Cuando la encontraron tenía las manos sangradas, sus uñas casi arrancadas, llenas de arenas y de piedras. Los dos esqueletitos de sus niños aun estaban calentitos en el refajo de manta. La mirada de la india daba cuenta de la agonía que precedió a la muerte.
El hosco talpetate de lengüeperro tenía las huellas sanguíneas de alguien que desesperadamente buscaba tierra, de alguien que quería regresar con los suyos, de alguien que había perdido la voluntad de seguir luchando por lo imposible y la muerte era el único camino hacia la liberación.Dos días antes había llorado como leona herida al ver que sus mamas no podían dar ni una gota de leche a sus cachorros. Había perdido la habilidad de caminar y la facultad de defenderse de la intemperie y para llegar al lugar donde trató de enterrar a sus niños había hecho un esfuerzo sobrehumano. Antes de tomar la decisión de
lanzarse al vacío beso a sus hijos y los bendijo en nombre del maíz, le pidió a la Pachamama que los recibiera con los brazos abiertos y en un rito eterno maldijo a los invasores, después; como águila desplumada abrazó a sus esqueletitos y no volvió a ver atrás.
Cuando la encontraron alguien dijo: “Se murió de hambre y por eso mató a sus hijos también”. Unas gotas de sangre incolora, pálida como lágrimas de un pueblo adornaban el lienzo polvoso que aun envolvía a los niños. 
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