La pelota como bandera
En el verano de 1916, en plena guerra mundial, un capitán
inglés se lanzó al asalto pateando una pelota. El capitán Nevill saltó del
parapeto que lo protegía, y corriendo tras la pelota encabezó el asalto contra
las trincheras alemanas. Su regimiento, que vacilaba, lo siguió.
El capitán murió de un cañonazo, pero Inglaterra conquistó
aquella tierra de nadie y pudo celebrar la batalla como la primera victoria del
fútbol inglés en el frente de guerra.
Muchos años después, ya en los fines del siglo, el dueño del
club Milan ganó las elecciones italianas con una consigna, ¡Forza Italia!, que
provenía de las tribunas de los estadios. Silvio Berlusconi prometió que
salvaría a Italia como había salvado al Milan, el superequipo campeón de todo,
y los electores olvidaron que algunas de sus empresas estaban a la orilla de la
ruina.
El fútbol y la patria están siempre atados; y con frecuencia
los políticos y los dictadores especulan con esos vínculos de identidad. La
escuadra italiana ganó los mundiales del ’34 y del ’38 en nombre de la patria y
de Mussolini, y sus jugadores empezaban y terminaban cada partido vivando a
Italia y saludando al público con la palma de la mano extendida.
También para los nazis, el fútbol era una cuestión de
Estado. Un monumento recuerda, en Ucrania, a los jugadores del Dínamo de Kiev
de 1942. En plena ocupación alemana, ellos cometieron la locura de derrotar a
una selección de Hitler en el estadio local. Le habían advertido: -Si ganan
mueren.
Entraron resignados a perder, temblando de miedo y de hambre, pero no pudieron aguantarse las ganas de ser dignos. Los once fueron fusilados con las camisetas puestas, en lo alto de un barranco, cuando terminó el partido.
Entraron resignados a perder, temblando de miedo y de hambre, pero no pudieron aguantarse las ganas de ser dignos. Los once fueron fusilados con las camisetas puestas, en lo alto de un barranco, cuando terminó el partido.
Fútbol y patria, fútbol y pueblo: en 1934, mientras Bolivia
y Paraguay se aniquilaban mutuamente en la guerra del Chaco, disputando un
desierto pedazo de mapa, la Cruz Roja paraguaya formó un equipo de fútbol, que
jugó en varias ciudades de Argentina y Uruguay y juntó bastante dinero para
atender a los heridos de ambos bandos en el campo de batalla.
Tres años después, durante la guerra de España, dos equipos
peregrinos fueron símbolos de la resistencia democrática. Mientras el general
Franco, del brazo de Hitler y Mussolini, bombardeaba a la república española,
una selección vasca recorría Europa y el club Barcelona disputaba partidos en
Estados Unidos y en México.
El gobierno vasco envió al equipo Euzkadi a Francia y a
otros países con la misión de hacer propaganda y recaudar fondos para la
defensa. Simultáneamente, el club Barcelona se embarcó hacia América. Corría el
año 1937, y ya el presidente del club Barcelona había caído bajo las balas
franquistas. Ambos equipos encarnaron, en los campos de fútbol y también fuera
de ellos, a la democracia acosada.
Sólo cuatro jugadores catalanes regresaron a España durante
la guerra. De los vascos, apenas uno. Cuando la República fue vencida, la FIFA
declaró en rebeldía a los jugadores exiliados, y los amenazó con la
inhabilitación definitiva, pero unos cuantos consiguieron incorporarse al
fútbol latinoamericano. Con varios vascos se formó, en México, el club España,
que resultó imbatible en sus primeros tiempos. El delantero del equipo Euzkadi,
Isidro Lángara, debutó en el fútbol argentino en 1939. En el primer partido
metió cuatro goles. Fue en el club San Lorenzo, donde también brilló Angel
Zubieta, que había jugado en la línea media de Euzkadi.
Después, en México, Lángara encabezó la tabla de goleadores
de 1945 en el campeonato local.
El club modelo de la España de Franco, el Real Madrid, reinó
en el mundo entre 1956 y 1960. Este equipo deslumbrante ganó al hilo cuatro
copas de la Liga española, cinco copas de Europa y una intercontinental. El
Real Madrid andaba por todas partes y siempre dejaba a la gente con la boca
abierta. La dictadura de Franco había encontrado una insuperable embajada
ambulante. Los goles que la radio transmitía eran clarinadas de triunfo más
eficaces que el himno Cara al sol. En 1959, uno de los jefes del régimen, José
Solís, pronunció un discurso de gratitud ante los jugadores, «porque gente que
antes nos odiaba, ahora nos comprende gracias a vosotros».
Como el Cid Campeador, el Real Madrid reunía las virtudes de
la Raza, aunque su famosa línea de ataque se parecía más bien a la Legión
Extranjera. En ella brillaba un francés, Kopa, dos argentinos, Di Stéfano y
Rial, el uruguayo Santamaría y el húngaro Puskas.
A Ferenk Puskas lo llamaban Cañoncito Pum, por las virtudes
demoledoras de su pierna izquierda, que tambi én sabía ser un guante. Otros
húngaros, Ladislao Kubala, Zoltan Czibor y Sandor Kocsis, se lucían en el club
Barcelona en esos años. En 1954 se colocó la primera piedra del Camp Nou, el
gran estadio que nació de Kubala: el gentío que iba a verlo jugar, pases al
milímetro, remates mortíferos, no cabía en el estadio anterior.
Czibor, mientras tanto, sacaba chispas de los zapatos.
El otro húngaro del Barcelona, Kocsis, era un gran
cabeceador. Cabeza de oro, lo llamaban, y un mar de pañuelos celebraba sus
goles. Dicen que Kocsis fue la mejor cabeza de Europa, después de Churchill.
En 1950, Kubala había integrado un equipo húngaro en el
exilio, lo que le valió una suspensión de dos años, decretada por la FIFA.
Después, la FIFA sancionó con más de un año de suspensión a Puskas, Czibor,
Kocsis y otros húngaros que habían jugado en otro equipo en el exilio desde
fines de 1956, cuando la invasión soviética aplastó la resurrección popular.
En 1958, en plena guerra de la independencia, Argelia formó
una selección de fútbol que por primera vez vistió los colores patrios.
Integraban su plantel Makhloufi, Ben Tifour y otros argelinos que jugaban
profesionalmente en el fútbol francés.
Bloqueada por la potencia colonial, Argelia sólo consiguió
jugar con Marruecos, país que por semejante pecado fue desafiliado de la FIFA
durante algunos años, y además disputó unos pocos partidos sin trascendencia, organizados
por los sindicatos deportivos de ciertos países árabes y del este de Europa. La
FIFA cerró todas las puertas a la selección argelina y el fútbol francés
castigó a esos jugadores decretando su muerte civil. Presos por contrato, ellos
nunca más podrían volver a la actividad profesional.
Pero después Argelia conquistó la independencia, el fútbol
francés no tuvo más remedio que volver a llamar a los jugadores que sus
tribunas añoraban.
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