Al caer la oración y cuando la última luz se ha extinguido de las atalayas del Campo Santo, comienzan a salir de sus tumbas en parejas y no toman otra dirección, sino que a la Pila de los Difuntos. En un principio sentía miedo, pero miedo a qué, después; todo fue parte de la rutina de la nocturnidad del cementerio.
Salen siempre bien vestidos con el último traje el cual se desvanece cuando llegan a La fuente, se bañan con la normalidad de los vivos, se enjabonan, se secan y se regresan a sus nichos bien fresquitos y trajeaditos tal como los enterraron no sé, hace cuanto tiempo.
Jamás me puse a pensar que tendría el valor de acercarme y ver si conocía a alguien ya que había trabajado toda mi vida cuidando el cementerio y repartiendo los números de nichos a los dolientes, pero las inquietudes te arrastran hasta donde no piensas y así fue que una noche en lugar de quedarme en el lugar de contemplación me acerqué para ver si reconocía a algun@s de l@s turistas celestiales. Nada, les veía la mayor parte del cuerpo; pero menos las caras ni los genitales de tal manera que no sabía si eran hombres o mujeres los o las que se bañaban y así me regresé nervioso y con la lengua hecha nudo para el pequeño cuarto donde vivía, cuarto que era más pequeño que muchas de los mausoleos de los ricos de aquella comunidad.
Me dormí y comencé a soñar cosas extrañas. Soñé que me había muerto y que al llegar donde llegué los mismos cuerpos que había visto bañándose me estaban recibiendo y que al nomás llegar me habían quitado la ropa y me registraban como buscando algo que se les hubiera perdido y que luego me tiraban a un perol de miel hirviendo donde me achicharraba permanentemente sin poderme morir, lo raro es que no sentía dolor ni quemaduras, sino el temor antes de que me aventaran de cabeza al inmenso barril el cual cambiaba de forma a cada instante siendo perol, barril, tanque, lago nebuloso y cosas así sin ninguna explicación terrenal, de pronto despertaba sudando y pidiéndole a dios o al diablo que no me volviera a suceder.
Otros muertos llegaban a ser enterrados el nuevo día como todos los días y yo cumpliendo con mi deber, certificando si los que iban en los féretros eran los que habían pagado su derecho al paseo sin retorno y bueno en eso nunca hubo problemas. Siempre fui muy observador, más que todo me fijaba en los ojos, orejas, dedos y la boca de los difuntos y al nomás anochecer abría los nichos y comenzaba mi pepena de bienes, alguna veces anillos, aros bañados de oro, buenos trajes y hasta dinero en las bolsas de los trajes, relojes caros y cosas así que para los muertos no tienen ningún valor a al menos el valor que para mí siempre tenían.
Seguí observando la fuente y bueno, fui perdiendo el miedo y comencé a verle los cuerpos a los muertos, Caramba; muchos cuerpos femeninos que no merecían estar enterrados y también muchos cuerpos que no merecerían seguir gastando agua y jabón después del viaje. Me fui envalentonando, pensando que los muertos por muertos son inofensivos, sin comprender que la metafísica es harto diferente a las leyes comunes de la física y que lo cuántico y binario no lo son en el espacio cuando a muertos se refiere.
Una noche de esas y que maldita sea, vi a mi tío venir con un harén de difuntas y bueno tal como era en vida, las nalgueaba y era un Dionisio en medio del montón de bellezas, eran las mismas dolientes que habían estado en el entierro, a una de ellas que le estaba tocando el fierro le había preguntado: señora y usted era dama de mi tío?, si, me dijo y estas otras también. Perdóname señor, me dije, ni después de muerto se compuso. De repente cuando estaba en lo mejor de la observación, vi los ojos de mi tío que se le salieron de la cara y venía acompañado de la boca y me dijo: Mañana vos te vas a bañar y yo voy a observar.
Ya no dormí, saqué el costal lleno de dientes de oro, de marcos de lentes bañados de oro, deje trajes, me traje como cien relojes, mancuernillas y me vine al mercado central donde vendí parte del tesoro y los demás lo tengo guardado en otro cuarto que más parece tumba sucia apta para un borracho empedernido como yo.
En el campo santo dejé un epitafio: No me busquen, ya morí y mi herencia, la vendí.
Paul Fortis.
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