Karl Rahner
Este artículo, publicado poco antes de la muerte del autor, se ha ido
convirtiendo en una referencia antológica ya clásica en el tema de la
"ampliación del concepto de martirio" que está a la base del conocido
martirologio latinoamericano.
Aparición original: Revista «Concilium» 183(marzo 1983)321-324
En el presente ensayo vamos a propugnar una cierta ampliación del concepto tradicional de martirio.
El concepto tradicional de martirio, tal como hoy se emplea en la
Iglesia, es conocido. Aquí no pretendemos analizar su evolución a lo
largo de la historia de la Iglesia, ni su relación con la noción bíblica
de martirio, ni las conexiones existentes entre esta noción
neotestamentaria y otros conceptos y categorías afines, como
predicación, profeta, confesión, muerte, etc. Aquí presuponemos el
concepto de martirio hoy tradicional en la Iglesia. Con tal concepto,
perteneciente a la vez al campo de la dogmática y al de la teología
fundamental, se designa el hecho de aceptar morir por la fe de forma
libre y resignada, no luchando activamente como en el caso de los
soldados. El término «fe» incluye también la moral cristiana, como lo
muestra el dato de que la Iglesia venera como mártir a santa María
Goretti, apuñalada en 1902 por un muchacho de la vecindad por oponerse
enérgicamente a sus requerimientos. Por lo que se refiere a la «fe»,
puede tratarse de la totalidad del credo cristiano o de una verdad
concreta de la doctrina cristiana en materia de fe y costumbres, en cuyo
caso tal verdad se contempla siempre enmarcada en el conjunto del
mensaje cristiano. La muerte «in odium fidei» ha de aceptarse siempre
conscientemente, de suerte que es preciso distinguir entre el «martirio»
y el «bautismo de sangre».
La peculiaridad de este concepto reside en que, desde el punto de
vista de la Iglesia, no puede aplicarse a la muerte sufrida en una
lucha activa. Por eso nos preguntamos si hay que considerar como algo
necesaria y permanentemente unido al concepto de martirio tal exclusión
de una muerte sufrida luchando activamente por la fe cristiana y sus
exigencias morales, incluso con respecto a la sociedad. Esta pregunta es
de gran importancia para la vida cristiana y eclesial, porque la
atribución del martirio a un cristiano combatiente constituiría para
otros cristianos una notable recomendación eclesiástica de tal combate
activo como un ejemplo digno de imitarse.
Ante todo, es claro que unos conceptos como los que aquí están en
juego tienen su historia y son susceptibles de modificaciones
legítimas. A decir verdad, el único problema radica en precisar si la
aceptación resignada de la muerte por causa de la fe y el hecho de morir
luchando activamente por esa misma fe (o por alguna de sus exigencias)
pueden englobarse bajo un concepto de martirio, dado que entre ambas
formas de muerte hay una amplia y profunda coincidencia y que aplicarles
el mismo concepto no implica negar una diferencia permanente entre las
dos. De hecho hay muchos conceptos que engloban dos realidades en razón
de su semejanza objetiva, sin que por eso se nieguen o velen
necesariamente sus diferencias. (En el vocabulario eclesiástico, el
término «pecado» designa la «corrupción hereditaria» y el estado
pecaminoso resultante de las culpas personales, sin que por ello sea
preciso negar una diferencia radical entre los dos estados). Es cierto
que el hecho de soportar pacientemente la muerte por causa de la
fe tiene una relación peculiar con la muerte de Jesús, quien por su
muerte paciente pasó a ser el testigo fiel y fidedigno por antonomasia.
Pero esta innegable diferencia entre las dos formas de muerte no excluye
que puedan englobarse bajo el único concepto y término de martirio.
Para discutir esto, es decir, para poner de manifiesto la
semejanza interna y esencial de esas dos formas de muerte, pese a las
diferencias existentes entre ellas, es preciso reflexionar sobre muchos
aspectos. Ante todo la muerte de Jesús, «soportada pasivamente», fue
consecuencia de su lucha contra quienes tenían en aquella época el poder
religioso y político. Jesús murió porque luchó; su muerte no debe ser
contemplada al margen de su vida. Por otra parte, también «soporta» su
muerte quien cae luchando activamente por las exigencias de sus
convicciones cristianas, incluso en lo que respecta a la dimensión de la
sociedad pública, bajo ciertas condiciones. De hecho, tal muerte no se
busca directamente por sí misma e incluye un elemento pasivo, del mismo
modo que la muerte del mártir en sentido tradicional encierra también un
elemento activo, pues ese mártir provoca con su testimonio activo y con
su vida la situación en que no podrá librarse de la muerte sin renegar
de su fe.
Como es natural, puede seguir constituyendo un problema
determinar con qué exactitud es preciso definir la lucha activa y
distinguirla de otros hechos análogos para que la muerte acaecida en esa
lucha activa pueda y deba ser calificada como martirio. No todo el que
cae en una guerra religiosa combatiendo en el campo cristiano o en el
católico puede ser considerado como mártir. En tales guerras religiosas
influyen también demasiados factores terrenos, y no está claro si cada
combatiente cuenta en serio con su muerte y la acepta de verdad. Pero
¿por qué no habría de ser mártir un monseñor Romero, por ejemplo, caído
en la lucha por la justicia en la sociedad, en una lucha que él hizo desde sus más profundas convicciones cristianas?
La actitud de soportar pasivamente la muerte no debemos
concebirla exclusivamente en la forma en que solemos imaginarnos a los
mártires del cristianismo antiguo, conducidos ante un tribunal y
condenados a muerte en un juicio. El soportar la muerte -actitud pasiva,
pero tomada mediante una opción voluntaria- puede adoptar formas
totalmente distintas. Los «perseguidores» modernos no darán a los
cristianos de hoy ninguna posibilidad de confesar su fe al estilo de los
tres primeros siglos del cristianismo ni les brindarán la oportunidad
de aceptar una muerte impuesta por la sentencia de un tribunal. No
obstante, bajo estas modalidades más anónimas de la persecución actual
es posible prever y aceptar la muerte, del mismo modo que en el caso de
los mártires antiguos. Y es posible también preverla y aceptarla en
cuanto consecuencia de una lucha activa por la justicia y otras
realidades y valores cristianos. De hecho, es extraño que la Iglesia
haya canonizado a Maximiliano Kolbe como confesor y no como mártir.
Quien contemple a Maximiliano Kolbe sin ideas preconcebidas, prestará
mayor atención a su muerte y a su conducta en el campo de concentración
que a su vida anterior, y lo considerara como mártir de un amor
cristiano desinteresado.
En cualquier caso, las diferencias entre morir por causa de la fe
en una lucha activa y morir por causa de la fe soportando la muerte
pasivamente son demasiado fluidas y difíciles de precisar como para que
sea preciso distinguir conceptualmente las dos formas de muerte no
expresándolas con el mismo término. En los dos casos se da la misma
aceptación expresa y resuelta de la muerte por la misma motivación
cristiana; en los dos casos es la muerte una aceptación de la muerte de
Cristo que, por constituir el acto supremo del amor y la fortaleza, pone
sin reservas al hombre creyente en manos de Dios y representa una unión
radical de dos acciones: la del amor y la de verse privado del propio
ser por el no -incomprensible, pero sumamente eficaz- de los hombres al
amor de Dios que se revela. En los dos casos aparece la muerte como
plena y clara manifestación de la verdadera naturaleza de la muerte
cristiana. También cuando se cae luchando por las convicciones
cristianas constituye la muerte un testimonio en favor de la fe
caracterizado por una decisión sin reservas; tal decisión integra en la
muerte toda la existencia, está inspirada y sustentada por la gracia de
Dios y se toma en medio de la más profunda impotencia interna y externa,
que el hombre acepta resignadamente. Todo ello puede aplicarse también a
la muerte sufrida en la lucha, ya que, en la vivencia de su fracaso,
estos combatientes experimentan y sufren su propia impotencia y el poder
del mal, lo mismo que el mártir paciente en sentido tradicional.
En nuestra defensa de una cierta ampliación del concepto tradicional de
mártir, podemos apoyarnos también en Tomás de Aquino. Santo Tomás afirma
que, si su muerte tiene una relación clara con la de Cristo, es mártir quien muere defendiendo la sociedad (res publica) contra los ataques de sus enemigos que intentan corromper la fe cristiana (In IV Sent. dist.
49, q. 5, a. 3, qc. 2 ad 11) . La corrupción de la fe de Cristo a que
se opone ese defensor de la sociedad puede referirse también a una
dimensión concreta de la convicción cristiana, pues de lo contrario
tampoco podría considerarse como martirio el hecho de soportar
pasivamente la muerte por una exigencia ética y cristiana concreta. Así,
pues, en su Comentario a las Sentencias, santo Tomás defiende un concepto más amplio de martirio, tal como lo proponemos aquí.
Una «teología política» legitima y una teología de la liberación
deberían adherirse a esta ampliación del concepto de mártir. Tal
ampliación tiene una importancia práctica muy concreta para un
cristianismo y una Iglesia que quieren ser conscientes de su
responsabilidad con respecto a la justicia y la paz en el mundo.
Traducción: J. LARRIBA
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