Viento Sur
Hace poco más de un año tres reputados
científicos de la NASA publicaron un impactante estudio en el que,
basándose en complejos modelos matemáticos, pronosticaban el posible
colapso de la civilización humana para dentro de pocas décadas. Las
causas que se aludían como determinantes para llegar a tales
conclusiones eran principalmente dos: la insostenible sobreexplotación
humana de los recursos del planeta y la cada vez mayor desigualdad
social existentes entre ricos y pobres (1).
Más allá de analizar la gravedad de esta
predicción, me gustaría hacer notar que los dos motivos que –según estos
investigadores– podrían acabar provocando el derrumbe de nuestra
civilización son precisamente dos de las más claras características que
posee el sistema capitalista: una insensibilidad total hacia la
sostenibilidad ecológica del planeta y una abrumadora despreocupación
hacia la (des)igualdad y la (in)justicia social.
En consecuencia –y como se verá en mayor
profundidad en las líneas que siguen– no resultaría demasiado
descabellado afirmar que el capitalismo es, a día de hoy, una de las
mayores amenazas que se ciernen sobre la continuidad de la cultura
humana en el planeta Tierra.
Evidencias de un sistema insensato
En las sociedades modernas de hoy en día nos hemos acostumbrado a asociar el poder adquisitivo con
la capacidad de alcanzar una vida feliz. Es decir, se asume que –más
que menos– nuestro nivel de renta determina la felicidad que podemos
llegar a alcanzar en nuestra vida (o, como se suele decir, que el dinero da la felicidad).
Esta engañosa forma de concebir la vida
(basada en los aspectos materiales y monetarios como medida a través de
la cual lograr una vida buena) representa, probablemente, la mayor
herramienta moral que posee el capitalismo en la actualidad. Sin
embargo, y como veremos a continuación, esta concepción ofrece al menos
dos evidencias que la hacen insostenible.
I) La evidencia social
Desde el punto de vista social el capitalismo
es insostenible en tanto en cuanto promociona una sociedad global de
poseedores y desposeídos en donde el sobre-consumo innecesario de unos
pocos se produce a costa de las carencias vitales de la mayoría. Y es
que una de las características que ha demostrado tener el capitalismo
moderno es la construcción de sociedades en las que tienden a crecer las
desigualdades sociales (lo cual sucede tanto si pensamos a una escala
planetaria, a nivel de países, como si lo hacemos dentro de un mismo
país bajo el prisma, cada vez más simplificado, de clases).
Paralelamente a esta estratificación
económica de la sociedad en dos claros grupos (unas élites muy ricas y
unas masas pobres), el capitalismo no ha logrado tan siquiera cumplir su
clásica promesa de traer la felicidad a un creciente número de
personas. Son cuantiosos los estudios que en este sentido han
cuestionado rotundamente el axioma tan fuertemente instaurado en el ADN
capitalista (y en el imaginario colectivo) de que el dinero da la felicidad.
Estos estudios vendrían a mostrarnos cómo la correlación entre los
ingresos y la satisfacción con la vida sólo se mantiene en etapas
tempranas, cuando el dinero es usado para cubrir las necesidades más
básicas. A partir de este punto entraríamos en una situación de
“comodidad” en donde más dinero ya no significa necesariamente más
felicidad. Es más, una vez ha sido alcanzada esta situación, seguir
buscando obstinadamente el crecimiento económico
(en el plano macro) y el aumento de la renta y el consumo (en el plano
micro) puede resultar incluso contraproducente, pues tiende a hacernos
descuidar otros aspectos de nuestra vida –intangibles pero igualmente
esenciales para la felicidad– como las relaciones sociales o el buen uso
del tiempo (2).
Así pues, parece claro que el capitalismo es
un sistema que chirría tanto con la justicia social como con la
felicidad humana. Como pusieron de manifiesto hace unos años Richard
Wilkinson y Kate Pickett –en su magnífica obra Desigualdad: Un análisis de la (in)felicidad colectiva–
estas dos cuestiones (justicia social y felicidad humana) son dos
asuntos íntimamente relacionados. Parece ser que las desigualdades
sociales tienden a hacernos más infelices: en aquellas sociedades en
donde son mayores los niveles de desigualdad, mayores son también los
niveles de infelicidad (3).
De todo esto se puede extraer la acertada
conclusión de que una sociedad preocupada por maximizar sus niveles de
felicidad debería ser una sociedad centrada en rebajar al mínimo sus
niveles de desigualdad (lo cual, dicho sea de paso, parece una tarea
incompatible con las actuales políticas de desarrollo occidental). Por
ello, como sostiene Jorge Riechmann en su libro ¿Cómo vivir? Acerca de la vida buena, el capitalismo es “un enemigo declarado de la felicidad”. Y por esta misma razón “los partidarios de la felicidad humana no pueden ser sino anticapitalistas”.
II) La evidencia ecológica
Por otro lado, el axioma del crecimiento
indefinido que el capitalismo defiende, a la vez que (como hemos visto)
un sinsentido social, es una inviable biofísica. La constante demanda de
materiales y energía que conlleva una economía como la que tenemos no
puede mantenerse de forma indefinida en el tiempo sin acabar chocando
con los límites biofísicos de nuestro planeta (un lugar éste, no lo
olvidemos, finito y acotado). Este hecho, a pesar de ser firmemente
ignorado por los economistas convencionales (y por la inmensa mayoría de
los políticos), constituye una realidad absolutamente incontestable,
tal y como nos enseña la segunda ley de la termodinámica. Se podría
afirmar, por lo tanto, que el capitalismo es, desde el punto de vista
ecológico, biofísico y termodinámico (desde el punto de vista científico
al fin y al cabo) un sistema imposible abocado al desastre.
Es por razones como ésta que en política y en
economía, al igual que sucede con el resto de aspectos de la vida, se
hace imprescindible poseer un mínimo de cultura científica para poder
ejercer como ciudadanos responsables y comprometidos (o lo que es lo
mismo a efectos termodinámicos, para acomodar nuestro comportamiento a
los límites biofísicos del planeta).
Me resultan muy interesantes en este sentido
las sabias palabras de Wolfgang Sachs, quien sostiene que, en el futuro,
el planeta ya no se dividirá en ideologías de izquierdas o de derechas,
sino entre aquellos que aceptan los límites ecológicos del planeta y
aquellos que no. O dicho de otro modo, entre aquellos que entiendan y
acepten las leyes de la termodinámica y aquellos que no. No se trata por
lo tanto de arreglar o refundar el capitalismo (como algún político
sostuvo hace no mucho) sino de entender que nuestro futuro como especie
en este planeta será un futuro no-capitalista o, sencillamente, no será.
Hacer comprender al común de los mortales que
la esfera económica no puede crecer por encima de la esfera ecológica
(al menos no sin comportarse antes como un cáncer) es, por sencillo que
pueda parecer de entender, uno de los mayores desafíos a los que se
enfrenta la ciencia y la educación del nuevo milenio.
Sin embargo, esta cuestión de las esferas
concéntricas –cual muñecas rusas– y de los límites del planeta es (pese a
los reiterados mensajes ilusorios en pro del gasterío insensato
que el capitalismo se empeña en difundir) un asunto sencillo de concebir
para todas las personas. Y aquí reside –precisamente– nuestra
esperanza: la esperanza de un cambio social en aras de poder alcanzar
otro mundo posible, más justo y sostenible.
Como argumentaba recientemente Juan Carlos Monedero, es mucho más factible hacerse anticapitalista a
día de hoy desde posiciones ecologistas que desde posiciones marxistas.
La inviabilidad de un sistema que aboga por el crecimiento constante en
un mundo que es limitado es algo mucho más fácil de comprender para la
gente normal que la tendencia descendente de la tasa de ganancia o el fetichismo de la mercancía de la que nos hablaba Marx.
Por lo tanto, y a modo de corolario, urge entender que ser anticapitalista a
día de hoy no es ya una cuestión de ecologistas o de marxistas
aislados, sino que es algo de sentido común; algo directamente
relacionado con la lógica de supervivencia. Esperemos que este asunto
sea entendido –más temprano que tarde– por la inmensa mayoría de
individuos que pueblan la Tierra hasta convertirse en una evidencia
popular. Nuestra continuidad sobre el planeta y nuestra felicidad de
ello dependerán.
Notas:
(1) Motesharrei, S., Rivas, J., & Kalnay, E. (2012). A Minimal Model for Human and Nature Interaction .
(2) Para profundizar algo más sobre este tema se recomienda leer este artículo.
(3) La obra de Wilkinson y Pickett (2009) muestra
minuciosamente como el incremento en las desigualdades tiene
significativas repercusiones negativas sobre otros aspectos de la vida
que afectan directamente al bienestar y a la felicidad. Tal sería el
caso de la educación, la esperanza de vida, la mortalidad infantil, la
incidencia de enfermedades mentales, el consumo de drogas, las tasas de
obesidad y sobrepeso o el número de homicidios; variables todas ellas
que presentan peores valores en aquellos lugares en donde mayor es la
desigualdad.
Mateo Aguado es Investigador del Laboratorio de Socio-Ecosistemas de la Universidad Autónoma de Madrid
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