A Ulises, en testimonio de la permanente juventud
Sentado en la misma banca del parque donde junto con Ulises cuando jóvenes habían dialogado y resuelto imaginariamente todos los problemas de la patria, el viejo Ponciano, como solitaria águila macilenta, con las plumas escasas y caídas, se dio cuenta de que ya estaba viejo y que el viaje del eterno retorno estaba próximo.
Sus ojos primaverales habían comenzado a perder la visión absoluta, pero los ojos del alma alumbraban más que el sol del amanecer. Comenzó a recordar, a hacer memoria de la juventud y comprendió que siempre se es joven y vio pasar una bella mujer y le dijo lo mismo que le hubiera dicho hace cincuenta años: “bella flor del amanecer dadme el polen de tu ser”. Vio la vieja calle donde infinidad de veces había participado en manifestaciones contra el gobierno y sintió que las lágrimas vertían cuando vio el pedazo de pavimento donde cayera uno de los primeros patriotas que a la vez era su sobrino.
Cuántas cosas han pasado! Tanta masacre y para nada, se dijo. Ah los años universitarios, recordó, el diario ajetreo revolucionario, los infiltrados, los falsos líderes, los oportunistas, la ignorancia en plena Alma Mater, sus amores y amoríos, el recuerdo de los poetas asesinados, los desaparecidos, los decapitados, los torturados, los perseguidos, los masacrados y para qué?, se volvió a cuestionar.
Comenzó a pensar una serie de situaciones que a sabiendas que de nada servirían, continúo pensando. En que nos equivocamos, cuándo y por qué nos equivocamos, cómo nos equivocamos, a quién culpar, sino a nosotros mismos, conformismo quizá y el nunca es tarde jamás apareció en su diccionario, el ahora o nada siempre presente.
Echó una mirada al mundo y le pareció aun peor que antes, a más guerras, mayor pobreza, se dijo. Somos incapaces de evitar o de ganar las guerras, ese es el máximo problema. Pareciera que la humanidad está destinada a la involución, de otra forma ya hubiera triunfado.
A lo lejos, vio que llegaba el viejo Ulises, más viejo que el volcán y el río, siempre con sus cuadernos y su matata al hombro y sin que aquel abriera la boca, ya había escuchado: Echémonos un Café Ponciano. De un momento a otro recapacitó y pensó que todo ello eran nada más la desconstrucción de los días de gloria. Si ernmbargo, se dijo, "valio la pena".
Ponciano Montañés y Ermitaño
Monje Trapense.
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