hombre va a aparecer, los miembros de la reunión avisan:
pss …, ¡silencio, ya viene! Sabía que este ceremonial no era superfluo,
que inspiraba respeto. Fue muy grande mi decepción cuando descubro que
Lenin llegará a la reunión antes que los delegados y que, pasivo,
entabló, sin ninguna afectación, la más banal de las charlas con los
delegados más modestos de la Conferencia. No niego que esto me pareció
entonces una cierta violación de algunas normas imprescindibles.
Solo
más tarde comprendí que esta sinceridad y esta modestia de Lenin, que
este deseo de pasar desapercibido, o, en todo caso, de no llamar la
atención, de no deshonrar su alta posición, eran trazos que constituían
uno de los puntos más fuertes de Lenin, como nuevo jefe de las nuevas
masas, de las masas sinceras y comunes de las camadas más bajas y
profundas de la Humanidad.
La fuerza de la lógica
Magníficos
fueron los discursos que Lenin pronunció en esta Conferencia: sobre los
problemas del mundo y sobre la cuestión agraria.
Infelizmente,
no fueron conservados. Fueron discursos inspirados, que encendieron un
clamoroso entusiasmo en toda la Conferencia. La extraordinaria fuerza de
convicción, la sinceridad y claridad de los argumentos, las frases
breves e inteligibles para todos, la falta de ostentación, de gestos
teatrales y de frases rimbombantes dichas para producir impresión; todo
eso distinguía favorablemente los discursos de Lenin de los discursos de
los oradores ‘parlamentares’ comunes.
Pero
no fue este aspecto de los discursos de Lenin el que más me impresionó
entonces, sino la fuerza invencible de su lógica, que, dicho claramente,
se apropiaba del auditorio, electrizándolo poco a poco para, enseguida,
acabar cautivándolo, como se dice, sin reservas. Recuerdo que muchos
delegados decían: «La lógica de los discursos de Lenin es como
tentáculos poderosos que envuelven a la gente por todos los lados y de
los cuales no hay modo de escapar: es mejor rendirse que sufrir un
completo fracaso».
Coincido en que esta particularidad de los discursos de Lenin es el aspecto más fuerte de su oratoria.
Sin lloriqueos
Encontré
a Lenin por segunda vez en 1904, en Estocolmo, en el Congreso de
nuestro Partido. Se sabe que en este Congreso los bolcheviques quedaron
en minoría y sufrieron una derrota. Por vez primera vi a Lenin en el
papel de derrotado. No se parecían en nada a esos jefes que, después de
una derrota, lloriquean y pierden los nervios. Al contrario, la derrota
hizo que Lenin centuplicase su energía. Animando a sus partidarios para
nuevos combates, para la victoria futura. Hablo de la derrota de Lenin.
Pero ¿cuál era su derrota? Era preciso ver a los adversarios de Lenin,
los vencedores del Congreso de Estocolmo, Plejanov, Axelrod, Martov y
los demás: no eran, ni de lejos, verdaderos vencedores, porque Lenin,
con su crítica implacable del menchevismo, no les dejó, como se
acostumbra a decir, ni un hueso entero. Recuerdo como nosotros,
delegados bolcheviques, después de reunirnos en un grupo compacto,
observábamos a Lenin pidiéndole que nos aconsejase. En los discursos de
algunos delegados se notaba el cansancio, el desánimo. Recuerdo como
Lenin, contestando aquellos discursos, murmuró entre dientes y en tono
mordaz:
«No lloriqueen, camaradas, venceremos sin duda alguna porque tenemos razón».
El
odio a los intelectuales llorones, la fe en las propias fuerzas, la fe
en la victoria, de todo esto nos hablaba entonces Lenin. Se percibía que
la derrota de los bolcheviques era pasajera, que los bolcheviques
vencerían en un futuro muy próximo.
«No
lloriqueen en caso de derrota». Es precisamente este el aspecto
particular de la actividad de Lenin que permitió agrupar a su alrededor a
un ejército dedicado a la causa hasta el fin y henchido de fe en sus
propias fuerzas.
Sin presunción
En
el siguiente Congreso, en 1907, en Londres, fueron los bolcheviques
quienes obtuvieron la victoria. Vi entonces a Lenin por primera vez en
el papel de vencedor. Generalmente, la victoria embriaga a cierta clase
de jefes, henchidos de vanidad, se vuelven presuntuosos. En la mayoría
de estos casos, se ponen a cantar victoria y a dormir en los laureles.
Pero Lenin no se asemejaba en nada a esta clase de jefes. Al contrario,
era precisamente tras la victoria cuando mantenía una vigilancia
particular y permanecía en guardia. Recuerdo que Lenin repetía con
insistencia a los delegados:
«Primero,
no dejarse embriagar por la victoria, ni tampoco envalentonarse,
segundo, consolidar el éxito obtenido; tercero, acabar con el enemigo,
porque solo está vencido, pero aun no está aniquilado».
Se
burlaba mordazmente de los delegados que afirmaban a la ligera que «se
acabó para siempre con los mencheviques». No le era difícil demostrar
que los mencheviques tenían todavía raíces en el movimiento obrero y que
se debía combatirlos con habilidad, evitando sobrestimar las propias
fuerzas y, sobre todo, menospreciar las del enemigo.
«No
envalentonarse con la vitoria». Es este precisamente el trazo
particular del camarada Lenin que le permitía observar con lucidez las
fuerzas del enemigo y asegurar al Partido contra cualquier sorpresa.
Fidelidad a los principios
Los
jefes de un partido no pueden dejar de valorar la opinión de la mayoría
de su partido. La mayoría es una fuerza con la que un jefe no puede
dejar de contar. Lenin lo comprendía tan bien como cualquier otro
dirigente del Partido. Pero Lenin nunca fue prisionero de la mayoría,
sobre todo cuando esa mayoría no se apoyaba sobre una base de
principios. Hubo momentos en la historia de nuestro Partido en los que
la opinión de la mayoría o los intereses momentáneos del Partido
chocaban cn los intereses fundamentales del proletariado.
En
estos casos, Lenin, sin vacilar, se ponía del lado de los principios
contra la mayoría del Partido. Todavía más, no temía en casos semejantes
intervenir literalmente solo contra todos, pensando, como decía a
menudo, que «una política de principios es una política cierta».
Los dos hechos siguientes son particularmente característicos en este sentido:
Primer
hecho: Fue durante el período entre 1909 y 1911, cuando el Partido,
deshecho por la contrarrevolución, estaba en plena descomposición. Era
el período en el que nadie tenía fe en el Partido, en que no solo los
intelectuales, sino buena parte de los obreros, desertaban en masa del
Partido; período en el que se repelía toda actividad clandestina,
período de liquidacionismo y eliminamiento. No solo los mencheviques,
también los bolcheviques estaban divididos entonces en una serie de
fracciones y distintas corrientes, desligadas en su mayoría del
movimiento obrero. Se sabe que fue precisamente en aquel período cando
nació la idea de liquidar totalmente las actividades clandestinas del
Partido, de organizar a los obreros en un partido legal, liberal.
Lenin
fue entonces el único que no se dejó engañar por el contagio y que
mantuvo en alto la bandera del Partido, reuniendo, con una paciencia
asombrosa, con una tensión sin precedentes, las fuerzas del Partido
dispersas y deshechas, combatiendo en el interior del movimiento obrero
todas las tendencias hostiles al Partido, defendiendo el principio del
Partido como un valor extraordinario y una perseverancia increíble.
Se sabe que, más tarde, Lenin salió vencedor de aquella lucha por el mantenimiento del principio del Partido.
Segundo
hecho: Fue en el período de 1914 a 1917, en plena guerra imperialista,
en el momento en el que todos los socialdemócratas e socialistas, o casi
todos, llevados por el delirio patriótico general, se pusieran al
servicio del imperialismo de sus países. Era el período en el que la
Segunda Internacional inclinaba sus banderas ante el Capital, en el que
inclusive hombres como Plejanov, Kautski, Guesde, etc., no resistieron
ante la ola de chauvinismo; Lenin fue entonces el único hombre, o casi
el único, que emprendió decisivamente la lucha contra el
socialchovinismo y el socialpacifismo, evidenció la traición de los
Guesde y de los Kautski y estigmatizó la indecisión de los
‘revolucionarios’ que nadaban entre dos aguas. Lenin comprendía que era
seguido por una insignificante minoría, pero para el águila no tenía una
importancia decisiva, porque sabía que la única política cierta, de
cara al futuro, era la del internacionalismo consecuente; porque sabía
que la política de principios era la única política acertada.
Se sabe que en aquella lucha por una nueva Internacional, Lenin también salió vencedor.
«Una
política de principios es la única política cierta». Tal era
precisamente la fórmula con la ayuda de la cual Lenin asaltaba las
nuevas posiciones ‘inexpugnables’, ganando para el marxismo
revolucionario a los mejores elementos del proletariado.
La fe en las masas
Los
teóricos y los jefes de partidos que conozcan la historia de los
pueblos y que estudiaron el método, de principio a fin, de las
revoluciones, algunas veces padecen una enfermedad indecorosa. Esta
enfermedad es el temor a las masas, la falta de fe en el poder creador
de las masas, lo que, algunas veces, origina en los jefes cierto
aristocratismo en relación a las masas poco iniciadas en la historia de
las revoluciones, mas destinadas a destruir lo viejo y construir lo
nuevo. El temor de que los elementos se desencadenen, de que las masas
‘puedan demoler de más’, el deseo de representar el papel de amos,
esforzándose en instruir a las masas por medio de libros, pero sin el
deseo de instruirse junto a estas masas, este es el futuro de tal
aristocratismo.
Lenin
era completamente opuesto a semejantes jefes. No conozco ningún
revolucionario que tuviera una fe tan profunda como Lenin en las fuerzas
creadoras del proletariado y en el acierto revolucionario de su
instinto de clase; no conozco ningún revolucionario que supiera como
Lenin flagelar tan implacablemente a los críticos ultrapedantes del
‘caos de la revolución’ y de la ‘bacanal de los actos espontáneos de las
masas’. Recuerdo como, durante una conversación, Lenin replicó
sarcásticamente a un camarada que dijo que «después de la revolución
debía establecerse un orden normal»:
«Es una desgracia que los que desean ser revolucionarios olviden que el orden más normal en la historia es el de la revolución».
Por
eso su desprecio para con todos los que se comportaban de un modo
altivo con las masas e intentaban instruirlas por medio de libros. Es
por esto por lo que Lenin repetía incansabelmente que era preciso
aprender con las masas, comprender el sentido de sus acciones, estudiar
atentamente la experiencia práctica de su lucha.
La
fe en las fuerzas creadoras de las masas: tal es el aspecto particular
de la actividad de Lenin que le daba la posibilidad de comprender la
significación del movimiento espontáneo de las masas y de orientarlo por
el camino de la revolución proletaria.
El genio de la revolución
Lenin
nació para la revolución. Fue realmente el genio de las explosiones
revolucionarias y el gran maestro del arte de dirigir las revoluciones.
Nunca se sentía tan a gusto, tan feliz como en la época de las
conmociones revolucionarias. Pero esto no quiere decir, de ningún modo,
que Lenin aprobara en la misma medida toda conmoción revolucionaria, ni
tan poco que se pronunciara siempre en cualquier circunstancia a favor
de las explosiones revolucionarias. De ningún modo.
Tan
solo quiere decir que la perspicacia genial de Lenin nunca se
manifestaba con tanta plenitud, con tanta precisión, como en los
momentos de explosiones revolucionarias. En los días de acciones
revolucionarias florecía literalmente, adquiría el don de la doble
visión, adivinaba con anticipación el movimiento de las clases y los
vaivenes de la revolución como si los tuviese en la palma de la mano. Se
decía en el Partido con razón: «Ilitch sabe nadar en las ondas de la
revolución como pez en el agua».
Por
eso la claridad ‘asombrosa’ de las palabras de orden tácticas de Lenin y
la audacia ‘vertiginosa’ de sus planes revolucionarios.
Me vienen ahora a la memoria dos hechos particularmente característicos y que destacan aquella particularidad de Lenin.
Primer
hecho: Era la víspera de la Revolución de Octubre, cuando millones de
obreros, campesinos y soldados, empujados por la crisis en la
retaguardia y en el frente, exigían la paz y la libertad; cuando los
generales de la burguesía preparaban la instauración de una dictadura
militar, con el objetivo de llevar la guerra ‘hasta el fin’; cuando toda
la supuesta ‘opinión pública’ y todos los supuestos ‘partidos
socialistas’ eran hostiles a los bolcheviques y los calificaban de
‘espías alemanes’; cuando Kerensky tentaba hundir al Partido de los
bolcheviques en la ilegalidad y ya lo consiguió en parte; cuando los
ejércitos, todavía poderosos y disciplinados, de la coalición
austro-alemana, se erguían ante nuestros ejércitos cansinos y en estado
de descomposición, y los ‘socialistas’ de Europa occidental continuaban
mantendo tranquilamente el bloque con sus gobiernos, con el objetivo de
proseguir ‘la guerra hasta la victoria completa’…
¿Qué significaba desencadenar una insurrección en aquel momento?
Desencadenar
una insurrección en esas condiciones era arriesgar todo. Mas Lenin no
temía arriesgarlo, porque sabía y veía con su ojear clarividente que la
insurrección era inevitable, que la insurrección vencería, que la
insurrección en Rusia prepararía el fin de la guerra imperialista, que
la insurrección en Rusia pondría de pie a las masas agotadas de
Occidente, que la insurrección en Rusia transformaría la guerra
imperialista en guerra civil, que de esta insurrección nacería la
República de los Soviets, que la República de los Soviets serviría de
baluarte al movimiento revolucionario del mundo entero.
Se sabe que aquella previsión revolucionaria de Lenin fue después cumplida con una precisión sin par.
Segundo
hecho: Fue en los primeros días que siguieron a la Revolución de
Octubre cuando el Consejo de los Comisarios del Pueblo intentaba obligar
al general rebelde Dukonin, generalísimo de los ejércitos rusos, a
suspender las hostilidades y a entablar conversaciones con los alemanes
buscando un armisticio. Recuerdo como Lenin, Krylenko (el futuro jefe
supremo) y yo fuimos al Estado Mayor Central de Petrogrado para ponernos
en contacto con Dukonin por radio. Era un momento angustioso. Dukonin y
el Gran Cuartel General se negarpm categóricamente a cumplir la orden
del Consejo de Comisarios del Pueblo. Los mandos del ejército estaban
enteramente en las manos del Gran Cuartel General. En lo tocante a los
soldados, se ignoraba lo que diría aquel ejército de 12 millones de
hombres, sometido a las llamadas organizaciones del ejército, que eran
hostiles al Poder de los Soviets. En Petrogrado mismo, como se sabe,
tuvo lugar entonces la insurrección de los alumnos de las academias
militares. Mientras, Keresnky avanzaba en el tren de la guerra sobre
Petrogrado. Recuerdo que, después de un momento de silencio junto al
aparejo, el rostro de Lenin fue iluminado por no se que luz
extraordinaria. Se veía que Lenin ya tomó una decisión:
«Fuimos
a la estación de radio, dijo Lenin, en ella prestaremos un buen
servicio; destituiremos, por orden especial, al general Dukonin; en su
lugar nombraremos al camarada Krylenko jefe supremo, dirigiéndonos a los
soldados por encima de las cabezas del comando, animándolos a
desobedecer a los generales, cesar las hostilidades, entrar en contacto
con los soldados austro-alemanes y tomar la causa da paz en sus propias
manos».
Era
un ‘salto desconocido’. Pero Lenin no tenía miedo de aquel ‘salto’; al
contrario, se anticipaba a el, porque sabía que el ejército quería la
paz y que la conquistaría barriendo todos los obstáculos puestos en su
camino, porque sabía que aquel medio de establecer la paz tendría
repercusión sobre los soldados austro-alemanes y reavivaría el deseo de
paz en todos los frentes sin excepción.
Es sabido que también aquella previsión revolucionaria de Lenin fue cumplida más tarde de modo exacto.
Una
perspicacia genial, una facultad de comprensión, de adivinar, tales
eran precisamente las cualidades propias de Lenin que le permitían
elaborar una estrategia cierta y una línea de conducta clara en los
virajes del movimiento revolucionario.
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