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viernes, 13 de junio de 2014
El fútbol (de Eduardo Galeano).
La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho
industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí.
En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que
no es rentable. A nadie da de ganar esa locura que hace que el hombre sea niño por un rato,
jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con el ovillo de lana: bailarín que
danza con una pelota leve como el globo que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin
saber que juega, sin motivo y sin reloj y sin juez.
El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores,
fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos
del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se juegue. La tecnocracia
del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que
renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y prohibe la osadía.
Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado
carasucia que sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y
al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida
aventura de la libertad.
¿El opio de los pueblos?
¿En qué se parece el fútbol a Dios? En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la
desconfianza que le tienen muchos intelectuales.
En 1880, en Londres, Rudyard Kipling se burló del fútbol y de «las almas pequeñas que pueden
ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan». Un siglo después, en Buenos Aires,
Jorge Luis Borges fue más que sutil: dictó una conferencias sobre el tema de la inmortalidad
el mismo día, y a la misma hora, en que la selección argentina estaba disputando su primer
partido en el Mundial del 78.
El desprecio de muchos intelectuales conservadores se funda en la en la certeza de que la
idolatría de la pelota es la superstición que el pueblo merece. Poseída por el fútbol, la plebe
piensa con los pies, que es lo suyo, y en ese goce subalterno se realiza. El instinto animal se
impone a la razón humana, la ignorancia aplasta a la Cultura, y así la chusma tiene lo que
quiere.
En cambio, muchos intelectuales de izquierda descalifican al fútbol porque castra a las masas
y desvía su energía revolucionaria. Pan y circo, circo sin pan: hipnotizados por la pelota, que
ejerce una perversa fascinaci ón, los obreros atrofian su conciencia y se dejan llevar como un rebaño por sus enemigos de clase.
Club Chacarita de 1924
Cuando el fútbol dejó de ser cosas de ingleses y de ricos, en el Río de la Plata nacieron los
primeros clubes populares, organizados en los talleres de los ferrocarriles y en los astilleros de
los puertos. En aquel entonces, algunos dirigentes anarquistas y socialistas denunciaron esta
maquinación de la burguesía destinada a evitar las huelgas y enmascarar las contradicciones
sociales.
La difusión del fútbol en el mundo era el resultado de una maniobra imperialista para
mantener en la edad infantil a los pueblos oprimidos. Sin embargo, el club Argentinos Juniors
nació llamándose Mártires de Chicago, en homenaje a los obreros anarquistas ahorcados
un primero de mayo, y fue un primero de mayo el día elegido para dar nacimiento al club
Chacarita, bautizado en una biblioteca anarquista de Buenos Aires. En aquellos primeros años
del siglo, no faltaron intelectuales de izquierda que celebraron al fútbol en lugar de repudiarlo
como anestesia de la conciencia.
Entre ellos, el marxista italiano Antonio Gramsci, que elogió «este reino de la lealtad humana
ejercida al aire libre».
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