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viernes, 25 de julio de 2014
Ser judío, del orgullo a la vergüenza
Siempre me he sentido orgulloso de ser parte del pueblo
judío, de una cultura que con todas sus contradicciones vio
nacer a Montaigne, Spinoza, Marx, Freud, Einstein, Trotsky,
Arendt, tantos hombres y mujeres que han hecho significativos
aportes a la humanidad, en la creación y en la búsqueda de un
mundo más justo y humano.
Me siento judío cuando pienso en los sueños que marcaron
a generaciones de jóvenes que fueron ensanchando el mundo
con sus aspiraciones de libertad, de comunidad, de justicia, de
hermandad, que transversalmente han cruzado colores de piel
y naciones. Desde el mismo texto bíblico Éxodo, está explícita
la necesidad y experiencia de la libertad de un pueblo, de las
aspiraciones y derechos cuando se está sometido al yugo, al
sometimiento.
Me identifico con la historia emblemática de exilios y
dolores del pueblo judío, en cuyas esperanzas de libertad se
reflejan todos los pueblos. Y esa historia, con horas trágicas, me
ha motivado, como a muchos otros, a defender irrestrictamente
los derechos humanos, partiendo por el derecho a la vida y a la
dignidad.
Me siento orgulloso de ser judío por el deber de memoria
que marca su cultura, la cultura de la escritura, del comentario,
la traducción y la crítica; por la constante interpelación ante la
indiferencia. Por su reconocimiento a los justos que en horas de
horror, a riesgo de sus vidas, hacían real la palabra solidaridad
y todo por salvar a los perseguidos. Por una historia que ha
interpelado a nuestra humanidad como seres humanos, más
allá de razas y creencias, por su lucha contra la indiferencia.
Por todo ello me identifico también, y no puedo quedar
indiferente, ajeno, a los dolores de otros pueblos, de otros seres
humanos. Como no me es indiferente el dolor de los judíos
a través de la historia y su derecho a constituirse en nación,
tampoco me es indiferente ese derecho para el pueblo palestino,
el pueblo kurdo, los pueblos indígenas de nuestro continente.
Y cuando es el Estado de Israel, en nombre del pueblo
judío, quien repite en otros lo que le tocó vivir a este pueblo
una y otra vez a lo largo de siglos, me avergüenza. Sí, me
avergüenza.
Me avergüenza ver hoy cómo se masacra al pueblo
palestino bajo el discurso de la defensa propia.
Me avergüenza que se diga “retírense para salvaguardar
sus vidas”, cuando bien se sabe que no tienen adónde ir y
se les tiene encerrados en un gueto de miseria, opresión y
humillación.
Me avergüenza cuando se les pide cordura, pacifismo y
racionalidad mientras día a día se les ocupa, se les maltrata y se
les asesina, intentando cortar toda posibilidad de futuro.
Me avergüenza que la comunidad judía califique
toda crítica y presión internacional como persecución o
antisemitismo, cuando fue la misma solidaridad internacional
y las Naciones Unidas las que dieron legitimidad al Estado de
Me avergüenza que como pueblo no seamos capaces de
masivamente alzar la voz y dejemos que dominen las voces del
egoísmo ciego, incapaz de mirar más allá de sus intereses a
corto plazo.
Me horroriza cómo se usa toda la potencia guerrera contra
la población civil, cómo se ejecuta el castigo “por cada baja
de mi lado, tendrán 10 o 50 del vuestro” que han aplicado las
peores tiranías de la historia.
Sin duda hoy y en estos años se ha manchado de triste
manera la historia de un pueblo que para muchos era sinónimo
de justicia y libertad. Bien nos ha enseñado la historia que no
se acallan los anhelos de libertad y dignidad con la censura y la
fuerza, que no se puede hacer cualquier cosa en nombre de la
seguridad y del deseo de expansión territorial, que por la fuerza
se pueden ganar varias batallas, pero sostenerse solo a través de
ella pone en claro riesgo la perpetuidad.
Es hora de parar ya y no manchar irremediablemente
nuestra memoria y sentidos de comunidad dejando a nuestros
hijos un legado de infamia. Del otro lado del muro están
nuestros hermanos.
Paulo Slachevsky, fundador de la editorial LOM de Chile, es chileno y judío.
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